En el bajo de un edificio residencial de la antigua concesión francesa en Shanghái, hoy un barrio exquisito con cafés a seis euros y todoterrenos sobrecualificados para calles recién asfaltadas, se encuentra el magnífico Museo del Póster Propagandístico comunista. La sección dedicada al imperialismo americano, demonizado desde la intervención de EE. UU. en la Guerra de Corea hasta el deshielo con Nixon, no tiene desperdicio. En un póster de 1953, de una modernísima fuerza visual, se ve a un obeso financiero verduzco lanzando calderilla desde un rascacielos de Wall Street a políticos, científicos y militares, mitad hombres, mitad perros, mientras en la calle un policía fustiga a un afroamericano, un miembro del KKK dispara a un viandante, un niño lee un revista de pornografía ligera y un cineasta graba un western omitiendo la realidad que le rodea. En otro de 1963, dos afroamericanos vigorosos ondean pancartas con mensajes en inglés y francés –Non à l’oppression raciale! (¡No a la opresión racial!)– sobre un fondo de revuelta y un mensaje, en chino, ratificando el apoyo comunista a los movimientos antisegregacionistas en Estados Unidos.
Al volver del museo, cruzando People’s Square, me encuentro con George Clooney, a escala septuplicada, anunciando relojes Omega mientras otea el horizonte. A su derecha se yergue la silueta colosal de Lebron “King” James, recordándonos que Nike no quiere que nos pongamos límites. A doscientos metros del sucesor de Jordan, en East Nanjing Road, la NBA ha organizado pachangas y tiros a canasta para los aficionados, que de sobra rebasan el aforo del evento. Uno de los espectadores, un niño chino de unos siete años, lleva una camiseta de «I love New York» con la bandera americana en el corazón. El cambio en la percepción de Occidente, y de Estados Unidos en especial, que se ha vivido en China en las últimas décadas parecía impensable hace un par de generaciones. En el Libro rojo de Mao, del que convenía «aprender de memoria sus frases clave, estudiarlas y aplicarlas reiteradamente», el líder comunista declaraba que el imperialismo norteamericano se había convertido en «el enemigo de los pueblos del mundo». Hoy la élite del Partido Comunista Chino manda a sus hijos a estudiar en las universidades de la Ivy League. ¿Cómo explicar una transformación tan radical?
La primera clave hay que buscarla en el origen del antagonismo chino-americano de la posguerra. En la guerra civil china de la que Mao y sus camaradas salieron victoriosos, Estados Unidos apoyó política y militarmente a los Nacionalistas, liderados por Chiang Kai-Shek. Es cierto que su ayuda fue menor y desganada: el secretario de Estado americano Dean Acheson les acusó de «la más grotesca incompetencia militar jamás experimentada por un ejército». Una vez los comunistas llegaron al poder, más allá del abismo ideológico entre el Gobierno chino y el estadounidense, la principal barrera que los separaba era de naturaleza geoestratégica. En 1949, las tropas nacionalistas tuvieron que refugiarse en la isla de Taiwán, pero EE. UU. siguió sin reconocer a la República Popular China. Cuando Kim Il-Sung lanzó su ofensiva hacia la República de Corea con el respaldo de Mao y Stalin, el presidente Truman anunció el envío de de la Séptima Flota al estrecho de Taiwán. Para el Partido Comunista Chino aquello suponía una intromisión inaceptable. En cuestión de meses los ejércitos chino y norteamericano se enfrentaban en la península coreana. El alto el fuego no se produjo hasta 1953, con la división actual de Corea entre los estados de la República Democrática Popular de Corea y la República de Corea. El saldo para China fueron miles de muertes y un segundo estado antagónico ―además de Taiwán― con una posición estratégica privilegiada y con el apoyo de Estados Unidos, que ya no podría ser sino el enemigo del pueblo chino en las dos décadas venideras.
