Yo llevo treinta años esforzándome

por limpiar de fango tu garganta

y no he aprendido nada.

El coloso, Sylvia Plath

 

Leyendo El demonio de la depresión de Andrew Solomon, me he encontrado con una definición sobre la enfermedad que me ha llamado mucho la atención. El autor se refiere a la depresión como una grieta en el amor: para ser criaturas que amamos, debemos ser criaturas que nos desesperamos por lo que perdemos, y la depresión supone el mecanismo de esa desesperación. Como cuando escucho un buen chiste, he pensado: «esta frase me la guardo». Aunque poco tiene de divertido el percibir cómo va aumentando el atractivo de un objeto a medida que este se aleja. Hasta cuando me quitaron los brackets noté un incómodo vacío en la boca, y eso que estaba deseando deshacerme de los hierros.

En su poema “Para un hijo sin padre”, Sylvia Plath alerta sobre el desamparo ante la pérdida: «Muy pronto notarás una ausencia / creciendo a tu lado, como un árbol». El padre de Plath murió por una herida que descuidó y que se transformó en gangrena. Un padre que simbólicamente la abandonó y a cuya figura la poeta recurrirá constantemente a lo largo de su vida y obra. «Yo solía rezar para recuperarte». En su poema “Papi” hace aun más evidente la envergadura de este impacto: «Yo tenía diez años cuando te enterraron. / A los veinte intenté suicidarme / para volver, volver a ti». Y sí, en 1953 Plath tuvo su primer intento suicida. En su obra La campana de cristal nos detalla minuciosamente a través de su álter ego, Esther Greenwood, sus amagos de quitarse la vida, ya sea con una cuchilla Gillette o vaciando un bote de pastillas.

 Sylvia conoció a Ted Hughes en una fiesta. Así nos cuenta su primer encuentro: «Me besó violentamente en la boca y me arrancó la cinta del pelo, mi pañuelo rojo que había soportado el sol y mucho amor y no volveré a encontrar otro igual, y mis pendientes de plata preferidos: já, continuaré, rugió. Y me besó el cuello y yo le mordí fuerte la mejilla y cuando salimos de la habitación la sangre le caía por la cara». Después Hughes diría que «el sistema solar nos casó esa noche».

bswise/Flickr(C.C)

bswise/Flickr(C.C)

La joven de pelo rubio y mirada inocente quería morir. Aquella que pintaba flores en los muebles de su casa y que se hacía llamar Sherry en su adolescencia.

 La dependencia de la poeta hacia el que sería su marido fue tal, que menos de cinco meses después de su separación llegaría a consumar su suicidio. En la película La mujer de al lado (1981) de Truffaut, Mathilde Bauchard se reencuentra con un amor del pasado. La que se nos presenta como una relación incompatible no tiene otra salida que la muerte. Es el resultado de la total dependencia, de un miedo desproporcionado a perder al otro. Plath se referirá a Ted como «mi salvador» o «mi perfecta mitad masculina». La poeta le llegó a acosar con tales muestras de atención que Hughes se sintió acorralado. Él no podía vivir bajo tal régimen de posesión y la dejó. Hay personas que se empeñan en seguir luchando contra lo irreversible, que sitúan el objeto de su felicidad a la otra orilla de un río sin puente. «¿Qué alivio puede extraerse de una roca para conseguir que un corazón asolado reverdezca?».

Para ser criaturas que amamos, debemos ser criaturas que nos desesperamos por lo que perdemos, y la depresión supone el mecanismo de esa desesperación.

Aunque solo se le trató por episodios depresivos, a día de hoy el diagnóstico de Sylvia Plath parece claro: todo apunta a que padecía un trastorno bipolar de tipo II. Este se caracteriza por episodios de depresión grave que conducen a actos involuntarios de autoagresión alternados con épocas de euforia no excesivamente llamativa o por lo menos insuficiente para desembocar en un ingreso. La misma Plath era consciente de estos vaivenes que la llevaban de un extremo a otro:

 Es como si mi vida fuera mágicamente manejada por dos corrientes eléctricas: jovial y positiva y desesperadamente negativa; la que sea que me esté gobernando en el momento domina mi vida, la inunda. Ahora estoy inundada con desesperación, casi histeria, como si estuviera siendo sofocada.

