¡Estamos de fiesta! Como si de la Semana Santa se tratase, la semana pasada vino cargada de toda una romería de eventos y aniversarios cruciales para Europa, estrechamente relacionados y sobre los que habitualmente pesa un profundo desconocimiento u olvido. Permítanme que les distraiga del fragor electoral local español y les hable un poco de lo que significaron las efemérides de esta semana: armisticio de la II Guerra Mundial, firma del Tratado de Londres y el Día de Europa, para todos nosotros.
Retrocediendo en el tiempo, volvemos a finales de abril de 1945: las tropas aliadas avanzan liberando Europa y el que fuera el poderoso Tercer Reich alemán se derrumba a ojos vista. Adolf Hitler se suicida en su guarida de Berlín un 30 de abril y, pocos días después, Alemania firma la rendición incondicional, el 8 de mayo de 1945 (70 años nos contemplan desde entonces) con los aliados occidentales y el 9 de mayo con los orientales (Rusia). Hasta aquí la parte más conocida, aunque sea por los desfiles en la Plaza Roja que salen en las noticias cada 9 de mayo.
El fin de la guerra trajo consigo el inicio de nuevos intentos por unir un continente que se encontraba en una situación lamentable tras ser el origen y epicentro de dos conflictos mundiales en treinta años, manteniéndose a flote gracias a la ayuda americana (Plan Marshall a la cabeza). En esta tesitura, se abrió en Europa un baile de proyectos unificadores de diversa índole, desde lo puramente económico a algo más político, así como variaciones en los estados participantes de cada proyecto. Los resultados también fueron variados, así que, para no dispersarnos, nos centraremos en los que a la postre acabaron siendo más relevantes y genuinamente europeos.
Un 5 mayo de 1949, tres años después de aquel discurso de Winston Churchill en la Universidad de Zúrich, en el que reclamó «unos Estados Unidos de Europa y la creación de un Consejo Europeo», se firmaba el Tratado de Londres (al que se adhirieron Bélgica, Dinamarca, Francia, Irlanda, Italia, Luxemburgo, Holanda, Noruega, Suecia y Reino Unido) y con él nacía lo que se conoce como Consejo de Europa. En su gestación, todo un parto, se enfrentaron dos formas de afrontar la realidad y la solución a los problemas europeos: mientras los centroeuropeos apostaban por el compromiso y la asunción de obligaciones a través de un tratado; los periféricos, con Reino Unido a la cabeza (lo de los Estados Unidos de Europa era más nominal que otra cosa), apostaban por un foro de diálogo y negociación sin compromiso alguno.
Finalmente, la postura periférica se impuso −e incluso se cumplió el deseo revanchista de excluir a Alemania en un primer momento− y las esperanzas depositadas en el Consejo de Europa como solución a los problemas europeos se vieron truncadas. Sin embargo, el Consejo de Europa aportó cosas interesantes a Europa, ya que acabó dando lugar al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y en 1955 inventó una bandera (el autor se inspiró en la imagen de la virgen de la catedral de Estrasburgo) e instituyó un himno (la «Introducción» a la 9ª de Beethoven, o Himno de la alegría) para Europa. Símbolos que en 1986 tuvieron a bien apropiarse las Comunidades Europeas con gran éxito, y, tal es así que el Consejo de Europa se tuvo que inventar otra bandera.
Entre aquellos que quedaron defraudados por el fracaso del Tratado de Londres, estaba un francés que tomó muy buena nota. Se llamaba Jean Monnet y exactamente un año (y cuatro días) más tarde iba a lanzar una iniciativa que cambiaría la historia de Europa. Con el apoyo de Robert Schuman, ministro de Exteriores de Francia, diseñó un plan: una Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), con la que buscaba afianzar la paz europea, integrando a Alemania (en vez de aislarla, como proponía la mayoría) y controlando los dos recursos clave para la guerra en aquel momento (carbón y acero), apoyar su reconstrucción y, de paso, lidiar con el problema de producción y desajustes de mercado entre los productores de ambos materiales.
Todo esto quedó explicado en una declaración de tres páginas (el primer borrador fueron 25) que leyó Robert Schuman un 9 de mayo de 1950 en el Salón del Reloj en el Ministerio de Asuntos Exteriores francés. No por casualidad, cinco años después de la rendición de Alemania, se le tendía la mano y se recordaba que «Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho». La CECA reunió a Alemania, Francia, Bélgica, Luxemburgo, Holanda e Italia (lideradas por grandes hombres como Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi o Paul-Henri Spaak, dispuestos a apostar todo su capital político en el proyecto). Si alguno echa de menos a los británicos, que no se preocupe: aprendida la lección del Tratado de Londres, al Reino Unido se le invitó a salir cuando quedó claro que no pensaba comprometerse lo más mínimo en este proyecto.
Desde entonces, el 9 de mayo fue la fecha elegida para conmemorar el nacimiento de las Comunidades Europeas y, posteriormente, la Unión Europea. Y puede que incluso, si Dios quiere (literalmente) se convierta en un futuro en la festividad de san Robert Schuman, pues su condición de devoto católico, de profundos y coherentes valores cristianos, ha llevado a solicitar su beatificación.
No obstante, este no sería el último proyecto nacido al calor de un mayo primaveral. En mayo de 1952, el Tratado de la Comunidad Europea de Defensa (CED) se firmaba por los mismos países que habían firmado la CECA, con el propósito de crear una verdadera Comunidad de Defensa, con recursos, mandos y soldados comunes e independientes, todo ello en plena Guerra Fría y sin tutela norteamericana. Calcule el lector el nivel de la apuesta.
¿Dónde fue a parar esto? Pues quiso la Historia que Francia, unos meses más tarde, con una IV Republica inmanejable y su Asamblea Nacional controlada por los diputados gaullistas, se arrepintiera de haber firmado el Tratado, rechazando su ratificación (paso necesario para que el Tratado tenga verdadero valor). Esa Comunidad Europea de la Defensa quedó como la gran asignatura pendiente en Europa, y así hasta el día de hoy, 65 años después.
Así que si tienen un rato, les invito a que echen la vista atrás y brinden por esa idea que nació hace 65 años entre las cenizas humeantes de lo que era Europa y que tomó forma de discurso en la voz de Robert Schuman para reconciliar enemigos y garantizar un futuro común. En un proceso de ensayo y error, en el que se quedaron por el camino el Consejo de Europa o la CED, llegamos a la Unión Europea que hoy conocemos. Un proyecto que nos ha permitido alcanzar cotas difícilmente imaginables hace 65 años —¿Recuerdan la peseta o el marco alemán, las colas en las fronteras o, en clave local, el dinero que han recibido nuestro campo o nuestras infraestructuras?—; pero también un proyecto que, lejos de estar concluido, es algo vivo, en construcción permanente (algunos dirán en crisis, de lo que hablaremos en detalle otro día) y al que aún le quedan muchas semanas europeas que celebrar hasta dar por conseguida la idea original y poder decir que nunca más habrá guerra entre nosotros.