Lo opuesto a la memoria no es el olvido, sino el ahora. El ahora de un presidente en campaña.
Recuerdo una columna de Manuel Vicent donde afirmaba: «Si a la hora de la muerte tienes sed es como si hubieras estado sediento toda la vida; si mueres resentido todo tu pasado se llenará de resentimiento en el último instante». El escritor hablaba entonces de la eutanasia, refiriéndose a ella como la búsqueda de «una armonía final capaz de regenerar una existencia terrible o desordenada», pero no se detengan en ese debate, sino en la capacidad de un segundo (aquel último o este mismo) para someter el pasado al gozo o la pena de lo inmediato.
Esta misma obsesión impregna Los enamoramientos (2011), de Javier Marías. La novela arranca con el asesinato de Miguel Deverne, un tipo felizmente casado y con hijos, un empresario acomodado, culto y afable. Hasta que un navajazo lo convierte repentinamente en otra cosa, en el «pobre hombre» de las noticias. «A nadie se le habría ocurrido llamarle eso en vida […] y ahora en cambio quedaba como tal para siempre». Qué castigo, que el acto miserable de un tercero te robe la vida en dos tiempos: la pasada, que queda reducida a una expresión («¡pobre hombre sin suerte!»), y la futura, que de pronto deja de existir para ti.
Piensen ahora en José Luis Rodríguez Zapatero y dejen que me explique. En los últimos años me he sorprendido en varias ocasiones refiriéndome a él como un pobre hombre. Un tipo que se hizo el harakiri y corrió a desangrarse a una madriguera. Tras una semana de acoso financiero a España, alentado por el primer rescate griego, el 12 de mayo de 2010 acometió un recorte del gasto social sin precedentes[1]. El objetivo: reducir el déficit, que rondaba el 11 % del PIB, y apaciguar una prima de riesgo que marcaba un máximo histórico de 164 puntos. Histórico como el amor, que es eterno mientras dura: después del recorte la prima dio un paso atrás, pero solo para coger impulso y seguir escalando hasta los 638 puntos de julio de 2012.
Por aquel entonces, Rajoy ya gobernaba con mayoría absoluta y había incumplido su principal promesa electoral al subir los impuestos por partida doble (IRPF e IVA). También había iniciado un recorte de 36.000 millones de euros y había aceptado un rescate (o «préstamo en condiciones muy favorables») para reflotar el sistema bancario. Semanas después pronunció una frase epatante: «Quien me ha impedido cumplir mi programa electoral ha sido la realidad».
Tras la debacle socialista de 2011, Zapatero se ha esforzado por mantener un perfil bajo —hasta su inesperada reaparición en Cuba y Bolivia— para amortiguar el estribillo de la «herencia recibida». Una silenciosa ocultación, como el rotar de los girasoles pero al contrario, que resuena a vergüenza y desengaño. Su paso por la Moncloa ha quedado, como la vida de Miguel Deverne, «teñido por su triste y sangriento final». Su epitafio está escrito y es el de la crisis.
No es mi intención rehabilitar su figura recordando las llamadas «conquistas sociales» de su primera legislatura. En primer lugar, porque habrá quien las aborrezca —matrimonio homosexual, aborto, memoria histórica—, y en segundo, porque los sucesivos recortes han borrado algunas del mapa —dependencia o ley de igualdad—. Lo que trato de explicar es que, ante una ruina escandalosa, hay dos posibles respuestas: asumir que se ha dejado de existir y convocar elecciones anticipadas o fantasear con la posibilidad de «regenerar» en el último instante un gobierno tan «terrible y desordenado» como las vidas de las que hablaba Vicent.
Sin embargo, para que el discurso de la recuperación funcione hace falta que los ciudadanos estén temerosos o alienados. Y el escenario de 2015 es bien distinto. Los electores no solo demandan una nueva política; quieren hacerla ellos mismos. El motivo es claro: gracias a la crisis, los detritos de la corrupción han terminado por saturar las tuberías del edificio inacabado que es España y han rezumado con violencia por los desagües de los partidos. El epitafio de Rajoy también está escrito, y más que el de la crisis será este otro: el de la porquería que brotó de las cañerías de la primera Transición[2], abonando el terreno a los partidos que nacen sin el pecado original de la misma. Lo que no quiere decir que no vayan a ensuciarse tarde o temprano.
