La fortaleza se estira oteando

las rutilantes mordeduras

de un ejército de excavadoras.

Se alza hoy intacta la madera

prometiendo un día derruirse.

Pero los niños casi inmunes

siguen con sus juegos

de toboganes, arena y polvo que muda sin parar.

Y tú, poeta dormido, no puedes evitarlo.

 

Tus pantalones ceñidos ya no pitan

cuando andas entre la muchedumbre.

Tu elegancia hueca,

tu pelo raído por el humo de los coches

que murmuran al pasar

«¡juventud! ¡Juventud tumefacta!».

Si eres solo un rastro de ingenio,

¿qué podrás hacer para que

tu fortaleza no se vaya cayendo poco a poco?

 

Las palomas sucias de tu roca se apabullan

y rompen sus alas en las nubes.

Las gotas en fuertes emboscadas

pican los paraguas de colores

tratando de rozar el terciopelo de tu traje:

todavía ignoran que eres un lunar entre la piedra.

Huyen las familias. Mueres, otra vez solo.

Y es que, ¿cómo esperas ser rey de este parque

sin más amparo que el de la lluvia?