El alcance de la cultura de las armas en Estados Unidos es visible en establecimientos como el Granite State en Hudson (New Hampshire). Por 35 dólares, sin apenas tener que responder preguntas ni seguir un curso de seguridad, se puede disparar una pistola con 100 balas. Tampoco es necesario ser ciudadano estadounidense.
En un sábado de agosto, jóvenes y mayores pasaban la tarde descargando su adrenalina contra dianas. El papel que se colocaba sobre las dianas, distribuidas en hileras, se podía personalizar: desde el rostro del Jocker de Batman hasta el de un delincuente. Detrás de los tiradores, un supervisor les daba indicaciones si tenían dudas. En la tienda, se vendían pistolas por unos 300 dólares y rifles semiautomáticos por 400. En un pasillo, colgaba un anuncio con descuentos para nuevos clientes. También fotografías de candidatos republicanos a las elecciones presidenciales de noviembre que vinieron en febrero al local durante las primarias en este Estado.
La banalización de las armas como icono popular, alimentado sobre todo por videojuegos y películas; la afición por disparar sin afán violento se palpaba en el ADN de la tienda. Y en tantos otros sitios.
Hudson es la última parada de un recorrido que me ha llevado en los últimos 15 meses a algunos de los epicentros del recurrente debate sobre la violencia armada en EE. UU. Ciudades como Charleston (Carolina del Sur), donde en junio de 2015 murieron nueve personas negras a tiros de un fundamentalista blanco, y Orlando (Florida), donde un año después tuvo lugar el peor tiroteo de la historia del país: 49 muertos por disparos de un simpatizante yihadista en una discoteca gay.
Tras cada matanza, parece ampliarse una brecha que hace cada vez más irreconciliables a partidarios y detractores en un debate enquistado. Esto aleja, pese a la conmoción y voluntades iniciales, cualquier posibilidad de impulsar grandes reformas que limiten las ventas de armas.
Un sector ve en la muerte de personas por disparos la mejor prueba de que es necesario restringir el uso de armas de fuego. Para estos, como el presidente demócrata Barack Obama, se evitaría un ataque en una escuela si el tirador no lograra hacerse con un arma.
Otro sector defiende lo contrario: son necesarias más armas y más seguridad para evitar matanzas. Para ellos, como Donald Trump, el candidato republicano a la Casa Blanca, el derecho individual a las armas es sagrado y la matanza sería menos probable si los profesores fueran armados.
EE. UU. es una excepción en el mundo desarrollado. Se calcula que hay un arma privada por cada habitante: unos 321 millones. Es la proporción más alta del mundo
El tiroteo de Orlando es un ejemplo de esta dicotomía. ¿La culpa es que el local tenía una seguridad laxa o que el tirador obtuvo legalmente un rifle militar pensado para ir a cazar, que dispara hasta ocho balas por segundo y se puede comprar en 15 minutos por unos 600 dólares?
La venta de rifles de asalto estuvo prohibida entre 1994 y 2004, cuando se levantó la restricción debido a la presión del sector armamentístico. Ahora, no hay consenso para impulsar una prohibición de ese tipo. De nuevo, Orlando es una prueba: tras la matanza, el debate mediático y político se centró más en las motivaciones del tirador y en el creciente temor yihadista en la opinión pública. Es decir, en el por qué, no en el cómo.
EE. UU. es una excepción en el mundo desarrollado. Se calcula que hay un arma privada por cada habitante: unos 321 millones. Es la proporción más alta del mundo. Yemen, con la mitad, se sitúa en segundo lugar. En EE. UU., cada día 297 personas reciben disparos de armas de fuego (89 de ellas mueren), según un promedio de la Campaña Brady.
Desde fuera, cuesta entender la epidemia de las armas en la primera potencia mundial y el fracaso de los intentos de endurecer los requisitos de compraventa. En EE. UU., la visión es más poliédrica.
El origen es lejano. La Segunda Enmienda de la Constitución, de 1789, ampara la propiedad privada de armas de fuego. «Siendo necesaria una milicia bien regulada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a guardar y portar armas no debe ser infringido», reza. Es un argumento de hace más de dos siglos, cuando el país acababa de nacer y buscaba afianzarse. Pero hoy se mantiene la obsesión por preservar la libertad individual y el miedo a la violencia en un país enorme y con zonas despobladas.
En junio del año pasado, viajé a Charleston para cubrir el impacto de la matanza racista de Dylan Roof, un supremacista blanco que entonces tenía 21 años, en una iglesia histórica de la comunidad afroamericana. Roof no debería haber podido comprar la pistola que empleó, pero se benefició de un resquicio legal.
Tras cada matanza, Obama repite el ritual: llora a los muertos y reclama al Congreso que apruebe una ley «de sentido común» que restrinja el acceso a las armas. No lo ha logrado.
A las afueras de Charleston, visité una tienda de armas que, el día posterior a la matanza, publicó un anuncio en el principal diario de la ciudad sobre una sesión recreativa de disparos. La tienda aseguró que la coincidencia con la noticia de la matanza fue un error, pero adujo que no tenía control sobre la fecha de publicación del anuncio. El consenso en el establecimiento era que la matanza no era consecuencia de la laxitud en la compraventa de armas sino del estado mental de Roof. Su tesis era que personas como él harían daño de cualquier modo, por ejemplo averiguando cómo fabricar un artefacto.
Volví a Charleston el pasado febrero. Roof está encarcelado y se enfrenta a una posible pena de muerte. La iglesia Emanuel ha reforzado la seguridad. Hay menos muestras de solidaridad en sus puertas. Un vecino me contó que la ciudad quiere pasar página: el debate inicial sobre violencia racista y acceso a las armas, explicó, se ha diluido. El único cambio relevante fue la retirada en la capital del Estado de la bandera de la Confederación durante la Guerra Civil. Roof posó en fotografías con la bandera, símbolo de los antiguos Estados esclavistas del sur.
Tras cada matanza, Obama repite el ritual: llora a los muertos y reclama al Congreso que apruebe una ley «de sentido común» que restrinja el acceso a las armas. No lo ha logrado. Lo hizo por última vez en su visita a Orlando el pasado junio: «Si no actuamos, seguiremos viendo masacres como esta porque decidiremos permitir que ocurran», dijo entonces.
Asegura que esa es su mayor frustración como presidente. Tras la muerte en 2012 de 20 niños y 6 adultos en una escuela de Newtown (Connecticut), se volcó en impulsar una reforma para extender el control de antecedentes, prohibir los rifles de asalto y limitar el número de balas. Se asemejaba a algunas de las restricciones que impuso Australia tras una matanza en 1996 y que han rebajado las muertes en ese país.
Si Obama fracasó entonces, cuando Newtown zarandeó a la opinión pública, parece improbable que no lo haga en casos parecidos. Orlando podía parecer otro punto de inflexión, pero nada ha cambiado. En enero, con lágrimas en los ojos, el presidente aprobó por decreto directrices para mejorar el análisis de antecedentes a los compradores, pero eran propuestas poco vinculantes.
Solo el Congreso puede lograr cambios de calado. Si, tras las elecciones del 8 de noviembre, el Partido Republicano mantiene la mayoría en ambas cámaras, parece difícil que los legisladores aprueben restricciones a las ventas de armas. Pero no es improbable: Trump y su rival demócrata, Hillary Clinton, coinciden en que las personas que estén siendo investigadas como sospechosos de terrorismo, o que tengan prohibido volar, no puedan comprar armas.
Hasta ahora los intentos de reforma han fracasado por la presión de la industria y la cultura armamentística en muchas partes de EE UU. El local de disparos de Hudson es una prueba de ello.