A orillas del río Karnaphuli, la Corporación Oficial de Desarrollo Industrial emprendió, a principios de los años cincuenta, uno de los proyectos económicos más ambiciosos en la incipiente historia de la República Islámica de Pakistán. En su ribera se construyó una inmensa fábrica de papel diseñada para transformar la pulpa del bambú que crecía en las colinas de Chittagong, en la actual Bangladés. Poco después de su privatización en 1959, un evento tan bello como desafortunado puso en jaque la viabilidad de la instalación. El bambú empezó a florecer, un fenómeno excepcional que se reproduce cada cincuenta o setenta años, y murió acto seguido, volviendo inútil su pulpa para la fabricación de papel. Para evitar la catástrofe, se organizaron colectas de bambú por todo el Pakistán del Este y cultivos experimentales que fueron testados con éxito, diversificando y amplificando así los recursos de la fábrica.
Esta anécdota le sirve al genial Albert O. Hirschman para introducir su principio de la mano oculta (o hiding hand). Lo que este principio sugiere es que, en el momento de valorar la posibilidad de involucrarse o no en un proyecto, tendemos a omitir dificultades que, si las hubiésemos sabido de antemano, nos habrían hecho abandonarlo. No obstante, una vez estamos involucrados y encontramos problemas inesperados, recurrimos a la creatividad para hallar soluciones que tampoco habríamos anticipado. Es decir, de haber sabido que el bambú de Chittagong no tardaría en perecer, quizás los padres de la fábrica de Karnaphuli no habrían dado luz a la criatura. Sin embargo, una vez hecha la cuantiosa inversión inicial, empleado a miles de trabajadores y comprometido la prosperidad de la región de Chandraghona, no quedaba otra alternativa que encontrar soluciones a la escasez de pulpa.
Según la narrativa de la hiding hand, como las tropas de César en Farsalia —a quiénes la falta de suministros no dejaba más opción que la victoria—, los emprendedores fuerzan su creatividad en la fase de ejecución de sus proyectos hasta límites inalcanzables en la fase de planificación (cuando una retirada a tiempo sigue siendo viable).
Los emprendedores fuerzan su creatividad en la fase de ejecución hasta límites inalcanzables en la fase de planificación
Lo que Hirschman describe como la tendencia a subestimar las dificultades de cualquier proyecto se puede denominar optimismo emprendedor. Este sesgo forma parte de una inclinación general al optimismo que, según la psicóloga Tali Sharot, posee un 80 % de la población. Esto explicaría que, a pesar de que la tasa de divorcio en Occidente ronde el 40 %, virtualmente ningún matrimonio recién casado vea posibilidad de ruptura, o que el 93 % de los conductores varones crean que su pilotaje es superior al de la media. Llama especialmente la atención lo deficiente que es la valoración de nuestras propias capacidades: cuanto peores son, mayor es la tendencia a sobrestimarlas (efecto Dunning-Krueger). Los síntomas de este sesgo optimista se expresan con especial virulencia entre los emprendedores. Una encuesta realizada en EEUU revela que un 81 % de los dirigentes de pequeños negocios asignan a su empresa una probabilidad de supervivencia superior al 70 %. En la práctica, esa misma tasa ronda el 35 %.
Este superávit de optimismo podría entenderse como un inagotable generador de decepciones. Sin embargo, no faltan motivos para interpretar este fenómeno bajo una luz más benévola. La teoría microeconómica estándar predice que el emprendedor iniciará su proyecto si su beneficio esperado excede al coste estimado. Cuanto mayor sea su aversión al riesgo o la incertidumbre, mayores han de ser las ganancias proyectadas para convencerlo a emprender. El punto crucial es que mientras el coste del fracaso queda relativamente limitado al emprendedor, los beneficios de su éxito también atañen a consumidores, empleados, arcas públicas y otros emprendedores. Por lo tanto, si los emprendedores acertasen en sus predicciones de éxito, el nivel de emprendimiento total en la economía sería socialmente subóptimo. El optimismo emprendedor induce a los emprendedores a subestimar los riesgos implícitos en empezar un negocio, incrementando el emprendimiento y la innovación.
Subestimar los riesgos implícitos en empezar un negocio incrementa el emprendimiento y la innovación
Por otro lado, el segundo componente de la mano oculta se refiere al extra de creatividad que desarrollamos en situaciones de presión. En palabras de Hirschman, «la creatividad es siempre una sorpresa, por lo tanto […] no osamos creer en ella hasta que ocurre». Se deduce de este principio que para explotar el pleno potencial de la creatividad conviene subestimar las dificultades de cualquier proyecto en la misma medida que subestimamos la capacidad imaginativa.
Hirschman defiende que el mecanismo de la hiding hand permite reducir la aversión al riesgo de los emprendedores. Tras superar retos inesperados, estos encaran la incertidumbre con mayor seguridad, cumpliendo con la máxima nietzscheana «lo que no me destruye me hace más fuerte». Dos consecuencias adicionales emergen de este principio. Por un lado, los proyectos cuyas dificultades aparecen en estados de desarrollo más temprano o parecen más obvias corren mayor riesgo de no iniciarse. Esto explicaría por qué los organismos internacionales fueron tan dados en sus inicios a financiar programas de industrialización (en principio más fácilmente replicables) frente a los programas agrícolas. Por otro lado, la falta de fe en la imaginación humana podría, en algunos casos, justificar la exageración de los beneficios de un proyecto, especialmente político, que embarcase a la ciudadanía en un viaje para construir un futuro utópico y no lograse más que un mañana modestamente mejor.