Como vimos en el anterior artículo, las redes sociales nos permiten interactuar con la ciudad, jugar de modo virtual con ella y con su imagen. Nuestra interacción con nuestro entorno puede, sin embargo, ir mucho más allá. En la ciudad física es necesario saltar a la realidad y jugar, pero jugar de verdad, los juegos de siempre o partidas virtuales sobre la fachada digital de Medialab Prado. Como si se tratara de un inmenso tablero, la ciudad se convierte en un espacio habitable de infinitas maneras, con innumerables reglas de juego. No tiene sentido concebir la ciudad como un concepto espacial o un aglomerado de ellos asociado a un uso concreto, como parece desprenderse de los planeamientos urbanísticos oficiales. En este tablero de juego, los jugadores, sus acciones y sus normas se superponen en el espacio y en el tiempo. Sin embargo, jugar no es jugar sólo a nivel lúdico, es interpretar la ciudad a todos los niveles como un espacio normativo. Un espacio con normas que condicionan un comportamiento, un espacio con normas de múltiples lecturas que permiten dar la vuelta a lo establecido, que pueden ser leídas de atrás hacia delante para conseguir una ciudad más rica, más compleja.
El juego, implícito en lo más profundo de nosotros, se convierte en la excusa para saltarnos estas normas, para convertir un mismo lugar en infinitos
La vida en la ciudad está plagada de juegos con sus propias normas: el juego de ir en metro intentando no mirar al de enfrente a los ojos o leer el periódico del de al lado; el juego de ir en coche y unirte al flujo, consciente de que con tus movimientos afectas la partida de los demás jugadores que te rodean; el juego de vivir la ciudad a plena luz del día, ante todos, o de aparentar ser un buen ciudadano, y también el de vivirla de noche, al resguardo de la oscuridad, completamente transformados. Si bien estos juegos adoptan distintas formas y llegan incluso al ámbito político (¿acaso la política no es una continua partida de cartas?), administrativo y económico —incluido un inmenso Monopoly inmobiliario—, es mejor alejarse de esta complejidad y centrarse en el verdadero juego, el que tiene carácter lúdico y nos es asequible a todos; una acción asociada a nuestra infancia que continúa latente bajo el disfraz de adulto.
Son los niños con su inocencia y su capacidad para habitar mundos imaginarios los que nos dan las claves de esta estrategia de recuperación urbana que es el juego. Condenado al ostracismo en la sociedad adulta, vetado para no hacernos perder la compostura ante las reglas del mundo de adultos que nos hemos creado, el juego, implícito en lo más profundo de nosotros, se convierte en la excusa para saltarnos estas normas, para jugar el mismo espacio con distintas reglas, para convertir un mismo lugar en infinitos lugares y convertir todas esas ensoñaciones en realidad. Subraya Jean Piaget que «el juego es la manera que tiene el niño de relacionarse con una realidad que le desborda». Y ante una realidad que nos desborda también a los adultos, a los que estamos en camino que serlo, no hay nada como volver al origen y aprender a mirar con ojos nuevos; salirse de los esquemas en que nos encajamos, romper las jerarquías y encontrar nuevos modos de relación, crear nuevas redes de socialización.
Jugar es una acción individual o colectiva que es nuestra principal y casi única estrategia de aprendizaje para adquirir competencias de alta complejidad, como andar, hablar o leer. En la infancia, es el marco de aprender a tratar a los demás, a vencer y ser vencido. En la vida adulta se limita a ser una forma divertida y distendida para relacionarse y conocerse, pero ya no es una herramienta clave en su desarrollo. El juego para adultos en la ciudad ha sido reducido a la figura del flanêur, o paseante que encuentra el placer en deambular sin propósito, como lo haría un niño. Para Guy Debord, un personaje a la deriva se desplaza sin finalidad abandonado a los requerimientos y sorpresas de los espacios que transita; practica una forma radical de distracción.
«Jugar es interrumpir la eficiencia utilitaria del ambiente urbano y lograr que la gente piense sobre lo que realmente nos hace humanos» (J. Baggini)
Sin embargo, con las herramientas que nos proporciona el urbanismo participativo, como ciudadanos tomamos conciencia de que podemos participar activamente de nuestro entorno y el juego adquiere un carácter físico: a través de él, cada lugar es susceptible de ser reconvertido y transformado, desde el nivel de la pequeña intervención que genera sorpresa y dinamiza lo cotidiano el streetpong, en el que dos peatones pueden jugar mientras esperan en un paso de cebra, hasta grandes intervenciones de recuperación de espacios. Estas instalaciones menores, que sugieren usos alternativos de la ciudad, están diseñadas para jugar con el mobiliario urbano y permiten la ocupación del individuo en los tiempos de espera, esos tiempos sin uso ni finalidad, intersticios sin valor en nuestra rutina productiva.
