La esperanza más inmediata estriba en la reconsideración del Negro, tanto por parte de los blancos como de lo negros, en función de sus creaciones artísticas y contribuciones culturales, pasadas y futuras
James Weldon Johnson
¡Y en cuanto a los negros cultivados que sostienen que el arte romperá las fronteras del color, salvará la raza y acabará con los linchamientos, son tonterías! ―dijo Oceola―; Mamá y papá fueron artistas y los blancos los expulsaron de la ciudad por vestirse de etiqueta en Alabama
Not Without Laughter, de Langston Hughes (1930)
Un amanecer de 1926 ―año clave para entender esa tormenta incontrolable que conocemos como Renacimiento de Harlem 1― Carl Van Vechten se tambalea en busca de un taxi, esquivando a los grupos de obreros negros que se dirigen a sus puestos de trabajo. Ha estado de juerga con William Faulkner, que se ha pasado la noche bebiendo sin control y pidiendo a los músicos de los peores tugurios del barrio que toquen St. Louis Blues. Al igual que casi todas las noches, el taxi lo depositará en la calle 55, donde comparte un ático con la actriz Fania Marinoff y, al igual que casi todas las mañanas, se recuperará de la borrachera escribiendo sobre los palpitantes misterios que toman forma al norte de la calle 110.
Escritor, periodista, fotógrafo y gran personalidad del Nueva York de los años veinte, Carlo, como se hace llamar, conoce a todo el mundo. Tiene éxito, trabaja para revistas importantes y entretiene a la sociedad neoyorkina con sus ocurrencias. Su mezcla de refinamiento y vulgaridad encandila a todo el país. Pero no pasará a la historia de las letras estadounidenses por sus libros ni por sus extravagancias, sino por ser uno de los mayores impulsores del Renacimiento de Harlem, el movimiento cultural afroamericano de mayor importancia hasta ese momento.
Primera paradoja: tenemos a un albino de ascendencia danesa a la cabeza de lo que otro de los popes del Renacimiento, Alain Locke ―este sí, afroamericano de verdad― definiría como el Movimiento del Nuevo Negro. 2
El Renacimiento de Harlem ha sido caracterizado en numerosas ocasiones como un movimiento cultural de negros patrocinado, dirigido y controlado por blancos. Algo que ―segunda paradoja― no es ni cierto ni del todo falso. En efecto, es un hecho incontestable que en la primera fase del Renacimiento, el movimiento estuvo patrocinado sobre todo por blancos. Pero es difícil negar que ese patrocinio viniera dado por un entendimiento entre la élite intelectual afroamericana y ciertas personalidades blancas, con el objetivo de mejorar las relaciones raciales en un momento de retroceso e inestabilidad para los afroamericanos.Nigger Heaven lo cambió todo. No solo convirtió a Harlem en el sitio al que ir si se quería experimentar emociones fuertes, sino que supuso el inicio de un debate que se alargaría a lo largo de toda la década y que determinaría la evolución posterior del Renacimiento de Harlem. Un debate que enfrentó a la élite intelectual de la comunidad afroamericana, formada por universitarios de segunda generación ―los mismos que con ayuda del patrocinio blanco habían impulsado el Renacimiento como forma de mejorar las relaciones raciales 6―, y a una nueva generación de escritores negros que renegaba de cualquier sumisión estilística, política o racial. Para Langston Hughes, Wallace Thurman, Zora Hurston y otros escritores jóvenes, Nigger Heaven supuso un estímulo y un desafío. Abrió la puerta a tratar temas hasta entonces cuidadosamente evitados en las novelas escritas por afroamericanos, más proclives a retratar la vida de una clase media educada. También les recordó que si no eran ellos los que utilizaban su propio material, había escritores blancos esperando al otro lado de la puerta. Algo que el propio Van Vechten no dudó en recordarles.
Esa «minoría talentosa» estaba, como ya hemos dicho antes, formada por intelectuales que habían podido elevarse sobre la gran mayoría de los afroamericanos. Extremadamente cultos, gozaban de un buen nivel de vida y tenían una relación fluida con muchos intelectuales blancos. Su posición ―en cierto sentido, culturalmente esquizofrénica― hacía que muchos de ellos tendieran a ver las condiciones materiales de los negros con un exceso de optimismo. A veces reducían el racismo a una cuestión de desconocimiento mutuo, debida a la incomprensión de los blancos. Eso explica su confianza sincera ―ni eran unos cínicos, ni meros manipuladores― en que la liberación de los negros podría llegar gracias al desarrollo de las artes afroamericanas.
