En la época digital, en ese mundo que se vive más de modo virtual que real, la ciudad se ha convertido en un espacio sin límites físicos que se vive a través de su representación, en un lugar corpóreo que solo se materializa cuando se traslada a lo virtual. Nunca fue más inmediata la relación entre lo construido y lo vivido; los lugares ya no se viven de modo continuo sino intermitente, ligados a la actividad asociada a ellos y al «he estado», «he ido». La ciudad se lee a través de la percepción que hacemos evidente al fotografiarla, al compartirla; es pura interacción y participación.
Con nuestros dispositivos móviles y la conexión a la red, todos nos convertimos en agentes de un enorme juego en el que la ciudad se convierte en un tablero común para el que cada uno elige las instrucciones. La facilidad de propagación de la información y de participación convierte a cada uno de nosotros en un agente, creando una relación recíproca, un constante diálogo posible. ¿Son las redes sociales herramientas para hacer ciudad? Durante años han existido las aplicaciones móviles para compartir fotografías así como la geolocalización, pero la llegada de un app en concreto, Instagram (donde el principio básico es asociar una imagen a un lugar), alteró las reglas del juego por su extrema simplicidad. Al convertir cualquier cosa en objeto de deseo, esta aplicación se instituye como retratista masiva de nuestras ciudades. Nunca antes la imagen de la ciudad había sido tan relevante a nivel ciudadano, pues se establecen nuevos hitos urbanos en lugares anónimos, todo se transforma en un inmenso escenario mientras se redefinen las fronteras de nuestra percepción de la ciudad.
La ciudad se lee a través de la percepción que hacemos evidente al fotografiarla, al compartirla; es pura interacción y participación
En una época en la que el Movimiento Moderno y su purismo amenazaban con acabar con la imagen de la ciudad habitable y amigable, sustituyéndola por un modelo rígido, casi matemático, el urbanista Kevin Lynch indagó en la percepción de la ciudad. En su obra principal, La imagen de la ciudad, investigaba principalmente la construcción del imaginario urbano a través de sus edificios y monumentos, además de la eficacia y relevancia de la ciudad como construcción visual. Lo que no podía imaginar Lynch es que, con el acceso de la población a métodos de análisis urbanos (ya implícitos en esas instantáneas que comparten, como veremos a continuación), esta representación subjetiva de la ciudad sería más relevante que nunca y muy diferente de la tradicional. Hoy es imposible negar que la ciudad no es solo un conjunto de edificaciones e infraestructuras, sino un conglomerado de percepciones múltiples de un mismo elemento y de experiencias.
Por ejemplo, una plaza puede tener distintas funciones durante el día o la noche y dentro o fuera de los usos establecidos para ella, como zona de juego, mercado o espacio improvisado de juerga. Este uso siempre ha derivado en la apropiación personal de los lugares, la creación de recuerdos asociados (la tienda de golosinas del parque de al lado de casa, el rincón donde fumar a escondidas), que a su vez nos hablan de la temporalidad en el espacio urbano. A cada momento de nuestras vidas nos corresponde un itinerario concreto. Lo que antes era un ejercicio de memoria personal, una anécdota, una pequeña vivencia efímera, con le llegada de las redes sociales se ha convertido en una obsesión, un afán por mostrar al mundo exterior el mundo interior, lo que antes se guardaba bajo llave, convirtiéndonos a todos en voyeurs del prójimo y exhibicionistas al mismo tiempo.
Lanzados a la caza de lugares, de momentos, la ciudad se ha convertido en un objeto estético en todas sus escalas: un detalle arquitectónico, un encuadre urbano singular, una composición diferente. El ecosistema urbano y su paisaje han adquirido a través de esta aplicación una nueva relevancia. Esta obsesión por inmortalizar, por congelar la ciudad, no ha sido sino el germen de la ciudad instantánea, la ciudad fragmentada en mil pedazos simultáneos, la ciudad que no es nada si no se comparte una experiencia vivida en ella. Cada usuario se está apropiando de la realidad que le rodea, algo que evidentemente ya sucedía en nuestro vivir diario de la ciudad, pero ahora lo comparte de modo consciente, la altera, la deforma, la vive, contribuye a su construcción colectiva.