Como dice el filósofo contemporáneo inglés Julian Baggini en el artículo «Playable Cities: the city that plays together, stays together»: «jugar, en su sentido más amplio, significa cualquier tipo de actividad lúdica que no es un medio funcional para lograr un fin. En las ciudades la gente está a menudo completamente preocupada con lo que tiene que hacer, donde tiene que llegar, y jugar es interrumpir la eficiencia utilitaria del ambiente urbano y lograr que la gente piense sobre lo que realmente nos hace humanos». Baggini sostiene que el juego trae la recuperación del espacio urbano como espacio vivo y fluido, el carácter lúdico de la calle que subrayaba el intelectual y geógrafo Henri Lefebvre: multiplicidad de usos, multiplicidad de grupos, multiplicidad de significados. Es decir, el juego en la ciudad no es sólo una cuestión de transformación de espacios, sino de rutinas, de introducir de nuevo lo inesperado en el rígido esquema de productividad en que las hemos convertido. Dar de nuevo una oportunidad a la sorpresa, al fracaso, a la sensación de victoria por algo sin valor económico.
El entendimiento de la ciudad como espacio lúdico es impulsado por iniciativas como «The Playable City Movement», el «Movimiento de la Ciudad para Jugar», nacido en la ciudad inglesa de Bristol, a la cabeza en la aplicación real de las teorías más contemporáneas, aunque es tan antiguo como la ciudad misma. En la plaza de las iglesias y en las calles se jugaba al fútbol hasta que el coche lo tomó todo; o hasta que aparecieron las instalaciones deportivas para regular el deporte y limitarlo en otros espacios, en concordancia con planes urbanísticos que rallaban sobre el plano un color asociado a un uso (verde-fútbol), acotándolo en el espacio y el tiempo y oponiéndose por tanto a la naturaleza compleja y caprichosa de la ciudad.
Se trata de convertir el espacio, un concepto meramente físico, en un en lugar que contenga mucho más allá a través de la dimensión emocional, de la creación de un vínculo entre las personas y su entorno
El juego se convierte en la herramienta fundamental para lograr placemaking, para hacer del espacio público un lugar vivo. Se trata de convertir el espacio, un concepto meramente físico, en un en lugar que contenga mucho más allá a través de la dimensión emocional, de la creación de un vínculo entre las personas y su entorno. Paisaje Transversal, uno de los colectivos más activos en nuevas propuestas urbanas, llegó incluso a elaborar un proyecto de rehabilitación de un barrio mediante un Trivial Pursuit. También encontramos la propuesta del colectivo PKMN para la transformación de la Salt Lake City posterior a los juegos olímpicos de invierno con el lema «From Olympic Games to Urban Games». El juego, atractivo para todos, se convierte así en una herramienta entre profesionales y ciudadanos, en un modo de acercamiento directo al público y la consecución de su participación activa en los proyectos. La instalación, además, conseguía provocar interacciones entre ciudadanos que no se conocían, fortaleciendo los lazos vecinales e invitaba a redescubrir emplazamientos de su entorno, como una plaza o un parque, que habían dejado de ser espacios públicos de reunión e intercambio, para convertirse en sitios de paso.
La Nueva Babilonia de Constant es una concepción de las urbes del futuro como entes nómadas, un entendimiento laberíntico que unifique las ciudades más allá de sus características físicas en una sola red
Uno de los grandes poderes del hecho de jugar es su universalidad. Con pocas variaciones, los juegos infantiles se repiten en todo el mundo; este es un aspecto clave ante la globalización y el proceso de urbanización a nivel mundial. El juego se convierte en un punto de encuentro entre culturas, entre ciudadanos, es un modo efectivo de compartir experiencias, humanidad. En 2014, la exposición Playgrounds en el Museo Reina Sofía nos acercó a través del arte la universalidad de este hecho en distintas culturas y en las situaciones más adversas. Se mostraban infinidad de iniciativas artísticas en ciudades donde el hormigón lo ocupa todo y se acumula la pobreza; especialmente en aquellas que cobrarán más importancia en los años venideros, las que crecen sin control dentro de lo que llamamos «países en vías de desarrollo». Se podían ver también instantáneas que nos recuerdan que las ciudades más ejemplares, como Ámsterdam, no siempre fueron verdes, y que hizo falta la iniciativa de colectivos y activistas, como Aldo van Eyck, para poner en marcha la transformación.
