«Where life is evil now./ Nanking. Dachau»
Sonnets from China, W. H. Auden (1938)
El busto de John Rabe (1882-1949) preside el jardín de un sobrio chalet en el centro de la moderna y dinámica Nankín, capital de la provincia china de Jiangsu. En la recepción, un extenso cartel le describe como «un héroe internacional» y promete que «el pueblo chino siempre le recordará como un guerrero por la paz». Durante sus primeros 55 años, nada en la vida de John presagiaba la enorme trascendencia que tendría en adelante. Nacido en Hamburgo, expatriado precoz, hombre de negocios respetable, padre de dos hijos y seguidor entusiasta y naif de Hitler en sus inicios, Rabe vivió treinta años en China. En Julio de 1937 dirigía la oficina de Siemens en Nankín cuando un altercado menor entre el Ejército chino y el japonés en el puente de Marco Polo en Wanping desencadenó la Segunda Guerra Mundial en Asia. Esta es la formidable historia, aterradora e inspiradora, de John Rabe en los días de la Masacre de Nankín, una matanza que dejó entre 50.000 y 300.000 víctimas y más de 20.000 violaciones.
En octubre de 1937, el Ejército japonés tomó Shanghái y quedó claro que Nankín, capital de la República, no resistiría. Centenares de miles de personas abandonaron la ciudad, incluido el Gobierno de Chiang Kai-shek, quien ordenó «defender la ciudad hasta el último hombre» antes de despedirse. Atrás quedaron los pobres entre los pobres, quienes no tenían a donde ir, y un puñado de extranjeros, John Rabe entre ellos. Junto a un grupo de colaboradores, el alemán creó y dirigió la Zona de Seguridad Internacional, que protegería precariamente a 250.000 ciudadanos chinos, y hospedó, entre diciembre de 1937 y febrero de 1938, a más de 600 refugiados en su propia casa. Durante ese fatídico invierno, su coraje y competencia salvaron centenares, quizá miles, de vidas, mientras las tropas japonesas perpetraban una de las mayores atrocidades de una guerra singularmente atroz. Los diarios que escribió John Rabe durante esos días de barbarie no vieron la luz hasta medio siglo después de su muerte y muestran el contraste entre la escala de las atrocidades y la humanidad de quienes se negaron a tolerarlas —entre bromas entrañables, párrafos de desazón y algún derrape antisemita—.
El relato de Rabe empieza en septiembre de 1937, con su decisión de permanecer en Nankín, que se fundamenta en tres pilares. Primero, como fiel empleado de Siemens, John quiere preservar los intereses de su compañía tanto como sus bienes. Segundo, sus sirvientes y empleados chinos, aterrados por la inminente invasión, se aferran a él como única esperanza de salvación. Con la falta de petulancia que le caracteriza, confiesa que «no puedo hacerme a la idea de traicionar la confianza que han depositado en mí». En retrospectiva, el tercer motivo resulta terriblemente tragicómico: Rabe se había afiliado al partido Nazi para abrir una escuela alemana en Nankín y profesaba una profunda admiración por Hitler y su «proyecto de paz». En su diario cita los versos de un himno fascista: «Somos los amigos de la clase trabajadora, / No abandonamos a los trabajadores —a los pobres— /en la estacada en tiempos difíciles». ¿Qué pensarían sus colegas chinos si traicionase los ideales de su partido? Como su representante en China, debía honrar al nacionalsocialismo protegiendo a los débiles.
A más de dos meses para la toma japonesa de Nankín, la aviación enemiga comienza a bombardear la ciudad. El miedo no amedrenta el humor negro de John. La entrada del 14 de octubre empieza con la frase «Sol radiante a las siete de la mañana, ¡espléndido tiempo para volar!». Rabe construye un modesto refugio para resguardarse de los bombardeos. En un primer momento calcula que entrarían doce personas como máximo. Pero su incapacidad para denegarle techo o ayuda a quien se la pidiese hace que a los pocos días fuesen treinta los ocupantes del refugio durante las alarmas. Lejos de enfadarse, John bromea: «¿De dónde viene toda esta gente? Muy simple. Todo chico [empleado] tiene una mujer, hijos, padre, madre, abuelo, abuela, y si no tiene, pues adopta a alguno». Su refugio acoge a quien lo necesite, pero sigue unas reglas estrictas de prioridad: «las mujeres con bebés tienen reservados los asientos centrales —los mejores—, después vienen las mujeres con niños mayores y, finalmente, los hombres».
