He acabado midiendo mi vida más por los festivales a los que acudo que por los cumpleaños, las flores que cambian de estación o cualquier despedida.Son un paréntesis en mi vida, semanas en las que paro la realidad y le dejo todo el hueco a la ficción. Ha sido mi quinta Berlinale y la he pasado con un aroma de despedida cada mañana, pues esta edición número 69 ha sido la última de Dieter Kosslick, el director que desde hace dieciocho años ha trabajado por hacer de este festival el más político y centrado en el público de los que configuran la clase A.
En 2020 Carlo Chatrian, exdirector de Locarno, tomará las riendas de la Berlinale, y muchos de los gestos de esta edición se entendían fácilmente como una despedida. Pasear por Potsdamer Platz de un cine a otro, de una historia a la siguiente, parece uno de esos paseos que emprenden los personajes de La montaña mágica cada mañana: a la sombra del Sony Center, el conjunto arquitectónico que recrea el monte Fuji, puedes suspender tu realidad y dejarte en manos de otro ritmo, de los tiempos que marcan directores, programadores y periodistas para descubrir lo que está por venir para todos y las despedidas de unos pocos.
Hablar con fantasmas
Los fantasmas son fundamentales para la teoría cultural posmoderna. Desde Derrida, la fantología estudia los fenómenos que están y no están al mismo momento, que desestabilizan lo que sucede en el presente. Si Jameson defendía que la característica fundamental de la posmodernidad es el fin de la Historia, la aparición de estas presencias históricas propias y sociales en las siguientes películas funciona como un terremoto para sus protagonistas.
Un director especializado en fantasmas que ha visitado este año Berlín es Jean-Gabriel Périot, conocido especialmente por sus trabajos sobre archivos fílmicos como Une jeunesse allemande (2015), su película más reconocida. Se trataba de una crónica narrativa de la radicalización de la izquierda alemana durante los años 60 que condujo a la formación de la Facción del Ejército Rojo.
En esta Berlinale ha llegado con Nos défaites a la sección Forum para dialogar desde otro punto de vista con las ideas y su plasmación cinematográfica de los años 60. Como si fuera un Nicholas Ray en We can’t go home again (1973), Périot superpone generaciones para poder formular preguntas como la que abre su película, ¿hemos perdido la guerra o simplemente muchas batallas? Así, un grupo de estudiantes de Ivy-sul-Seine recrean escenas de Tanner, Marker, Godard y Karmitz y entre actuación y actuación en 16 mm Périot les bombardea a preguntas sobre el sentido de la lucha social, qué es ser comunista, por qué hay huelgas.
Despertar el fantasma del cine político interpela tanto a la juventud que viene, en un mundo donde las viejas armas sociales no sirven, como a las películas que se ruedan en fábricas, que indagan en la lucha de unas clases sociales ya se han disuelto cincuenta años después. Ante las dudas de los jóvenes y la copia del pasado, el espectador duda sobre la revolución, un concepto que los protagonistas de la película no saben siquiera definir. Y es esa ausencia de palabras la que imposibilita la crítica, al igual que la ausencia de imágenes del presente genere la indignación para una lucha social. En la recta final, como una coda ante la convicción de la derrota, Périot vuelve al instituto y rueda cómo los estudiantes responden a la violencia que las autoridades han provocado ante una huelga de estudiantes, cómo reaccionan a los primeros movimientos de los chalecos amarillos y cómo esas preguntas que hacía meses antes encuentran respuestas apegadas a la vida y no a las sombras del diccionario.
También en Forum se pudo ver Fukuoka, de Zhang Lu, una película de ficción en la línea de Hong Sang-soo donde los fantasmas sobrevuelan las historias, los libros y los recuerdos del pasado. Un librero de lance que vive en Corea le cuenta a una clienta postadolescente cómo perdió a la vez un amor y una amistad de juventud y, veinte años después, estos dos personajes viajan a Tokio y a su barrio de librerías a buscar al amigo desvanecido. Los tres protagonistas acaban recorriendo el sudoroso Tokio veraniego sintiéndose a veces fantasmas y a veces humanos, encontrándose con otros transeúntes que aparecen salidos de sus propios sueños.
Fukuoka es una película sobre la enfermedad de la ficción, de sus sueños y monstruos, como si todas las vidas posibles no fueran más que tentativas de agotamiento. Ninguno de los tres se conoce más allá de su fantasía o su recuerdo, pero se estudian desde la distancia de los abismos de la edad, emprenden paseos sin destino y desaparecen sin avisar para encontrar sus propios misterios.
Uno mismo también puede ser el propio fantasma. I was at home but… de la alemana Angela Schanelec (ganadora del Oso de Plata a la mejor dirección) se desenvuelve en el silencio de una tarde de domingo, donde pueden ocurrir muchas historias fuera de contexto, sin la luz de la rutina. Encadenando distintas situaciones, la película de Schanelec retrata una familia de tres miembros para quienes el hogar se ha convertido en un sitio al que no pueden volver. Más basada en la duda que en cualquier tipo de retrato certero, Schanelec firma una película hipnótica y silenciosa donde está permitido bailar, gritar, arrepentirse, dudar, exponerse, esconderse y hacer lo que sea por encontrar las palabras, aunque haya habido traqueotomías.