A su vez, todo esto no nos habla solo de cómo los habitantes perciben la ciudad, sino de qué se hace en ella, qué actividades suceden en qué tipos de espacios, cómo se está usando realmente ese urbanismo planificado de manual, y, lo que es más importante, cómo son realmente esos usuarios tan variopintos, tan poco predecibles, y que son el verdadero objetivo del nuevo urbanismo.
Los datos implícitos en las fotografías se convierten en poderosas herramientas de análisis sociológico, son estudios certeros a tiempo real y no aproximaciones estadísticas. ¿Qué información se puede obtener de un selfie? ¿Cómo de relevante es esta y qué nos cuenta de su sociedad? ¿Qué nos dice la edad media de uso o qué sabemos de la satisfacción de sus habitantes, de su hiperactividad tecnológica, de la permanencia o la desaparición de características culturales distintas entre países? ¿Pueden los retratos de los ciudadanos en conjunto definir su ciudad, establecer la nueva memoria urbana? Proyectos como Selfiecity, iniciado por el prestigioso Lev Manovich, buscan encontrar los elementos que nos unen y diferencian en esta época de globalización a través de los características de los selfies, ese instrumento del ego, el renacer del narcicismo. ¿Es el hombre-selfie el nuevo ciudadano?
Las redes sociales nos dicen cómo son realmente esos usuarios tan variopintos, tan poco predecibles, y que son el verdadero objetivo del nuevo urbanismo
David Harvey, en un contexto de análisis político bastante alejado del fascinante mundo del Instagram, define la posmodernidad como «la veneración de los fragmentos». Si bien nosotros supuestamente ya nos encontramos más allá de la posmodernidad, este concepto de construcción fragmentaria es una realidad a la que debemos enfrentarnos para poder crear una ciudad efectiva en un futuro, una ciudad adaptada a las nuevas normas. Junto a los indicadores «de siempre», estos nuevos factores virtuales se han convertido en vitales en la jerarquización de las ciudades mediante rankings. Si anteriormente las ciudades se jerarquizaban en función de su poderío económico, de su monumentalidad o de su oferta cultural, en la actualidad la interacción de sus habitantes con las redes parecen haber sustituido los anteriores parámetros. Una ciudad del siglo XXI solo lo es si lo son sus habitantes, si viven enganchados a la red global. Los análisis parecen decir que si tus ciudadanos no son activos en redes sociales, algo falla, tu ciudad no está construyendo el tejido virtual sobre el que se va sustentar la construcción virtual del futuro.
Si Instagram es el poder de una sola imagen, Twitter añade un conciso flash de información, una posibilidad de expresión, un medio para la palabra y su expansión ilimitada. Compartir sin fronteras y de modo inmediato, asociar a través de hashtags, buscar personas y contenidos similares a los tuyos: estas son herramientas claves del nuevo empoderamiento ciudadano, y los grandes movimientos sociales de los últimos años probablemente no hubieran sido posibles sin ello. Además, Twitter presenta la oportunidad de conocer en todo momento lo que es tendencia, un indicador de lo que debemos conocer para estar dentro de los fluctuantes márgenes de lo que es actual en cada momento, de las derivas de nuestro interés colectivo. La actividad en una red social como Twitter nos permite, en el mundo del urbanismo, medir tanto la actividad del ciudadano como su interés, las consultas que realiza, las modas y tendencias.
Pero, ante todo, Twitter nos permite jerarquizar los elementos virtuales, opuestos y heterogéneos, que componen la ciudad virtual. Es una herramienta política que, a través de la geolocalización, materializa el pensar individual y colectivo; nos permite saber qué tendencias predominan en los barrios y sacar conclusiones a partir de comentarios sobre votaciones políticas o productos de consumo y medios. Por ejemplo, las referencias al programa Mujeres, hombres y viceversa en ciertos barrios o, al contrario, su ausencia, nos facilitan asociar un tejido urbano a un modo de habitar, encontrar los focos calientes y fríos de nuestras ciudades. Por otro lado, Twitter y otras redes sociales nos dan las huellas de nuestros desplazamiento por la ciudad o incluso de sus paisajes sonoros. Como muestra el proyecto Density Design, las redes nos permiten establecer filtros de todo tipo para poder entender la ciudad desde todos los ángulos posibles, diseccionarla para poder estar al tanto de los cambios que se suceden a ritmo vertiginoso.
¿Hasta qué punto somos conscientes de cuánto desvelamos sobre nosotros y cómo puede ser aprovechado por otro en este reality show continuo que hemos creado?