«La nostalgia es una emoción corrupta», decía el historiador David Rieff (Boston, 1952) en una conferencia reciente. «Las cosas fueron mejor o peor en el pasado, ¿y qué? No creo que uno pueda tener una buena vida pensando en cómo era todo antes, y menos aún si no tiene memoria de ello». El autor hablaba de los jóvenes franceses de origen magrebí que no han experimentado las penurias de sus padres y que, por tanto, no sienten que tengan una deuda de gratitud con Europa. «Que nuestros padres lo pasasen mal no justifica que nosotros vivamos en guetos», pensarán. A las generaciones que se han hecho adultas después de la Transición les ha ocurrido lo mismo. Los viejos mantras constitucionales —la estabilidad política y la Monarquía como garantía de bienestar y progreso— no aguantarán mucho más si el único argumento que los sostiene es que hasta hace poco aquí hubo una dictadura y «déjate de experimentos que ahora vivimos mejor».
Rieff asegura en su libro Contra la memoria (2012) que «los colegiales de casi todos los países ricos saben cada vez menos de política contemporánea y casi nada de Historia. Nada está mal en sus cerebros, como deja claro su capacidad para retener estadísticas deportivas […], pero los jóvenes a menudo responden en las encuestas que el pasado les parece irrelevante en su vida diaria». El autor encuadra este fenómeno en una época, la nuestra, «dominada por la satisfacción inmediata, la cultura de la queja y el ensimismamiento»; en la que los mitos prevalecen frente a la historia exigente. Buena parte de esto es inocuo, aclara. Lo realmente peligroso, más que la indiferencia, es que el pasado se convierta en un «arsenal de armas» al servicio del presente.
El Partido Popular sufre pérdidas selectivas de memoria que prometen agravarse a lo largo del año. Tan pronto quiere olvidar la vida diaria —tres años insulsos al frente del Gobierno y quién sabe cuántos de financiación ilegal— como recordar el pasado remoto —tres décadas lejanas de pacífica alternancia con el Partido Socialista que hicieron de España, según proclaman, una «democracia madura»—. El problema es que aquí, en esta realidad en la que los programas políticos son sencillamente falsos y la gente sigue teniendo miedo a perder el trabajo, la memoria funciona al revés y el ahora es distinto al suyo.
Tres datos del último barómetro del CIS demuestran la falta de sintonía del Ejecutivo con el mundo exterior. El primero es que el 55 % de los encuestados cree que el paro es el primer problema de España (y el 78,6 % lo coloca entre los tres primeros). Los datos fueron recogidos tan solo un mes después de que Luis de Guindos asegurase en una entrevista que la gente «ha perdido el miedo a perder el puesto de trabajo”. En segundo lugar, el 81,3 % de los ciudadanos opina que la situación económica es igual o peor que hace un año. Mientras tres de cada cuatro ciudadanos percibe que el panorama actual es malo o muy malo, Rajoy proclama en el Congreso que el país «ha salido de la pesadilla, ha recuperado la confianza económica, goza de prestigio y vuelve a ser atractiva para los inversores». Y tercero, el 91,5 % de los encuestados cree que la situación política es igual o peor que hace un año[3], y los últimos sondeos de Metroscopia constatan la crisis del bipartidismo: Podemos ocupa la primera posición en intención de voto (22,5 %) y Ciudadanos, la cuarta (18,4 %). Será porque hablan de un presente que suena cercano. De un futuro que parece inminente. Porque saben que la urgencia es la nueva fe de los ciudadanos.
Y mañana, ya veremos.
[1] ^ Boletín Oficial del Estado. Real Decreto-ley 8/2010, de 20 de mayo, por el que se adoptan medidas extraordinarias para la reducción del déficit público. Lunes, 24 de mayo de 2010.
[2] ^ Varios autores sostienen que la crisis económica e institucional ha marcado el comienzo de una segunda Transición, especialmente desde la abdicación de Juan Carlos I en junio de 2014. El periodo actual se caracteriza, precisamente, por el cuestionamiento de las estructuras de la primera Transición.
La DEHESA, Guillermo de (2 de febrero de 2013): “¿Una segunda transición?”, El País.
ROSA, Isaac (2 de junio de 2014): “Queda inaugurada la Segunda Transición”, eldiario.es.
GARCÍA ABADILLO, Casimiro (30 de noviembre de 2014): “La segunda Transición o la III República”, El Mundo.
[3] ^ Algunos medios destacan, difundiendo en masa un teletipo de EFE, que «aumenta el optimismo por la situación económica», cuando lo que en realidad sucede es que disminuye el fatalismo ligeramente: el número de españoles que cree que la economía irá a peor se ha reducido un 2 % (del 16,4 % en 2014 al 14,4 % en 2015).