Un niño que vuelve después de una semana desaparecido, una madre que ha enviudado en algún momento, unos compañeros de clase que representan Hamlet hieráticos y directores de cine que aceptan las críticas al volver del supermercado solo para que la crítica se encuentre a sí misma en su juicio sobre otro. I was at home but… es una película extraña, llena de animales que observan más que los humanos, como si el Balthasar de Bresson mirara de nuevo el mundo pero entendiera aún menos las dudas, lo perdidos que estamos yendo de un sitio a otro. Los personajes no hablan de sus intenciones sino de la representación de sus deseos, cruzan ríos como si fuera La Zona de Stalker (1979) y se pierden en el arte y en la vida porque quieren, con franqueza, ser profundos antes que buenos.
«No volveré a ser joven»
Otro de los temas que han recorrido mis neuronas durante los días de festival, y que se movía a la par que los conflictos generacionales de las tres películas anteriores, ha sido la recuperación de la juventud. ¿Por qué, en algún momento en el que somos más inocentes, menos sabios, más entusiastas y menos brillantes nos obsesionamos con encontrar un sentido? ¿Se cura alguna vez la juventud?
A la Berlinale llegó con colas de expectación The Souvenir, la nueva película de Joanna Hogg, ganadora del Gran Premio del Jurado en Sundance. De Hogg no hemos visto nada en la cartelera española, pero su distribución norteamericana por A24 y el premio en EEUU son sin duda garantía de estreno para esta película, donde recrea y revive sus últimos años en la academia de cine, su vida de joven privilegiada en un duplex de Knightsbridge y la extraña relación con alguien mayor que tiene más secretos que certezas. Todo ello rodado con una cámara tan cercana como en Faces (1968), donde los personajes se exponen menos pero se enroscan más, porque hay demasiados espejos en todas las paredes como para evitar confundirse con fantasmas.
En un momento de la película, uno de los personajes reflexiona que, ante las películas, “no queremos ver la vida como es, sino como se siente”. Y eso es lo que persigue Hogg a lo largo de toda la película: reconstruir un agujero negro, su inocencia y estupidez, cómo el arte y la convicción surgen de las dudas y los errores. “La experiencia es el nombre que algunos dan a sus errores” es la cita de Oscar Wilde que se puede leer al principio de A este lado del paraíso de Scott Fitzgerald, y que podría prologar esta película, de donde una sale dándole vueltas a cuál es el problema que acumulamos durante años con las emociones, esas que no sabemos por qué nos empeñamos en vivirlas, que nos arrastran y que, de repente, un día nos sirven para mirar mejor a la vida y los reflejos del pasado.
Cómo decir adiós
Agnès Varda vivió hace un par de años un regreso a los festivales de cine con Visages villages (2017) y en este 2019 ha firmado su retirada del cine con Varda par Agnés, su última lección de cine antes de retirarse de cualquier relación con el mundo audiovisual para dedicarse a las instalaciones artísticas. Varda retoma el tono y el repaso que había hecho ya en Las playas de Agnès (2008) y que en los últimos años había transformado en charlas para grandes públicos y alumnos de escuelas de cine para volver a mirar a sus películas, a la intención que había tenido en ellas y crear su propio canon.
Varda par Agnès es una revisión que entristece al espectador fascinado por los colores, girasoles y patatas con forma de corazón, pero que es también una lección de cine constante. Todo su cine, dice Varda, se mueve por la suma de “inspiración, creación y compartir”, tres principios que unas veces se alían con la narrativa y filman el tiempo y el espacio completo, como hace en Cleo de 5 a 7 (1962), y otras con la lucha feminista y cómo la segunda ola de este movimiento podía reivindicar también algo feliz, como hace en Una canta, otra no (1977).
También entre las salas de Potsdamer Platz, Márta Mészáros sostuvo micrófonos y habló de ser directora cuando era tan excepcional que una ni se preocupaba dentro de las restauraciones que Berlinale Classics programa. La directora húngara de la recién restaurada Adopción (1975) supone, junto a Vera Chytilová —de quien este marzo tenemos una retrospectiva en la Filmoteca Española—, una de las autoras del cine soviético más importantes para entender el papel de la mujer en el cine de los 60 y 70. Adopción fue Oso de Oro y es, en palabras de la directora, “una película sobre una mujer solitaria”, que se despierta con los créditos de la película, se llena de polvo en la fábrica de madera en la que trabaja y ve cómo su deseo de ser madre se ha consumido con los años.
La tristeza en su gesto y en su mirada no la obliga a consumirse en la soledad de La chica de la fábrica de cerillas (1990), sino que le permite buscar la forma de cambiar su mundo, encontrar la subversión del destino en alguien más joven y bella que ella y permitir que enderezar otras historias la consuele ante su falta de expectativas. Adopción establece una dialéctica constante entre juventud y vejez, la familia y el trabajo, rodeando con la cámara a los personajes que cambian de idea, alejándose cuando se consuelan y acompañándolos en la respiración de la tristeza.
Hoy nos olvidamos de la fascinación que tiene una pantalla gigante, una de esas en la que los colores brillan y los sonidos se vuelven absolutos. Pero recuperar ese trance, invocarlo cada dos horas y media, es la gran especialidad de la Berlinale. Llegan nuevos aires para sus programas, pero seguirán brillando con todo su esplendor y tendrán tras sus créditos mucho viento berlinés, que sopla donde quiere.