«Los europeos estamos paralizados por el horror. Hay ejecuciones por todas partes», escribe en su diario tres días después de la caída de la ciudad
A finales de noviembre, el pánico crece conforme las tropas invasoras se acercan a Nankín. Los extranjeros que restan, en su mayoría misioneros, profesores o médicos, deciden crear el Comité Internacional de Seguridad. «A pesar de [sus] protestas», los miembros eligen a John Rabe como director, quien dispondrá a partir de entonces de una organización para canalizar el altruismo que hasta la fecha ha demostrado por su cuenta. El comité aspira a establecer una Zona de Seguridad, completamente neutra y desmilitarizada, para hospedar a 200.000 refugiados (serían 50.000 más). Chiang Kai-shek, aconsejado por su carismática mujer Soong May-ling, avala el proyecto y promete 100.000 dólares para financiarlo, aunque la ayuda final sería tardía y menor. Conseguir que el Ejército japonés acepte la neutralidad de Zona de Seguridad se convierte en la primera prioridad de John. Tras una tensa espera, las autoridades niponas emiten un comunicado, homenaje a la ambigüedad, en el que prometen a respetar la Zona de Seguridad siempre que sea militarmente posible, sin comprometerse políticamente.
La incertidumbre acerca de la posición japonesa acentúa la preocupación de Rabe y sus colaboradores, causada por las acciones de las tropas nacionalistas que se resisten a abandonar la Zona de Seguridad, violando el acuerdo alcanzado con Chiang Kai-shek días antes. Multiplicando sus esfuerzos diplomáticos, John se reúne con el coronel Huang. Este se opone a la protección de los refugiados y declara: «Cada pulgada de suelo que los japoneses conquisten deberá ser fertilizada con nuestra sangre. Nankín debe ser defendida hasta el último hombre». En su diario, Rabe estalla de indignación: «¿Qué se puede decir de opiniones tan monstruosas? […] Así que la gente abandonada porque no tenían dinero para escapar […], los pobres entre los pobres, tienen que pagar con sus vidas los errores militares del Ejército. ¿Por qué no forzaron a quedarse a los 800.000 habitantes adinerados de Nankín que huyeron?»
El 13 de diciembre de 1937, las tropas invasoras toman Nankín. Las atrocidades del Ejército japonés no tardan en rebasar los peores temores de John Rabe. «Los europeos estamos paralizados por el horror. Hay ejecuciones por todas partes», escribe en su diario tres días después de la caída de la ciudad. Al día siguiente informa por primera vez de las violaciones masivas que caracterizarán la Masacre de Nankín: «Anoche 1.000 mujeres y niñas fueron violadas. […] En la ciudad no se habla de otra cosa que de violaciones. Si los esposos o hermanos intervienen, les disparan». En paralelo, los soldados japoneses queman incontables edificios después de saquearlos «para borrar las huellas de sus crímenes», según Rabe. El día de Nochebuena, John visita un hospital de Kulou para ser testigo de la barbarie y, llegado el momento, poder denunciarla. Entre los cuerpos que ve, describe el de un hombre «con los ojos y la cabeza quemados con gasolina» o el de un niño «de unos siete años, con cuatro heridas de bayoneta en el vientre». Los cuerpos de los ejecutados yacen en las calles sin que las autoridades permitan a la Esvástica Roja (equivalente de la Cruz Roja) enterrar ni desplazar los cadáveres. Durante las seis primeras semanas de ocupación, no parece haber límites a la «brutalidad y bestialidad del Ejército japonés». En ese contexto, Rabe gestiona, protege, administra, transporta a refugiados y heridos, compra y distribuye comida, redacta quejas a la embajada japonesa, pide ayuda exterior y termina por convertirse en el alcalde de facto de la ciudad.
John moriría en su Alemania natal sumido en la ruina y el anonimato, tras ser arrestado por la Gestapo por dar a conocer la Masacre de Nankín, empañando el nombre de Japón, aliado del régimen nazi. Pero quienes vivieron la pesadilla de Nankín no dejaron de reconocer el mérito e impacto de su labor. El canciller Scharffenberg escribe: «el comité bajo la dirección de John Rabe […] ha hecho un trabajo milagroso […]. No es una exageración decir que han salvado decenas de miles de vidas». Para el Año Nuevo chino y después de arrodillarse tres veces en el jardín, los más de 600 refugiados que se alojaron en casa del alemán le entregaron una pancarta de seda. En ella inscribieron un poema incluyendo los versos: «Tienes el corazón de un Buda / y compartes su espíritu audaz. / Has salvado a miles de pobres / del peligro y la necesidad». Cuando Rabe tuvo que despedirse de la ciudad por orden de su compañía en febrero de 1938, tres mil mujeres arrodilladas en la Universidad de Nankín le suplicaron que se quedase. En los días de penuria de la posguerra en Alemania, colectas de dinero procedentes de Nankín permitieron que John llegara a fin de mes, devolviéndole el «entusiasmo por la vida».