El principal e improbable responsable del acercamiento chino-americano fue la Unión Soviética. El 14 de Febrero de 1950, China y la URSS firmaron el Tratado de Amistad, Alianza y Asistencia Mutua. Pero hay amores que matan, otros que mueren y unos terceros, como el de las dos grandes potencias comunistas del siglo XX, que hacen ambas cosas. Mientras Moscú se veía a sí misma como líder del bloque comunista, Pekín nunca renunció al sinocentrismo y ya en 1955 se negó a firmar el Pacto de Varsovia que pretendía contrarrestar a la OTAN. Cuando la URSS empezó a abogar por una coexistencia pacífica con los países capitalistas, Mao no ocultó su predisposición, si fuese necesario, a una guerra nuclear: «A lo mejor trescientos millones de chinos mueren. ¿Y qué?», declaró en la conferencia de Moscú de 1957. El gran timonel tampoco estaba dispuesto a ceder la hegemonía ideológica a la URSS y acusó a Nikita Khrushchev de «revisionismo» por sus críticas a Stalin. Más de una década más tarde, la escalada de tensión llevó a la URSS a colocar un millón de tropas en la frontera con su vecino sureño. Ante una posible invasión rusa, Mao pidió ayuda a cuatro mariscales del Ejército de Liberación Popular que habían sido enviados al campo para su reeducación durante la Revolución Cultural. El análisis de los militares sugería, con la cautela que enseña trabajar para un jefe como Mao, que los EE. UU. difícilmente permitirían que la URSS controlase China y que no sería descabellado buscar un acercamiento con ellos. Al otro lado del Pacífico, Washington había llegado a la misma conclusión tras atribuirle, erróneamente, a la URSS la responsabilidad de un enfrentamiento chino-soviético en la Isla de Zhenbao en el río Ussuri. La visita secreta del entonces asesor de Seguridad Nacional Henry Kissinger, el 9 de Julio de 1971, marcó el reinicio de las relaciones chino-americanas. En febrero de 1973, Mao declaró finalizado el periodo de enemistad entre China y Estados Unidos, que a partir de entonces debían considerarse amigos.
No es de extrañar que la cultura americana se meta hasta la cocina. Lo sorprendente es la escasa influencia de China en Occidente
La reconciliación política solventó el primer obstáculo para la penetración de la cultura y los productos estadounidenses en China. Quedaba por realizarse una apertura económica que ensanchase la clase media y permitiese la implantación de compañías extranjeras. Esta transformación le correspondería al incombustible Deng Xiaoping. Bajo su tutela, el Partido procedió a instaurar un sistema de producción dual, con precios fijos hasta ciertas cuotas establecidas y precios liberalizados después, compensando a los perdedores de la liberalización. Se potenciaron las Township and Villages Enterprises, unidades de producción de iniciativa local que pasarían a emplear de 30 a 140 millones de trabajadores en quince años. Además, Deng apostó por Zonas Económicas Especiales para liderar un crecimiento regionalmente asimétrico y aseguró que los líderes políticos locales tuvieran incentivos profesionales para estimular la economía de su región.
Hasta aquí he resumido, a grandes rasgos, las transformaciones políticas y económicas que han permitido en parte la irrupción del American Way of Life en China. No es de extrañar que la cultura americana, cuando se la deja maniobrar con libertad, se meta hasta la cocina: lo hace en todas partes. Lo sorprendente es la escasa influencia de la civilización más antigua y del país más poblado del mundo en Occidente. Mientras en las librerías de Hangzhou o Nanjing encuentro traducidas las obras de Russell, Shakespeare, Cervantes y compañía, apenas hay textos de Li Bai o Xu Wei en las librerías madrileñas, londinenses o parisinas. Al menos tres narrativas, no del todo excluyentes, parecen razonables: (i) la barrera a la expansión de la cultura china es fundamentalmente económica, conforme la industria cultural madure y se le vayan destinando recursos, esta penetrará en Occidente progresivamente; (ii) las ideas y formatos de la cultura china resultan menos atractivos en el mundo moderno, por lo que China solo podrá internacionalizar su producción cultural mientras no se aleje en exceso de los patrones occidentales; (iii) el principal obstáculo a la expansión de la cultura china es la pereza occidental por asimilar maneras de pensar alternativas. Este último punto se lo escuché al entrañable politólogo francés Dominique Moïsi hace unos años. Contaba que un amigo americano desestimaba la emergencia de China como una superpotencia con el siguiente argumento: «Puede que produzcan y consuman más que nadie, pero ¿sabes cuántos estudiantes americanos se van a cursar la universidad a China? Apenas unos cientos, si acaso pocos miles. Mientras tanto hay centenares de miles de estudiantes chinos en Estados Unidos. Quieren entender cómo pensamos, nuestra ciencia, técnica y filosofía». Entonces Moïsi le respondió: «Igual el problema lo tenemos nosotros, que no hacemos lo mismo». Quizás tenga razón.
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