Recuerdo[1] mi primer curso de macroeconomía en la facultad como si estuviese a un par de horas de enfrentarme al examen final. Aparte de cimentar mi forma de ver el mundo desde la perspectiva de quien entiende que cada pequeña decisión que tomamos individualmente acaba repercutiendo en el devenir (económico) de todos, incrementó mi interés en cuestiones de política económica por un motivo muy particular: el profesor que impartía dicho curso, a la par que meticuloso y carismático, era un experto en la situación macroeconómica española ─tanto que, poco tiempo más tarde, pasaría a formar parte destacada de sucesivos gobiernos─.
Corría la primavera del año 2003 y en aquella España boyante no existía la urgencia generalizada por reformar la estructura de nuestra economía con la que hoy vivimos. Sin embargo, en torno a la agenda de Lisboa se vislumbraban varios puntos de importancia estratégica que, de haberse abordado en aquellos años, nos podrían haber dejado en herencia un panorama significativamente más favorable hoy día. De entre todos los temas que tratamos en clase ─como el sistema de pensiones, la dualidad del mercado laboral, la burbuja inmobiliaria o la inmigración─ una frase cuasiprofética se me quedó grabada para siempre: «Estamos muy orgullosos de todo lo que crecemos, pero no es más que a base de sol y ladrillo. Tenemos que cambiar nuestro modelo productivo, nos la vamos a pegar».
Estamos muy orgullosos de todo lo que crecemos, pero no es más que a base de sol y ladrillo
Con razón se trata de un mantra repetido hasta la saciedad por economistas y políticos de todos los colores ─no hay más que leer la entrevista a Ángel Ubide en La Grieta justo antes de la elecciones generales de diciembre─. Como dato ilustrativo, en España lideramos la Unión Europea en número de bares por habitante[2]: en 2010 contábamos con un bar por cada 154 españoles, por los 314 habitantes de media que hay por bar en la UE28 ─ergo doblamos la media de bares de nuestros vecinos─ y eso que por ahí al norte no es que sean precisamente abstemios. Más allá del sector de la restauración y el ocio, nuestras empresas muestran ciertas características preocupantes. Ya que compararnos con Dinamarca se ha puesto de moda, voy a hacer lo propio con nuestras empresas.
Para empezar, España no es un país en el que haya un déficit de empresas: en 2011 en España había una media de 45 empresas por habitante, mientras que en Dinamarca hay solo 38[3]. Sin embargo, como se aprecia en la figura 1, en comparación con Dinamarca, España tiene relativamente muchas empresas muy pequeñas y relativamente pocas empresas grandes. En este caso es especialmente significativa la comparación con un país mucho más pequeño que el nuestro, ya que, si creemos en las economías de escala ─la ventaja que tiene producir y vender en masa─, nuestras empresas no se están aprovechando de ellas. Además, como nos muestran los datos de la OCDE (figura 2), las empresas pequeñas en España son en media relativamente menos productivas que en Dinamarca. En conclusión, el estereotipo del bar se cumple: tenemos un país de muchas empresas pequeñas e improductivas.
El estereotipo del bar se cumple: tenemos un país de muchas empresas pequeñas e improductivas
Las consecuencias de tal demografía empresarial son devastadoras. Al ocupar las pymes a alrededor del 60 % de los empleados en España[4], el que éstas sean más pequeñas y menos productivas conlleva no solo una mayor tasa de paro natural, sino que sus condiciones de contratación empeoren ─ porque la panadería de la esquina no puede ofrecer las mismas condiciones que una gran empresa tecnológica, y porque la falta de competencia entre empresas resta al trabajador alternativas laborales y, por tanto, poder de negociación─. Además, la escasa generación de riqueza, competitividad y crecimiento de nuestras pequeñas empresas, aparte de distanciarnos en conjunto del bienestar de nuestros vecinos noreuropeos, genera mayor desigualdad dentro de nuestra sociedad al tener solo una minoría de los trabajadores acceso a condiciones laborales favorables.
