No se equivoquen, el debate político sobre la pretendida independencia catalana —es decir, la construcción del relato político que es necesario para justificar las posiciones de cada uno de los actores— es primero conceptual, después jurídico y, por último, sobre las consecuencias. Gira y necesariamente colisiona en torno al concepto de democracia —en torno a qué debemos entender por sistema democrático—, deriva después hacia la búsqueda de la legitimidad de origen que da el Derecho y culmina en la explicación de las consecuencias de la independencia. Lo que sigue es una aproximación conceptual necesaria para poder mantener un diálogo enriquecedor, productivo y leal entre todos los actores políticos relevantes, más cuando lo que escuchamos, vemos y vivimos a diario son dos discursos enfrentados e irreconciliables. La «independencia o nada» de un lado, y «la ley y nada más» del otro. Ambos igual de incompletos, ambos falaces, ambos irresponsables. El propósito de este artículo es, desde los conceptos de democracia y el derecho internacional, analizar la actuación del Gobierno de Cataluña para, en otro posterior, repasar las posiciones políticas de todos los actores.

Afirmaciones oídas durante la celebración de la Diada como «o referéndum o represión» (Casals), «estamos en una España que está volviendo al franquismo» (Lloveras), «solo el Parlamento de Cataluña puede inhabilitar el Gobierno que yo presido» (Puigdemont), o «nosotros nos sentimos acogidos por el Derecho Internacional» (Junqueras), se enmarcan dentro de una estrategia destinada a sostener que la democracia se identifica con el ejercicio del derecho al voto del conjunto de la ciudadanía catalana, que existe un marco legal que ampara el presente proceso hacia la independencia y que, al final, no existen consecuencias perjudiciales del proceso (también se puede optar, sencillamente, por obviar este debate).

No hay que confundir lo efectista con lo esencial. Las consecuencias serían malas para ambas partes económica, política y socialmente, pero el debate que nos interesa en este caso concierne a la idea de democracia, cuestión esencial si se quiere convencer a quien piensa que legítimamente puede irse de que no se vaya porque es muy malo para él. En este caso, los partidarios de la independencia basan su discurso en una idea reduccionista del sistema democrático, limitándolo exclusivamente al ejercicio del derecho al voto.

El derecho al voto universal, libre y secreto es un elemento esencial de toda democracia, pero no aislado del resto del sistema

Todo sistema democrático se basa en una serie de derechos, de pesos y contrapesos entre los poderes separados que integran el Estado, al mismo tiempo que se dan instrumentos a las minorías para garantizar sus derechos y se establecen procedimientos reglados para el ejercicio del poder.

Si limitamos la idea de democracia a la ilimitada voluntad del pueblo emanada de sus votos, el sistema deriva hacia lo que Alexis de Toqueville llamaba «tiranía de la mayoría». Precisamente por esto la apelación al referéndum como única opción verdaderamente democrática no sólo es falaz, sino profundamente incoherente. El derecho al voto universal, libre y secreto es un elemento esencial de toda democracia, pero no aislado del resto del sistema.

Si pretendemos sostener un sistema democrático fuera de los procedimientos legales que ordenan el ejercicio del poder, en definitiva, más allá de lo que la ley permite, estamos creando justamente lo contrario. Ya encontramos en Aristóteles una clara opción por el gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres. Menos abstracto es Marco Tulio Cicerón, quien, quizá en una de las más bellas definiciones de la libertad que existen, afirma que «somos siervos de las leyes para ser libres»Es por esto que los episodios vividos los días 6 y 7 de septiembre en el Parlament hacen perder toda legitimidad de origen a las normas aprobadas por el mismo, al tiempo que destruyen toda apariencia democrática del proceso independentista. Un sistema que se fundamente en la imposición de la voluntad de la mayoría (mayoría que se discute en el caso catalán) sobre la de la minoría sin que ésta tenga herramientas para defender sus derechos, libertades y opiniones o que aun teniéndolas, no se respeten, está en las antípodas de los sistemas democráticos modernos.

Las leyes, en contra de lo que el liberalismo clásico sostenía, no son instrumentos del poder que limitan los derechos de los individuos; todo lo contrario, constituyen la única y verdadera garantía de la libertad y los derechos de todos los ciudadanos frente al ejercicio arbitrario del poder, o la desaforada voluntad de la mayoría. La Ley y su aplicación por parte de los poderes del Estado en Cataluña no es la herramienta para la destrucción de la democracia española, sino su última y más leal garantía.

Fotografía publicada en Flickr por Serge Derout bajo licencia CC

Decía Marta Rovira, portavoz de JxSí en el Parlament, que habían seguido ese procedimiento porque la oposición «no les habían dejado otra opción». Lo que no deja de significar que, al no contar con los apoyos necesarios para desarrollar su proyecto político, en vez de mantenerse dentro de las reglas e intentar alcanzar el apoyo suficiente para constituir las mayorías requeridas, se pisotea toda la legalidad vigente y se sacrifican los derechos del resto en pro de un bien mayor, la independencia. Surge irremediablemente, ante estas declaraciones, la inquietante imagen de la idea de la razón de Estado como justificadora de cualquier acción realizada por el poder, incluso al margen de la legalidad vigente, para salvaguardar el «bien de la nación».

Este discurso ha sido asimilado por amplios sectores de la política, la sociedad y los medios de comunicación, que asumen que el Gobierno del Partido Popular es el único responsable de la situación que vivimos por no haber negociado nada en los últimos cinco años. Sin duda este Gobierno tiene un importante grado de responsabilidad política en el enquistamiento del enfrentamiento (que trataremos más adelante), pero esto nunca puede justificar la sistemática violación de las leyes y el orden constitucional por parte del Gobierno de la Generalitat, como se deduce de las anteriores afirmaciones.

