I am an observer of life,
a non-participant who takes no sides.
I am in the regimented society, but not of it.
Moondog, 1964[1]
Cuando más me gustan las tiendas de discos es cuando están vacías. En la época en la que viví en Nueva York iba siempre a la que está en la calle Carmine. La regentaban dos hombres de mediana edad con pañuelos en la frente a lo Sons of Anarchy —siempre vestidos con camisetas de Led Zepellin o Frank Zappa, aparentando ser dueños de un bar de carretera más que de una tienda de música—, y una señora latina que tenía toda la simpatía que a ellos les faltaba.
A esta tienda me gustaba ir cuando no había gente: al ser muy pequeña, sólo así se podía realmente bucear en ella y descubrir rarezas que ninguna otra tienda tenía. No había suficientes estanterías para guardar todos los vinilos, y los encargados tenían que buscar otros sitios para colocarlos, que solían significar cajas de cartón amontonadas formando columnas kilométricas e imposibles. Así que, cuando querías ver de cerca esa reliquia de Hendrix o de Dylan que se encontraba casi tocando el techo, tenías que ir a pedirle al motero que por favor te lo rescatara con unas escaleras, no sin antes comerte su mirada de «más te vale que me hayas hecho sacar al bueno de Jimi porque tienes unos buenos billetes en la cartera».
Me acordé de esta tienda cuando hace unos días paseaba por el centro madrileño. Entré en una tienda —aprovechando que estaba vacía, claro—, y tras un buen rato mirando aquí y allá, me di cuenta de que lo que estaba sonando en la tienda me encantaba, pero no era capaz de reconocerlo. Es difícil explicar a qué sonaba aquello: digamos que era una base de percusión tribal mezclada con violines que chocaban con varios instrumentos de viento, y voces momentáneas de un hombre cantando. Quizás sobre papel no suene muy prometedor. Pero doy mi palabra: era original y diferente. Me acerqué a la caja y le pregunté al encargado qué era lo que estaba sonando. Me sonrió con un «Me alegra que me hagas esa pregunta» dibujado en su cara, y respondió: «Es Moondog. ¿No le conoces? Este tío era la leche. Vivió durante treinta años en las calles de Nueva York, y siempre se ponía en el mismo sitio a pedir limosna, en la Calle 54 con la Sexta. Iba vestido como un loco, le llamaban «el Vikingo de la Sexta Avenida». Dicen que tocaba con instrumentos construidos por él mismo e iba vestido con ropa fabricada por él también. Compuso más de 15 discos en su vida. Ah, y era ciego».
Para rematar la historia, en ese momento empezó a sonar Bird’s Lament, un tema que yo había oído infinidad de veces, pero sin asociarlo a nadie en particular, o asumiendo que sería de Parker, de Davis, quizás Hancock. «Pero, ¿esta canción es suya?», le dije. «Sí, claro. Es una pena, muy poca gente le conoce.». Después de «soltar los billetes», como mis amigos neoyorquinos habrían dicho, salí de la tienda pensando en este curioso personaje.
Rápidamente descubrí que, a pesar de nunca haber escuchado nada sobre él, tenía una página web que contaba con todo detalle su vida, así como biografías escritas sobre su vida. Louis Thomas Hardin (también llamado Moondog) nació en Kansas (Estados Unidos) hace 101 años, en 1916. Mostró interés por la música y la percusión desde muy temprana edad, construyendo su primera batería a partir de una caja de cartón con tan solo cinco años. Se mudó con su familia a Wyoming cuando tenía 6 años y estuvo en varios colegios en distintas ciudades, hasta que a los 16 sufrió un accidente con un cartucho de pólvora y se quedó ciego.
Después del accidente, convencido de su pasión por la música, se inscribió en la escuela de ciegos de Iowa para estudiar en el conservatorio. No obstante, aprendió casi todas sus bases musicales de manera autodidacta a través de su oído y leyendo con libros en braille. Tras obtener una beca y estudiar durante un tiempo en Memphis, decidió mudarse a Nueva York para estar más cerca de la escena musical clásica del siglo XX y del jazz. Dejó a su primera mujer (el artista tendría varias historias de amor a lo largo de su vida) y puso rumbo a la gran metrópoli: llegó como muchos llegan a la gran manzana, con una mano delante y otra detrás. Y ahí, comenzó la leyenda de Moondog.
El nombre lo sacó de cuando vivió en Missouri más joven y junto a su perro «ladraba a la luna». No fue siempre vagabundo, como me dijo mi amigo de la tienda, pero casi. Hubo varios momentos en los que consiguió mantener el alquiler de algún apartamento en distintas zonas de la ciudad con el dinero que sacaba de algunas copias de poemas que vendía en la calle. El resto, vivió callejeando las calles de Nueva York y pasó la mayor parte del tiempo en su esquina de la 54 con la Sexta, tocando música con instrumentos construidos por él mismo y recitando poemas a diestro y siniestro.
Su apariencia era sin duda llamativa. Él mismo se construía los largos ropajes con los que vestía, acompañados de una larga barba blanca, un casco con cuernos y un escudo de vikingo. Moondog siempre fue seguidor de la mitología nórdica, de ahí su manera de vestir. Era estrafalario, extravagante y, sobre todo, asocial, no solo con otras personas sino también con otros músicos; casi nunca escuchaba música de los demás, decía, porque «estaba llena de errores».
