Diógenes deambulaba por la ciudad como
un espectador irónico y sin compromisos,
sonriente y mordaz.
García Gual

 

Tengo un compañero francés con el que suelo volver caminando a casa. Hablamos de mujeres que vemos a diario. Comparamos la vida nocturna madrileña con la de París. A veces guardamos silencio, ambos cansados y arrullados por tanto alumbrado navideño, y yo miro a mi alrededor y silbo sin fuerzas. La mano izquierda en el bolsillo del abrigo. La derecha portando con estilo mi maletín de colegial.

—Eghes un flanêur —dice de pronto A. B.
—¿Qué?
—Búscalo en Google.

«Se refiere a la actividad propia del que pasea sin rumbo u objetivo por las calles, abierto a todas las visicitudes e impresiones que le salen al paso». Puñeteros franceses, siempre tan vanguardistas en decapitaciones y autodefiniciones urbanitas… Sigo buscando. No existe una Universidad del Flaneurismo donde impartan lecciones los fantasmas de Walter Benjamin, Thoreau o Robert Walser; tampoco un máster online. La única escuela posible es la ciudad y sus recovecos. En ella, calculo que A. B. tiene algo de razón. Debo estar en segundo de carrera. Primero lo cursé hace tres años, cerca del Mediterráneo, durante un paseo que alejó mis puntos de fuga.

De ese pasado gironí data una coincidencia minúscula relacionada con los cronopios. Vivir sin router me había obligado a adquirir unos hábitos estrictos subordinados a la programación de Radio 3. Cenaba siempre con Juan de Pablos y me acostaba con una edición de Alfaguara de los Cuentos Completos de Cortázar. La noche que me falló Flor de Pasión alquilé Blow Up en un videoclub offline. Terminó la película y abrí el libro por el marcapáginas. Me tocaba leer Las babas del diablo. ¡El azar había mezclado guión basado en con relato original! Las líneas del argentino completaron la película de Antonioni y al revés, en un mágico proceso de relación espectador/lector. Una anécdota de ridícula emoción seminarista que ejemplifica lo solo que estaba aquellas noches. En las que también escribía mucho, muchísimo, tratando de seguir las huellas de los pasos agigantados de Bolaño por el Barri Vell.

No logré ni acercarme a sus Llamadas teléfonicas, así que me eché novia. Y nuestra relación comenzó con el mencionado paseo, al que voy a añadir factores ambientales denominados noche y luna y la mejor temperatura de la estación primavera. A cambio, me ahorraré otros detalles en los que me mostré bastante torpe. Paso a describir directamente el momento álgido no relacionado con sexo: a la altura de la Pujada de Sant Feliu ella dijo «mira hacia arriba» y yo miré y no pude creer que no hubiese levantado la cabeza antes. ¿Qué vi? Fachadas, balcones y ventanas tapiadas. El universo por encima de mis zapatos. Ritmo o cadencia. Dos sinónimos de consonancia que ha encontrado WordReference y me ayudan a definir el instante en el que abandoné el plano cenital de Girona.

Si hubiese seguido leyendo y atizando Todos los fuegos el fuego, habría llegado hasta Georges Perec y el parisiense me hubiese obligado igualmente a levantar barbilla. No existiría magia de paseantes; sino metodología o metaliteratura. No aprendería a ver por contagio de alguien con amplitud de miras crónica; sino por prescripción textual y ejercicio de narración potencial. Me hubiese perdido el sentido romántico de aquella escena de cuarto creciente, y las que estaban por desarrollarse, encerrado en mi ático de 15 metros cuadrados al lado de la Dehesa y resto de viviendas de La vida: instrucciones de uso.

Paseando junto a la Pujada de Sant Feliu comencé a vivir en un cuento mejor que todos los que había escrito. Uno en el que no volvió a merecer la pena leer el amor en vez de practicarlo.

Aunque, antes de traicionar totalmente a mi narrador interior en aras de la mujer deseada, filtreé con ambos recorriendo la nueva realidad bidimensional con un cuaderno. Una Moleskine donde anotar fidenignamente mis visiones de flâneur rookie –el chino que se arremangó las pantorrillas del traje y se frotó las canillas con aceite de oliva en Sants, mientras la pareja sentada en el restaurante de la estación le miraba con mezcla de curiosidad y repulsión, esperando a que devolviera la aceitera a su mesa para poder acabarse las tostadas–, hasta que esas infidelidades de hoja rayada y pluma estilográfica comenzaron a parecerme una impostura en pleno 2011.

Además, terminaba describiendo a las personas que nos rodeaban. Los personajes secundarios del drama no ficcional encuadrados en brillantes escenas nocturnas. Y digo drama porque sus protagonistas no tuvimos un final feliz. Al final del cuento, simplemente, por mucho que me esforzase en despegar la vista de los transeúntes y retornar a la contemplación de fachadas y los antónimos de ceguera, era incapaz de ver más allá de un puto nido de paloma en un dintel.

Desprendido de todo poder óptico, terminé condenando al wifi y al transitar entre dos puntos con auriculares. Entre varios años. De un origen a un destino. Del piso a la oficina. De la oficina al parque más cercano con un tupper. De la oficina a casa en compañía de A. B. y sus indicaciones de búsqueda en Google, cerrando el círculo que me obliga a enfrentarme a este texto y la Moleskine que permaneció en un cajón todo este tiempo, donde encuentro una cita de novicio deambulador que había olvidado por completo:

Camina sota la pluja. Perd-te pels carrers. No t’espanti la solitud ni et giris, poruc, a mirar enrere.

Camina bajo la lluvia. Piérdete por las calles. No te espante la soledad ni te gires, miedoso, a mirar atrás. Miquel Martí y Pol. Esa línea estuvo ahí 48 meses, en mi cajón, esperando pacientemente el momento preciso de su relectura. Hacerlo fue comprarme un billete de vuelta hacia una ciudad donde me sentí vivo. No importa que no me acompañase quien me enseñó a recorrerla. Los mejores renglones levantan el eco de cualquier pisada. Por algo debemos ser siempre fieles, al menos, a nuestra propia literatura. Esa en la que nos vamos escribiendo mientras paseamos nuestros días repletos de rumbos y objetivos, cerrados a todas las impresiones que nos salen al paso, hasta que alguien nos invita a deambular.