En los días posteriores a los acontecimientos del 6 y 7 de septiembre, se recordó también el papel del Partido Popular al impulsar el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Volvemos una vez más al imaginario de los partidos independentistas de sacralizar el voto emitido. El Estatuto era intocable porque había sido aprobado en un referéndum, decían. Huelga decir, una vez más, que el voto no puede por sí solo y al margen de los procedimientos establecidos, aprobar normas que no encajen en la Constitución, pero es más, esa es precisamente la función del Tribunal Constitucional: asegurar que todos los ciudadanos puedan disfrutar plenamente de los derechos fundamentales y que se respeten las normas básicas de convivencia que ordenan, desde la Constitución, nuestra sociedad.

La sentencia no fue una agresión contra los catalanes, su Estatuto o su autonomía, más allá del limitado alcance que tuvo. Todo lo contrario, aseguró el encaje constitucional de la norma estatutaria, como se hace en cualquier sistema jurídico equiparable al nuestro. Esa misma norma estatutaria que han intentado derogar sin las mayorías necesarias en el Parlament y, en esta ocasión, sin consultar a la sociedad catalana.

En lo que se refiere al aspecto jurídico-legal la cuestión es bastante clara. Respecto del Ordenamiento Jurídico español la actuación del Gobierno y el Parlament de Cataluña no se ajustan a Derecho. Las normas emanadas del mismo no tienen encaje constitucional y la actuación individual de algunos representantes políticos puede ser constitutiva de infracciones diversas que, como en todo Estado democrático de Derecho, habrán de ser investigadas por la autoridad judicial. De especial interés en este sentido es la lectura del manifiesto que, junto a 500 profesores universitarios, encabeza Fernando Savater.

La otra apelación recurrente de los partidarios del proceso de independencia es el amparo que el derecho internacional les ofrece y, más concretamente, el amparo del derecho de libre determinación. Ante esto solo cabe decir que es falso. El derecho internacional no ampara el proceso que se vive en Cataluña: el derecho de autodeterminación se predica de los pueblos coloniales o sometidos a graves violaciones de los derechos humanos, algo que no se puede decir de Cataluña. Pero es más, en los últimos meses han sido incontables las declaraciones de autoridades como Ban Ki Moon e instituciones como la Comisión Europea, el Parlamento Europeo, o el propio Consejo de Europa (institución creadora del sistema europeo de protección de los derechos humanos) que sostienen que este proceso queda fuera del amparo de toda legalidad nacional e internacional y que, de continuo, requieren el sometimiento al Ordenamiento Jurídico, el respeto a la Constitución y la búsqueda de una salida negociada. Sirva, finalmente, la «Declaración sobre la falta de fundamentación en el Derecho Internacional del referéndum de independencia que se pretende celebrar en Cataluña» emitida por la Asociación Española de Profesores de Derecho Internacional y Relaciones internacionales y suscrita por más de 400 académicos.

En definitiva, en vista de los hechos, ninguna definición medianamente seria, neutral y razonable de democracia puede afirmar que lo ocurrido en el Parlamento catalán haya sido una expresión plenamente democrática. Y frente al reto a la legalidad que está suponiendo el proceso independentista, los poderes del Estado han reaccionado con todos los medios a su alcance, excepción hecha de la aplicación formal del artículo 155 de la Constitución y de cualquier iniciativa política.

La clase política española, toda ella, nos ha fallado al rehuir una discusión necesaria para alcanzar acuerdos y soluciones

La principal consecuencia de todo lo ocurrido entre el 6 de septiembre y el referéndum de este domingo es que a los ciudadanos, por la vía de los hechos, se nos ha hurtado el derecho a un debate político completo, de fondo y serio. En ello tiene gran parte de culpa el Gobierno de España, que ha adoptado la pasividad como única estrategia política ante las reclamaciones políticas del Gobierno de la Generalitat y ante el desafío independentista. El Gobierno del Partido Popular ha hecho dejación de sus funciones desde hace cinco años y hoy, sin duda, tiene una importante responsabilidad política en el origen de este conflicto, una responsabilidad que la estricta aplicación de la ley por sí sola, por más que sea un deber inexcusable de todo gobernante, no puede ocultar ni solucionar.

El debate al que nos enfrentamos ahora no es tan solo sobre el encaje de Cataluña en España, sino sobre qué entendemos por España, cuáles son los elementos que determinan nuestra unidad o que nos abocan a nuestra separación. Un debate de ideas sobre si las diferencias lingüísticas, culturales o sociales son tales o no, y  si, en el caso de serlo, queremos construir Estados nación sobre la base de aquello que nos hace diferentes.

La clase política española, toda ella, nos ha fallado al rehuir una discusión necesaria para alcanzar acuerdos y soluciones. Unos por convicción, otros por incapacidad, algunos por imprudencia y muchos por mero cálculo político han bloqueado, boicoteado o imposibilitado el debate que hubiera evitado el drama al que han abocado a la sociedad española.

Para desgracia de todos, en los últimos años en España, la política, más que «el arte de lo posible, ha derivado hacia la versión de Groucho Marx, cuando dijo aquello de que «la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados».

Ahora ya sólo nos queda esperar que no sea demasiado tarde para que alguna de las propuestas que se hacen pueda solucionar no el problema político, sino el enfrentamiento social.

Fotografía de Mick ter Reehorst

*Imagen de portada: La Diada del 11 de septiembre de 2017. Fotografía publicada en Flickr por Asamblea.cat bajo licencia CC