El mundo del juego vuelve a este museo de la mano de Nueva Babilonia, la retrospectiva sobre el artista holandés Constant (Constant Anton Nieuwenhuys, Ámsterdam, 1920 – Utrecht, 2005). Su obra indaga incluso en la forma física de la ciudad del futuro, esa Nueva Babilonia, una concepción de las urbes del futuro como entes nómadas, un entendimiento laberíntico que unifique las ciudades más allá de sus características físicas en una sola red. Constant aseguraba mediante su experimentación haber solamente definido un concepto, y no una materialización —algo en lo que el presente y el futuro probablemente le den la razón, pues estamos viendo a ciudades dar enormes saltos hacia el mundo tecnológico, enlazadas en red, sin que ello parezca afectar su materialización—.
Más allá de poder hacer de la ciudad un espacio más humano y ameno, el juego es una herramienta política, un método para la participación que evita las barreras de lo burocrático
Una de las líneas de trabajo más interesantes de Constant —cuyos planteamientos enlazan con contemporáneos exploradores de la ciudad utópica como el grupo Archigram, Yona Friedman o los metabolistas japoneses— es el desarrollo de su trabajo en el marco del movimiento Provo. Este movimiento contracultural holandés, enraizado en el activismo anarquista y con tintes dadaístas, se asentaba sobre la base de utilizar lo lúdico como herramienta política. La inserción del juego como algo simbólico y su carácter inocente en sus acciones buscaba provocar al sistema mediante la combinación de humor absurdo y agresividad «no-violenta».
A través del «Plan Blanco» y haciendo uso de la pintura blanca como seña distintiva, los jóvenes Provos llevaron a cabo acciones que buscaban denunciar los conflictos a los que se enfrentaba la sociedad en aquel momento: la hegemonía del automóvil ocupando calzadas con bicicletas blancas en la acción Witte Fietsenplan (en la imagen de portada), la contaminación de factorías pintando sus chimeneas, etc. Un concepto simple, pero visible y pragmático, con unas reglas reconocibles y asimilables por todos que consiguieron poner ciertos asuntos en el punto de mira; unas reglas por las que ahora, casi medio siglo después, se admira a la sociedad holandesa. Más allá de lo meramente lúdico, de poder hacer de la ciudad un espacio más humano y ameno, el juego es una herramienta política, una voz para la denuncia al alcance de todos, un método para la participación que evita las barreras de lo oficial, lo burocrático, lo establecido.
Ante políticas oficiales de austeridad o de inmensos presupuestos innecesarios, cambiar las reglas del juego es rápido y económico, no necesita de grandes inversiones ni de consumir más territorio
En el marco de la Bienal de Arquitectura de São Paulo de 2013 tuve el placer de participar en un taller impartido por Partyzaning, un colectivo de jóvenes profesionales de Moscú que se dedican a transformar el desangelado espacio urbano moscovita, regulado por normas muy rígidas. En poco tiempo conseguimos crear espacios de juego que reinterpretaran el abandonado centro paulista, trasladando los mismos conceptos en realidades muy diferentes, aprovechando la morfología urbana y los espacios deshabitados y con añadidos simples: solares bajo acueductos convertidos en campos de deporte, callejones transformados en campos de voleibol.
Como decía Baggins en su artículo, es cierto que se podría considerar el juego como una respuesta frívola para resolver la idea de la evolución de las ciudades y de la encrucijada en la que nos encontramos ahora. Pero ante políticas oficiales de austeridad o de inmensos presupuestos innecesarios, cambiar las reglas del juego es rápido y económico, no necesita de grandes inversiones ni de consumir más territorio. Cambiar las reglas del juego comporta aceptar que el tablero del juego es el que es hoy: las calles, con sus calzadas generalmente anchas, sus bordillos, sus aceras generalmente estrechas y sus hileras de árboles, con el valor económico y espacial que tienen. Por tanto, no se busca alterar el tablero, sino únicamente las reglas del juego con las que jugamos en este tablero. Y cambiando las reglas del juego se pueden obtener buenos resultados en términos de democratización y dignificación del espacio público, así como de reducción de los impactos ambientales que acarrea la movilidad.
Los juegos, por tanto, no son sólo cosa de niños. El juego en la ciudad es y deber estar en todas las escalas. Jugar como herramienta social, de unión, de interrelación, jugar para disfrutar, jugar para recuperar, jugar para relacionar, jugar por jugar. Hay que invertir los fines de la sociedad del ocio convertido en bien de consumo y recuperar el ocio cuyo medio y fin es la relación humana, donde se difuminan las diferencias entre unos y otros y así encontrarnos para hacer ciudad.