No hubiese escrito
427 novelas inéditas,
jamás
me hubiese bailado la mandíbula,
ni tampoco observaría la respiración de las ciudades.

Su entierro
fue un enredo, un embuste, un engaño.
Si hubiese muerto
pero muerto de verdad,
como muere un camarero,
las taquicardias, mi hermana
y la policía
se habrían relajado.

Me gustaría ir al camposanto
y sacudirle los gusanos,
zarandearle bruscamente y preguntarle:

¿Qué es el éxtasis Roberto?
¿Qué mala broma es?
Y por encima de todo,
si volvería a entregarse a las manos
oficio de la literatura
o acaso
volvería a fregar platos
a la basura
a vigilar la noche
de unos idiotas.