 Sylvia vino a confirmar la estadística de que uno de cada cinco pacientes afectados por esta enfermedad trata de quitarse la vida, y que el porcentaje de los intentos de suicidio en este colectivo es 30 veces mayor al registrado en la población general. Probablemente en sus momentos depresivos, la poeta recurría al recuerdo de la exagerada felicidad vivida en sus momentos de histeria, a aquella realidad idealizada, a aquel marido también idealizado. Testimonio de estos momentos de euforia es esta carta del 29 de abril de 1965 en la que la poeta escribe a su madre:

 Estoy tan repleta de amor y alegría que apenas puedo parar ni un minuto de bailar, escribir poemas, cocinar y vivir (…). He escrito los siete mejores poemas de mi vida, junto a los cuales el resto parecen balbuceos infantiles. Cada día aprendo a utilizar nuevas palabras y mi manera de utilizarlas es más ebria que la de Dylan, más dura que la de Hopkins, más joven que la de Yeats.(…) Físicamente, nunca me había sentido tan sana: irradio alegría y amor como el sol. (…) ¡Lo que consigo cocinar en un solo fogón de gas!

 En un fogón de gas es donde acabaría cocinando su propio cuerpo. Sus delirios de grandeza también se reflejarán en su labor como escritora. El 16 de octubre de 1962 había escrito a su madre: «Soy una escritora de genio; se me ha concedido el don. Estoy escribiendo los mejores poemas de mi vida, los que me harán famosa». Y eso que luego dirá: «Prefiero a los médicos, a los abogados, a las parteras… A cualquier cosa antes que a los escritores, son la cosa más narcisista que existe». Suponemos que se incluía en tal definición.

Retomando la primera carta, así se referirá a  Ted: «Su buen humor es la sal de la tierra; jamás me había reído tan a gusto en mi vida. Me cuenta cuentos de hadas, de reyes y caballeros vestidos de verde, y ha inventado una maravillosa fábula acerca de un pequeño hechicero llamado Snatchcraftington, que se parece a un tallo de ruibarbo. Me cuenta sueños, maravillosos sueños de colores, sobre unos zorros rojos…».

Ted Hughes y Sylvia Plath. Flickr/summonedbyfells (C.C)

Ted Hughes y Sylvia Plath. Flickr/summonedbyfells (C.C)

 En este poema también está latente la felicidad que corre a cargo de la figura de su marido:

 ¡Cómo no va a estar contenta

la mujer de este Adán

cuando toda la tierra, respondiendo a su llamada,

brinca de alegría, ensalzando la sangre de semejante hombre!

No es de extrañar por tanto su desolación ante la partida de Hughes, teniendo en cuenta su alto grado de dependencia hacia el también poeta y la distorsionada imagen de perfección que tenía de este. Es de hecho en su partida donde surge la «grieta en el amor» a la que se refiere Solomon, la que anteriormente experimentó con la muerte de su padre, la desesperación ante lo que se pierde. Plath se encontrará sin recursos al verse abandonada:

No creía en la cura. Si el corazón es frágil, como una taza de porcelana, y una gran pérdida lo hace añicos, ni todo el tiempo y la bondad del mundo podrán ocultar las feas grietas. En cuanto el precioso líquido del amor se derrama, te quedas seca. Seca y vacía.

 Se horrorizará al mirarse a sí misma, al analizarse sin incluir a Hughes en la ecuación. «Tienes miedo de quedarte sola con tu propia mente», escribe, y nos recuerda al mencionado personaje de Truffaut que se quita la vida por no saber concebirla sin la persona con la que quiere pero no puede compartirla. Personaje que no encaja en el mundo sin su otra pieza.

Cocida en arcilla color sanguina,

la cabeza de la modelo

No encajaba en ninguna parte.

 A lo largo de su vida Sylvia se sentirá atrapada en lo que ella se refirió como una campana de cristal, campana que no le permitía apreciar los placeres y en la que flotaba la angustia. «Para la persona encerrada en la campana de cristal, vacía y detenida como un bebé muerto, el mundo mismo es (…) una pesadilla». En su poemario póstumo, Ariel, Sylvia expresó una euforia creativa que antes había venido enfocando hacia Hughes. En este se concentra la catarsis antes del suicidio.