Plantearse el límite de este espionaje virtual, o su legalidad, es indispensable si no queremos convertirnos en puros objetos de estudio, en los protagonistas de nuestro show de Truman. A través de las redes podemos saber quién ha estado dónde y cuándo e incluso su actividad en un Gran Hermano con tintes orwellianos, que no televisivos. Cabe plantearse, por tanto, cuál va a ser el límite en cuanto a la protección del individuo y la posibilidad de control de este por parte de terceros. Se supone que toda esta información la estamos proporcionando libremente, pero ¿hasta qué punto somos conscientes de cuánto desvelamos sobre nosotros y cómo puede ser aprovechado por otro en este reality show continuo que hemos creado?
Pero a pesar del miedo a compartir tanta información, hay muchas cosas positivas que surgen a raíz de ello. Tan accesible es la información que compartimos en redes sociales que herramientas online nos permiten a cada uno con increíble facilidad crear mapas temáticos, incluso crear nuestro propio análisis de la ciudad. The Geotaggers’ World Atlas por ejemplo, es un proyecto que genera mapas urbanos basados en la geolocalización de fotografías subidas a las redes sociales e indaga en la subdivisión entre turistas y locales. Con ello nos permite entender la ciudad como una serie de flujos constantes y contrapuestos, todos ellos relevantes para una buena dinámica urbana. Proyectos como este nos recuerdan que la ciudad no es el escenario, sino el hecho mismo de actuar en él. La ciudad no se hace si las fichas del tablero no se desplazan ni interactúan entre ellas. The City Beat, un proyecto de investigación de la Universidad de Cornell, aúna todo lo anterior: en este caso no se obtiene la información mediante un filtro, sino que presenta la información directamente, desnuda, es el latir en vivo de la ciudad como un organismo vivo.
¿Cómo se traducen todos estos datos en urbanismo, en arquitectura, en forma construida?
No han tardado en llegar las redes sociales destinadas exclusivamente al hecho de pertenecer a una comunidad, a un barrio, a la ciudad. Si Livehoods agrupaba a los usuarios de las anteriores redes sociales según su proximidad y permitía una interacción entre ellos, Nextdoor, o el Facebook de los vecindarios, permite al propio ciudadano que se implique en su comunidad real a través de una plataforma virtual. Teniendo en cuenta que vivimos en la virtualidad, el mundo online es el nuevo modo de hacer partícipes a los vecinos en sus comunidades.
La gran pregunta es: ¿cómo se traduce todo esto en urbanismo, en arquitectura, en forma construida? De momento, nos sirve como herramienta para conocer, como nunca antes se había imaginado, nuestras ciudades, a nuestros ciudadanos; y a su vez, aprender, absorber, para poder transformar, mejorar, evolucionar. Seamos francos, plantear la construcción de la ciudad como una materialización de lo virtual es un concepto utópico, quizás posible para un objeto aislado, pero que no supone una solución a gran escala. En São Paulo, ciudad que desgranaba en un artículo anterior, redes sociales como esta página de Facebook jugaron un papel fundamental en la elaboración del nuevo Plan Director, donde los ciudadanos podían conocer de primera mano todo el desarrollo del mismo, participar de las propuestas, proponer nuevas ideas. Es fundamental que las administraciones sean activas en este campo para un planeamiento efectivo, que entiendan las redes sociales como una herramienta indispensable y no complementaria, una herramienta increíblemente eficiente que puede ayudar no sólo al éxito de la política urbana, sino a agilizarla, a reducir sus costes y acabar con las trabas burocráticas que la hacen opaca a ojos el ciudadano. Directo, claro, y conciso, ese es el objetivo.
Pero, realmente, cualquier iniciativa, por muy innovadora que sea, trata de fomentar la ciudad que ya existe, la ciudad en red, la relación efectiva entre los miembros que la componen, para revitalizarla y activar su verdadero potencial. Lo vital es que cada uno de nosotros tiene más cerca que nunca herramientas para hacer ciudad con un solo clic, en el bolsillo de nuestro pantalón. Proporcionando información de modo consciente o inconsciente, desnudándose, el ciudadano desnuda a la ciudad, la despoja de los velos que la cubren para así poder ver la auténtica realidad que se vive a pie de calle, cuáles son sus normas, sus espacios, sus ventajas, sus problemas. Pues a tuitear, instagramear, likear, porque sí, sin saberlo, estás haciendo ciudad.