Parece que Guillermo tiene motivos para estar contento. No por el frío que hace en Braunschweig, eso seguro. Pero algo del monte es orégano. Por ejemplo, la tarjeta (Studierendenausweis) que ha recibido con la formalización de su matrícula en la universidad, la cual le permite moverse de manera gratuita utilizando toda la red de transporte público de la ciudad e incluso cualquier tren (excluyendo los de alta —IC— o altísima velocidad —ICE—) dentro del Land en que se encuentra. O por el Studentenwohnheim en el que está instalado, una clase de vivienda protegida destinada a universitarios que supone la posibilidad de vivir en un piso independiente por unos 350-400 euros (o en uno compartido por unos 250-300 euros). Sin hablar de que la misma tarjeta universitaria le vale para hacer la colada barato o para las Mensas, que son comedores subvencionados en los que comer por unos tres euros.

Lo cierto es que todos los motivos que tenga allí Guille para alegrarse son pocos comparados con los que en Madrid le sobraban para que le doliera la cabeza. En comparación, matricularse de entrada en asignaturas que exigen un B1 o un B2 de alemán es un soplo de aire fresco. Eso contando con que en España trabajaba como becario por 700 euros a media jornada y con que en tres ocasiones le habían planteado la posibilidad de un contrato indefinido en la misma empresa por unos 1.250 euros a jornada completa. E incluso con una contraoferta externa.

Toda una suerte, se diría, puro triunfo. Algo totalmente inaudito para ese joven español menor de 25 años de cada dos que está en paro y, la verdad, no poco inaudito para el otro, que ya soñara unas condiciones laborales como esas. Por sorprendente que parezca, Guille no invertía su tiempo libre en dar las gracias a la diosa Fortuna, sino en calcular que, para un graduado en Ingeniería con su correspondiente máster, la expectativa salarial en España era de unos 23.000-25.500 euros brutos al año, mientras que en Alemania el entry-level —media de nueva entrada, que le llama— para un mero ingeniero titulado sin máster ronda los 43.000 euros brutos al año. Esto explica muchas cosas. Entre otras muchas, sus dolores de cabeza. Eso y que, pese a que en España los más exitosos puedan hacerse expectativas de presente, ni siquiera los que de ellos tienen un mínimo de sentido de la perspectiva parecen poder permitírselas de futuro.  

Paracetamol para una generación

José Ignacio Wert se refería a una ola de emigraciones como España no ha conocido otra igual desde la guerra civil como algo que «[…] nunca puede considerarse un fenómeno negativo». El mismo fenómeno este que Fátima Báñez identificó como «movilidad exterior». En respuesta al optimismo del Gobierno al respecto, conviene aclarar que el drama en cuestión no es tanto el de los emigrados que se las ven trabajando, ahorrando y formándose en el extranjero ni, por supuesto, el de los países de acogida, los cuales se encuentran disfrutando del rendimiento de un patrimonio intelectual que no han gastado un euro en producir. No: lo cierto es que, paradójicamente, el problema es algo que se queda en España.

Pero como ya se ha dicho, parece que Guillermo tiene motivos para estar contento. Quizá no demasiados. Aunque, al menos, sí los mismos que Daniel, toda vez que un graduado en Filosofía en Canadá es capaz de ganar entre 2000 y 2600 dólares al mes (el salario mínimo es de 11,25 dólares por hora) y de ahorrar lo suficiente como para pagar el alquiler, la cesta de la compra, el vuelo de ida y vuelta y un máster en Madrid al regresar —eso sí, de camarero, pero para qué fingir sorpresa—; o que Cecilia, al haber encontrado empleo en Chile antes siquiera de haber terminado Arquitectura; pero probablemente sí más que Erasto, en paro desde 2013 con una licenciatura y cuatro idiomas —dos de ellos, japonés y chino—, decidido a recorrer la península persiguiendo esa entrevista exitosa con una aerolínea que le permitirá marcharse cuanto antes. Nada que se pueda arreglar con una aspirina.

Si se trata de resumir cuentas, parece que, para toda una generación de españoles, no existe jamón serrano, terraceo ni buen clima que justifiquen el quedarse en su país. Como es notorio, esto es independiente de que aquí ya hubieran conseguido empleo o no, ante lo cual, si la cuestión ya era preocupante, lo es más.

Quizá es cierto, como insistía el señor Wert, que no pueda hablarse de fuga de cerebros; habida cuenta de que, también entre los emigrados, no es por su cerebro por lo que la mayoría de estos jóvenes van a encontrar empleo. Movilidad tampoco puede decirse que no haya, siempre que se hable sobre lo tautológico de cualquier migración y se tenga en cuenta la maestría con la que la cúpula del PP maneja el pleonasmo.

Queda, pues, por concretar de cuántas caras es el prisma del que se está hablando y se va a hablar. Cierto es que la faceta económica, en su hipertrofia, parece haber acaparado ampliamente la causa eficiente de la cuestión, pero no es porque no entren otros factores en juego. Factores como el prometeico esfuerzo tomado desde hace ya una década por una cierta clase divulgativa para conseguir significar esta generación de jóvenes, la mejor preparada en términos laborales objetivos de la historia de España, como una suerte de holgazanes sin interés en estudiar ni trabajar demasiado consumidos por el narcisismo virtual y las drogas blandas.

Si parece que no se podría culpar al graduado trilingüe, con un notable o sobresaliente de media, partícipe activo en la vida política y en el tejido asociativo de su comunidad o incluso entrepreneur con ambiciones, por no sentirse cómodo con la imagen y el papel que de él se hace en su país, quizá se esté dando algún paso para entender mejor por qué coge la puerta y se va. En cualquier caso, esta migraña generacional bien merece discusión, con los debidos rigor, atención e interdisciplinariedad. Y un debate posterior, por descontado.