Las pymes ocupan a alrededor del 60 % de los empleados en España
A lo largo del tiempo se han diseñado políticas de todo tipo tratando de cambiar el panorama: desde subvenciones a ciertos sectores (por ejemplo, a las energías renovables) o actividades (como la I+D), la concesión de créditos oficiales para empresas, varias reformas fiscales y laborales (especialmente la reforma laboral de 2012), a la liberalización del funcionamiento de ciertos mercados (por ejemplo, el de los horarios comerciales). Sin embargo, son lugares como Berlín, Londres o Dublín los que atraen a quienes buscan fundar las empresas más productivas del continente. Cabe preguntarse qué es en lo que seguimos fallando.
La clave está en el tipo de empresas que nacen: no es que no se abran suficientes bares, ni que nuestros bares no sean eficientes o que no crezcan, sino que necesitamos que se abran más empresas tecnológicas en lugar de bares. He dedicado mi tesis doctoral a estudiar una de las posibles causas de que esto no esté ocurriendo: el tiempo que se tarda en entrar en ciertos mercados en España. Imaginemos que los trámites para obtener el permiso para abrir un negocio lleven de media cuatro meses, como era el caso en España antes de la reforma de 2013 según el Banco Mundial. Alguien con la capacidad de desarrollar una idea de negocio prometedora es muy probable que tenga buenas alternativas laborales. Dedicar cuatro meses de su tiempo a rellenar impresos, generar informes o pasar inspecciones significaría dejar de cobrar un buen salario durante ese tiempo. En consecuencia, es menos probable que decida seguir adelante con el proyecto ─por lo menos en España─.
Necesitamos más empresas tecnológicas y menos bares
Otro factor determinante del tiempo que lleva abrir una empresa es la falta de una infraestructura de apoyo a los emprendedores suficientemente desarrollada. Una de las grandes razones por las cuales tantos emprendedores se dirigen a Sillicon Valley en busca de desarrollar sus proyectos, es que ahí encuentran un ambiente de colaboración, apoyo y visibilidad para sus proyectos, que les permite salvar todo tipo de obstáculos gracias a la experiencia acumulada de todos los emprendedores que se enfrentaron a los mismos en su momento.
Desgraciadamente, las barreras de entrada a diversos mercados en España alargan el periplo de emprender con respecto a lo que recogen las estadísticas del Banco Mundial. A més a més, los permisos, licencias, inspecciones y demás requisitos necesarios para poder operar se multiplican cuanto más compleja es la idea de negocio ─o más poderoso el lobby en el sector correspondiente[5]─. Este es un frente que seguirá abierto por muchos años en nuestro país, como se ve diariamente en casos como el de Uber o la apertura de farmacias.
Por otro lado, si bien es cierto que el apoyo a emprendedores, tanto por parte de entes públicos, como privados, está creciendo mucho en España, la mayor parte de los emprendedores no reciben la ayuda que necesitan. Más allá de todas las iniciativas de aceleradoras, incubadoras y agencias públicas ─que, por su naturaleza, no pueden servir más que a una pequeña porción de los emprendedores─, iniciativas como JuntoSalimos, de la cual formo parte intentando llevar visibilidad, ideas y conexiones a todos los emprendedores, tienen que jugar un papel fundamental en cambiar el panorama emprendedor español.
Y mientras mejoramos nuestro país ─y nuestras perspectivas económicas─ por lo menos no nos faltará dónde ir a tomarnos una caña con su correspondiente tapita.
[1] ^Todas las opiniones expresadas son exclusivamente del autor y no reflejan necesariamente el punto de vista de las instituciones a las que esté afiliado el mismo.
[2] ^Eurostat
[3] ^Según datos de Eurostat
[4] ^Derivado de cálculos propios usando la ola de 2011 de la Encuesta Financiera de las Familias (EFF) del Banco de España
[5] ^En realidad, las cifras del Banco Mundial están calculadas para una empresa tipo, que no requiere permisos especiales más allá de los necesarios para cualquier empresa en España