Plath se referirá a Ted como «mi salvador» o «mi perfecta mitad masculina». La poeta le llegó a acosar con tales muestras de atención que Hughes se sintió acorralado.

La joven de pelo rubio y mirada inocente quería morir. Aquella que pintaba flores en los muebles de su casa y que se hacía llamar Sherry en su adolescencia. Y cuando no buscaba a la muerte hinchaba su ego y subía por encima del resto como un globo de gas. En sus momentos de histeria se creía perfecta, luego echaría en falta tal sensación. En una de las primeras entradas de su diario (con solo 16 años) escribe: «Me agradaría referirme a mí misma como la muchacha que quería ser Dios».

 ¿Estaba sentenciada a la muerte? Eso parece sugerir la lectura de Ariel. Sin embargo fue Hughes quien llevó a cabo la reordenación de los poemas de este, llevándonos a una muerte inminente, a un destino grabado a fuego como «la mancha de nacimiento con caracteres que ningún canto de gallo puede borrar». Sin embargo la disposición original de los poemas nos lleva a una lectura muy distinta: Plath cerraba el libro con una insinuación de renacimiento, de resurgimiento a la vida, la secuencia empezaba con la palabra «amor» y acababa con la palabra «primavera». Al igual, la protagonista de La campana de cristal, reflejo de la autora, también consigue salvarse tras merodear al filo de la muerte.

Plath, Sylvia. Ariel, 1966. Fotografìa de Conrad Bakker/Flickr(C.C)

Plath, Sylvia. Ariel, 1966. Fotografìa de Conrad Bakker/Flickr(C.C)

 La enfermedad de Sylvia tiene mucho que decir, más allá de su dependencia afectiva y como desencadenante de esta. Sus episodios depresivos la lanzaban como un imán a palpar los encantos de la muerte. Para Plath el ser humano y el mundo nunca estaban en equilibrio: o se le presentaban como un abrazo negro que la ahogaba, o se arrodillaban ante cada uno de sus pasos. Fue una vida sin escala de grises, sin reposo, o blanco o negro, histrionismo o muerte.

Sylvia Plath murió sin conocer la enfermedad que padecía y, aunque sin curación, esta podría haber remitido con la mera administración de litio. Como si se tratase de equilibrar el sabor de una salsa, demasiado dulce o demasiado amarga. ¿Qué habría sido de ella si hubiese recibido el tratamiento adecuado? Habría que verla nacer de nuevo y tratarla para saberlo. Pero está claro que su escritura sin sus fantasmas no habría podido repetirse. Como dice la propia autora, «la belleza nacida de la audacia es mucho más valiosa». Por algo Robert Lowell definió su obra como «la autobiografía de la fiebre». El último poema que escribe, la víspera del suicidio, recoge una despedida definitiva. Despedida en la que se materializa aquello que tantas veces ya ha intentado, en la que también fluye su deseo de perfección, que por fin alcanza a través de su hazaña. Logra deshacerse de sus anhelos afectivos, de la figura de su padre y de Ted, consigue dejar de respirar el angustioso aire que fluye dentro de la campana de cristal, porque los muertos no respiran.

 

La mujer alcanza la perfección.

Su cuerpo

Muerto porta la sonrisa del deber cumplido,

La ilusión de una necesidad griega

Fluye por los papiros de su toga,

Sus pies desnudos

Parecen estar diciendo:

Hemos llegado hasta aquí, es el fin.

Dos bebés muertos hechos ovillo, serpientes blancas,

Cada uno prendido a un pellejo

De leche, ya vacío.

Ella los ha replegado

Hacia su cuerpo como pétalos

De una rosa que se cierra cuando el jardín

Se endurece y las fragancias sangran

Desde las dulces y profundas gargantas de la flor nocturna.

La luna no se habrá de entristecer,

Allá en su atalaya de hueso.

Tiene, de todo esto, la costumbre.

A rastras crujen sombras negras.