A principios de los años 50, la presencia de un «loco con cuernos en la Sexta con la 54» tocando música se fue haciendo eco en la ciudad y no tardó en llegar a los oídos adecuados. Fuese o no voluntario, la localización que eligió nuestro protagonista para vagabundear estaba a escasas manzanas del Carnegie Hall, uno de los emplazamientos para conciertos de música clásica más míticos de Manhattan. Por este motivo, músicos que iban de camino al trabajo le vieron tocar y convencieron a Arthur Rodzinski —por entonces maestro de orquesta de la New York Philharmonic— para que le dejara acceder a sus ensayos y conocerle. Moondog comenzó entonces a asistir a los ensayos de Rodzinski y otros grandes maestros de orquesta, como Leonard Bernstein o Arturo Toscanini, donde aprendió valiosas lecciones en el arte de dirigir y componer música clásica. Tiempo después, se acordaría de Rodzinski dedicándole su Sinfonía Nº 50.
Pero a Louis no solo le interesaba la música clásica; fuera de las grandes salas también pudo sumergirse en el mundo del jazz. Su constante devenir por las calles del centro le permitió conocer a grandes nombres como Benny Goodman y Charlie Parker. Este último quedó tan sorprendido por el talento de Moondog que le sugirió grabar un disco juntos, pero desafortunadamente su temprana muerte les impidió llevar a cabo este proyecto. Bird’s Lament es un tributo a Parker, también llamado Bird.
Moondog se fue haciendo cada vez más conocido en la escena musical de Nueva York y, un día, fue a parar a la esquina Moondog (ese fue el nombre que se le dio al lugar que ocupaba) un productor musical que ofreció al aspirante a músico grabar unos singles. Esto dio lugar a la creación de su primer disco, Moondog on the Streets of New York, que incluso salió anunciado en el New York Times de la época.
Durante los siguientes años, malviviendo en las ajetreadas y tumultuosas calles de Manhattan, grabó varios discos en importantes sellos discográficos, como Mars, CBS y Prestige. La beat generation de los 60 le recibió con los brazos abiertos e hizo recitales con escritores de la talla de Allen Ginsberg o Lenny Bruce. Compuso bandas sonoras también, para películas como Drive. She Said con Jack Nicholson como protagonista. Estos pequeños trabajos le aportaron lo suficiente para comprarse una pequeña casa en el campo, al norte del estado de Nueva York, donde a veces, se retiraría para leer, componer y escribir. Aún así, la mayor parte del tiempo siguió viviendo en la calle. Nadie, ninguno de los ejecutivos de traje y corbata que pasaban por la Sexta Avenida, ninguna de las elegantes mujeres que pasaban por allí para ir a trabajar o hacer sus tareas, imaginaba que ese loco que parecía sacado de una película era un genio de la música.
Treinta años después de su llegada a la gran manzana, le ofrecieron hacer una gira por Alemania por un par de meses, que finalmente se convertirían en años. Solo una vez más volvió a Nueva York en su vida, y fue para dirigir a la Brooklyn Philharmonic Orchestra. Mucha gente, al no verle ya en las calles de Midtown, pensó que había muerto. De hecho, Paul Simon le rindió luto en su programa de televisión, teniendo que retractarse después, ya que Moondog no estaba muerto, sino ofreciendo conciertos en Alemania ―labor que le mantendría ocupado hasta su muerte, causada por un fallo en el corazón en el año 1999―. Fue en Alemania donde su capacidad creativa se vio más impulsada: contrató a una asistente, Iona Sommer, que después se convertiría en su agente, para que plasmara sobre papel todas sus composiciones y poemas.
Desde las calles de Nueva York hasta el resto del mundo, Moondog se creó una notable figura y una interesante leyenda. Muchos contemporáneos le reconocieron su talento y genialidad: el vikingo vivió en casa de Philip Glass durante un año, trabajando con él y componiendo música, única y exclusivamente dedicándose a eso. Se podría decir que Moondog hizo un voto interno secreto de pobreza y una promesa de vivir para la música sin obtener nada a cambio. El famoso compositor minimalista relata en este artículo que cuando el vikingo llegó el primer día a la casa, le ofreció la habitación más grande, pero Moondog la rechazó educadamente diciendo que quería ir a la más pequeña, «para poder estirar los brazos y sentir las paredes y los techos». Su carrera fue única y diversificada: compartió escenario con artistas como Ravi Shankar, grabó un álbum para niños con la niñera más famosa de todos los tiempos, Julie Andrews, e incluso Salvador Dalí le invitó a un happening en Carnegie Hall.
Moondog respiraba arte. Un icono de lo absurdo y lo mágico, que fue pobre la mayor parte de su vida y vivió sin ningún apego a pertenencias físicas o materiales. Pero fue, ante todo, honesto ante la vida, como pocos de sus compañeros de profesión podían serlo. Su meta fue crear, desde versos hasta instrumentos, composiciones clásicas o más vanguardistas. Es difícil no coger cariño a este loco individuo e incluso tenerle envidia. Escogió vivir la vida según sus propios términos y fue dueño de lo más importante, una libertad de vivir que pocos consiguen.
Hace unos pocos años, un grupo de artistas hizo un crowdfunding para grabar un documental sobre este simpático y excéntrico personaje. En 2014 consiguieron su objetivo económico para poder empezar a producirlo. En la actualidad, el film se está realizando y se espera que podamos verlo en nuestras pantallas a finales de este año. El trailer que servía de teaser para apoyar el proyecto abría con una entrevista al actor Jeff Bridges, en la que se le preguntaba cuál es el rol que siempre le ha gustado interpretar y nunca ha conseguido. Él contestaba «Moondog». En su discografía hay más de 1.500 composiciones, desde jazz hasta música clásica, pasando por música tribal o sonidos más experimentales. Y músicos de todo el mundo han reproducido su trabajo, como Janis Joplin o la Filarmónica de Londres. Moondog consiguió componer grandes obras en su vida que han pasado a la posteridad y que, afortunadamente, yo pude escuchar en una tienda de discos del centro de Madrid un sábado cualquiera. Menos mal que estaba vacía.