Una red de mirada mantiene unido al mundo, no lo deja caerse.
R. Juarroz
Lo primero que conocí de Ruido Blanco fue una anécdota. En una de las exposiciones de La Colmena colgaba una de las imágenes del libro de fotos de Elena Feduchi: «con todos y para el bien de todos. José Martí». Fue entonces cuando pasó el tarugo de turno y se reconoció en la pintada, y dijo: «ey, eso lo hice yo».
Bravo, colega.
Dudo que el tipo supiese quién era José Martí, y estoy convencido de que la ubicación de la pintada y del dibujo del corazón fueron accidentales. Sin embargo, Elena supo captarlo, la composición de esa imagen expone y denuncia mucho más que las sublimaciones particulares de un niñato pelao. En primer lugar, nos encontramos con un pronombre que podría abrazar a toda la humanidad; y, en segundo, con un órgano que necesariamente debe poseer cada partícula determinada de esa masa indefinida que designa el pronombre. Órgano y humanidad, corazón y todos, y al final con letras mayúsculas NAZIS.
Es imposible no pensar en J. L. Nancy cuando dice: «Me lo trasplantaron. Mi propio corazón (la cosa pasa por lo “propio”, lo hemos comprendido; o bien no es en absoluto eso, y no hay propiamente nada que comprender, ningún misterio, ninguna pregunta siquiera, […]) mi propio corazón estaba fuera de servicio por una razón nunca aclarada. Para vivir era preciso, pues, el corazón de otro».[1]
Estas palabras levantan ampollas en el viejo Yo que se encuentra y afirma a sí mismo, al mismo tiempo que confirman el misterio bajo el cual se esconden la comparecencia del otro y la singularidad de cada uno encontrada en el contacto con lo otro. ¿Puede tener cabida una pintada semejante en un mundo donde los trasplantes están a la orden del día, donde la alteridad atraviesa al sujeto de manera constante, donde las fronteras del yo y el otro son líquidas, donde los corazones se comparten?«Lock me into the shadows of your heart» cantaba Dylan allá por el 85, y quizás la función de obras como la de Elena sea señalarnos bajo qué sombras sí encerrar nuestros corazones y bajo cuáles no; o en otras palabras, detectar lo intolerable.
Lo que en un principio me pareció más atractivo fue lo insólito del trabajo. ¿Cómo logró retratar aquello que no tiene rostro? ¿Cómo se acercó al rostro de un pasado moribundo que aún amenaza el centro de nuestra ciudad?
Me encantaría poder seguir escribiendo el artículo comandado por la ligereza que da el tonito socarrón y la ironía. De hecho, ese era el plan. Sin embargo, fue abrir el libro de fotos Elena y se esfumó la tendencia a la gansada y la diversión.
Lo que uno se encuentra en la primera aproximación a sus páginas es la denuncia manifiesta de una historia de violencia. El retrato de distintas generaciones unidas en torno a una idea confusa y dominante que se apodera no solo de los que la adoran, sino también de los que tienen la mala suerte de toparse con sus pastores: boneheads, skinheads nazis, practicantes de un miedo del que no conocen el porqué ni el para qué y que, sin embargo, lo infunden en la arteria principal de Madrid.
Y es que pensar en pintadas es harto complicado, sean de la índole que sean, de los primeros homínidos o de los nazis. El arte, y más concretamente el arte en paredes, siempre ha sido la habilidad mágica del hombre mediante la cual se sustrae de sí mismo y se expone frente a sí siendo testigo de esa maravilla que algunos se empeñan en descifrar: el mismo hombre. El problema o la solución a la que nos acercan los trazos en la pared se podría formular de la siguiente manera: ¿y si acaso detrás de la maravilla pintada, detrás del propio hombre, no hay más que oscuridad, nada más que un sentido suspendido que se muestra apropiable pero en ningún caso totalizante? «Apagar la luz deslumbra más que encenderla», decía Roberto Juarroz, y lo decía con la verdad en sus palabras, ¿o acaso no nos asustan las sombras que levantan la multiplicidad de sentidos posibles, en definitiva, la vida?
No tenemos más que acercarnos a las imágenes de Elena para ver cómo estas nos hacen trabajar en la oscuridad; su trascendencia o su poder nos muestran la negrura de un sentido que al desbloquearlo, al devolverlo a su lugar —es decir, ninguno o cualquiera—, nos deslumbra dada su falta de dirección, paternidad o filiación. Por ello, acercarse a un trabajo como este, quizás complazca o quizás estremezca, pero lo que sí hace es denunciar la figuración mediante trazos de un sentido intolerable.
Sería ideal que lo que narran estas imágenes no poseyese ni un ápice de referencialidad, que el sentido le fuese privado por completo. Que esas pintadas, que esas aceras, no fueran un retrato o invocación de una subcultura del terror, hija de la atrofia afectiva, la idiotez y la falta total de humanidad. Sin embargo, es así, las pintadas se yerguen sobre la pared y esperan nuestro paso.
Lo que en un principio podrían parecer simples takeos esconden dispositivos evocadores de una verdad que pone en obra la muerte. Esas pintadas no guardan nada bueno en sus entrañas, más que sombras de violencia que se plasman en la pared y se abren como puntos de fuga y reconocimiento para aquellos que quieren acabar con la diferencia y la singularidad del mundo, y si algo es este mundo, es esa diferencia que se determina continuamente.
No podemos permitir que ciertas determinaciones del sentido, en este caso el movimiento nazi, anulen la igualdad del ser y su reparto. Y es justo aquí donde entra en juego Ruido Blanco[2] presentándose como una herramienta para desmitificar las imágenes, para presentar la aleatoriedad de su fondo y dotarnos de un punto de partida desde el que hacernos cargo de nuestro presente ya jamás desnudo o inocente pero siempre por venir.
¿Qué quieren que les diga? Siempre se ha dicho que una imagen vale más que mil palabras. Aquí hay unas cuantas. Yo por mi parte me daré una vuelta por Bernabéu con un POSCA en el bolsillo recordando que Elena nos ha entregado el testigo. En nuestras manos está realizar nuevos trazos que dibujen un sentido mejor, o mantener el silencio de las imágenes y con él su silenciosa interioridad que se muere por gritar y a veces lo logra.
[1] ^ Nancy, J. L. (2006). La mirada del retrato
[2] ^ El ruido blanco o sonido blanco es una señal aleatoria que se caracteriza por el hecho de que sus valores de señal en dos tiempos diferentes no guardan correlación estadística.