Creían en la emancipación a través de las artes y las letras. Esa creencia fue la causa primera, la que compartían todos, la que lo impulsó todo. La esencia del Renacimiento de Harlem. Fueron personas movidas por esa fe las que organizaron los premios literarios, las que atrajeron a editores blancos hasta el norte de Manhattan, las que escribieron artículos, las que organizaron eventos interraciales de altos vuelos.
Pero, a medida que avanzaba la década y el Renacimiento se iba haciendo cada vez más popular, los más jóvenes comenzaron a ver los límites de esa creencia. Primero, porque su premisa no parecía cumplirse, ya que las condiciones objetivas de los afroamericanos no habían mejorado, a pesar de toda la atención prestada a sus artistas y escritores. Segundo, porque suponía la creación de un arte propagandístico, sometido a una función preconcebida. La cosa era más o menos así: si la mejora de las condiciones de los negros se iba a dar de manera natural en cuanto estos demostrasen sus capacidades artísticas e intelectuales, los artistas debían retratar la vida e inquietudes de los negros cultos y educados. Es decir, debían reflejar la vida de esa minoría talentosa para demostrar a los ignorantes blancos que podían ser tan cultos y sofisticados como ellos. Salirse de ese molde significaba confirmar las ideas que los blancos tenían de los negros como hombres más primitivos y sensuales, más cerca del tam-tam que de Platón.
En 1926, Wallace Thurman ―enfant terrible del Renacimiento, brillante, rebelde y autodestructivo― fundó la revista Fire!!, un desafío a las concepciones artísticas de la minoría talentosa. Para todos los que participaban en Fire!! era necesario que el negro encontrase su propia voz, que buscase en su propia cultura sus rasgos distintivos. Las ilustraciones de Aaron Douglas, la poesía de resonancias jazzísticas de Langston Hughes… todo iba en esa dirección. Los artistas de Fire!! llevaron el Renacimiento de Harlem a un nuevo nivel tras reconciliarse con lo popular de su comunidad. Porque ―tercera paradoja―, para los miembros de la élite educada de Afroamérica, el jazz, los espirituales y sobre todo el blues eran asuntos profundamente incómodos. Ellos miraban hacia Harvard y Yale; no estaban interesados en los burdeles de Nueva Orleans ni en los excesos de las congregaciones evangelistas. Fueron los jóvenes rebeldes de Fire!!los que vieron en esos géneros la voz propia que andaban buscando. En la improvisación del jazz y en la intensidad del blues encontraron nuevos lenguajes, nuevas formas de expresión, caminos no recorridos que, como el propio Van Vechten les había recordado, era tarea suya transitar.
El 15 de mayo de 1929 Bessie Smith grabó la profética Nobody Knows You When You’re Down and Out. El 24 de octubre la bolsa de Wall Street se vino abajo, y los periódicos comenzaron a hablar de «Depresión». En 1932, un Wallace Thurman publica el último gran libro del Renacimiento, Infants of Spring.A partir de 1926, el Renacimiento de Harlem, hasta entonces controlado por los promotores blancos o los miembros de la minoría silenciosa, pasó a estar en manos de los propios artistas. A medida que la década se acercaba a su final se sucedían las publicaciones de novelas y libros de poesía, la música sonaba cada vez más alto, los cabarets programaban noches cada vez más maratonianas. Superficialmente, parecía que los objetivos se están cumpliendo, pero una cierta sensación de derrota empieza a imponerse entre los más perspicaces.
La llama del Renacimiento de Harlem se fue apagando a medida que la Gran Depresión pasaba de ser un tema de conversación a una realidad palpable. La música de los cabarets tardó un tiempo en apagarse del todo, sepultada por las consignas políticas gritadas en las esquinas, las voces de los nuevos grupos religiosos y, finalmente, por el ruido atronador de los disturbios de 1934. Pero para entonces lo que se conoció como Renacimiento de Harlem ya llevaba tiempo agonizando.
Los periódicos dejaron de hablar del Nuevo negro. Los blancos audaces que todavía no se habían arruinado buscaron otros lugares en los que emborracharse. Llegó el New Deal y los afroamericanos volvieron a quedarse al margen. La esperanza en la emancipación racial a través del arte demostró no ser más que una ilusión. Había sido vibrante. Se habían alcanzado logros difíciles de imaginar solo unos años antes. Pero había quedado claro que la igualdad racial no se iba a alcanzar tan solo a través libros de poesía y buenas novelas. Pese a su derrota, su recuerdo quedó grabado para siempre en el imaginario de una Afroamérica que empezaba a prepararse para las batallas que le quedaban por librar.
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