El Diccionario de Literatura para esnobs de Fabrice Gaignaut recoge con gracia una serie de nombres que conforman un Olimpo de personajes de culto. De esta selección de personalidades, una gran mayoría, sobre todo las mujeres, adquieren este estatus siguiendo dos patrones no necesariamente excluyentes: vidas de desenfreno o vidas atormentadas. Estas segundas suelen ser más veneradas, ya que el morbo empuja a la devoción incondicional por estas nuevas mártires, principalmente suicidas, sociópatas o psicóticas. En el apartado dedicado a damas inglesas menciona a Nancy Mitford como mascarón de proa de estos «especímenes bastante extraordinarios que se dieron a principios del siglo XX en la aristocracia y la alta burguesía británicas», pero pasa por alto aquello que alimenta todavía hoy el interés por esta mujer: su familia. Y es que Nancy no es más que la pieza más celebrada de un puzzle de seis hermanas, hijas de Lord Redesdale, que conforman el universo de las hermanas Mitford, cuyo legado provoca una fascinación capaz de atrapar a quienes un buen día se deciden a curiosear entre sus aventuras.
El primer cebo para entrar en el terreno de las Mitford suele ser la descripción con la que un periodista de The Times marcó el rol de cada una, como si de las integrantes de una girl band se tratara: «Diana la fascista, Jessica la comunista, Unity la amante de Hitler, Nancy la novelista, Deborah la duquesa y Pamela la discreta experta en aves de corral». Con esta carta de presentación no es de extrañar que estas hermanas fueran las reinas de una protoprensa rosa que recogió sus amoríos, escándalos familiares y actividades políticas hasta provocar que su padre leyera con temor cada titular que comenzara con «la hija de un miembro de la Cámara de los Lores…».
Diana la fascista, Jessica la comunista, Unity la amante de Hitler, Nancy la novelista, Deborah la duquesa y Pamela la discreta experta en aves de corral
El padre, David Freeman-Mitford, había heredado el título de segundo barón de Redesdale de rebote tras la muerte de su hermano mayor en la Primera Guerra Mundial. El barón se mudó con toda la familia a la casa familiar, vendida al poco tiempo para comenzar una deriva común entre la baja aristocracia del momento, quienes, al ver reducidos sus privilegios, no podían mantener el tren de vida de sus antecesores. No obstante, David todavía contaba con un asiento en la Cámara de los Lores en la que no acostumbraba participar con entusiasmo, ya que reservaba sus brotes de cólera y xenofobia desmedida para el ámbito familiar. Sus excentricidades fueron recogidas en algunas de las obras de las hijas, como la afición a soltar a sus retoños por el campo y perseguirlos a caballo y con perros, como si de una cacería se tratara. La madre, Sydney Bowles, centrada en las gallinas y en cultivar hortalizas e histerias, rechazaba toda intervención médica porque «el buen cuerpo» lo cura todo. Igualmente reacia se mostraba a que sus hijas fueran educadas fuera de casa, provocando una eterna frustración entre las hermanas más inconformistas, Nancy y Jessica. Ambas describirían su infancia en las obras que fomentaron el mito en torno a esta familia y que en España ha editado en los últimos años Libros del Asteroide: la primera a través de novelas que rozan la autoficción como A la caza del amor y Amor en clima frío, y Jessica en su biografía, Nobles y rebeldes, que no gozó de buena acogida entre las más reaccionarias del clan. Estos títulos suelen ser la primera toma de contacto con la obra de las Mitford para un fanático en ciernes.
La idea de seis leonas criadas en el seno de una excéntrica familia en el condado de Oxford parece la revisión del universo austeniano, pero en este caso, el típico drama decimonónico de qué hacer cuando solo se tienen hijas y poco dinero para dotes se había esfumado con el nacimiento de Tom, el varoncito que diera honor al noble apellido del progenitor. Podían respirar tranquilos los Redesdale, el heredero del título sería educado en Eaton y las niñas se criarían en casa, entre prohibiciones, institutrices y al alcanzar los dieciocho, viajes a Londres para los bailes de debutantes donde, engalanadas en plumas de avestruz, encontrarían marido. Pero el corsé victoriano empezaba a estar demodé y estas hijas se iban a revelar como síntoma de la dolencia mortal que padecía la trasnochada aristocracia de un imperio que perdía su esplendor.
La locura de la que les acusaba el padre no era más que el reflejo de los turbulentos tiempos que vivieron
Nancy, la mayor, nunca llevó bien dejar de ser hija única y, con el fin de atacar a hermanas y cuidadoras, comenzó a pulir una lengua viperina que la caracterizaría de adulta. El objetivo predilecto de sus mofas fue la segunda hermana, Pamela, apocada y torpona debido a la polio. Esta optó por refugiarse en las tareas de la granja y en fantasías como jugar a ser un caballo. Al poco de nacer la bella Diana, la tercera, una niñera pronosticó sin gran acierto que tanta belleza haría que muriera joven. Gracias a los contactos de Tom en Eaton, donde se había entregado en su adolescencia a experimentar con otros jóvenes de altas cunas, estas hermanas mayores entraron en contacto con un grupo de estetas a los que Lord Redesdale insultaba como «las costureras», entre los que se encontraban Evelyn Waugh, Harold Acton, Cecil Beaton y los primeros amores de Nancy y Diana. Las opciones para emanciparse eran limitadas para estas mujercitas: existía la opción de trabajar, algo que los Redesdale censuraban, o la de salir de casa del brazo de un hombre, destino acordado siempre y cuando el pretendiente fuera del agrado de los padres.
Con tesón se entregó Nancy a amar a Hamish Erskine, cuya homosexualidad quiso ignorar durante cinco años sin grandes resultados. Al final se casó con Peter Rodd, al que sí le gustaban las mujeres, sobre todo aquellas que encontraba en sus noches de borrachera. Para entonces Nancy ya publicaba artículos de sociedad en revistas como The Lady o Vanity Fair, fundadas por su abuelo materno. Pronto llegaron las primeras novelas en las que retrataba con inquina aquello que mejor conocía, la alta sociedad británica. Perdió simpatías pero empezó a ganar dinero con el que salir adelante y mantener al holgazán de su marido. Influida por las posturas ideológicas de Peter, Nancy se convirtió en una «socialista de salón», aunque con el tiempo la segunda parte del término ganó terreno a la primera.
La bella Diana no tardó en encontrar marido, Bryan Guinness, heredero del imperio cervecero, con el que contrajo matrimonio a los diecinueve años y tuvo dos hijos. Pero con el mismo afán furtivo con el que se escapaba de los bailes de debutantes para estar a solas con Bryan, Diana comenzó una aventura con Oswald Mosley, líder de los fascistas británicos, con quien se casó en segundas nupcias, celebradas en casa de Goebbles y con Hitler como invitado estrella.
Como ocurrió con Wallis Simpson, por aquel entonces casi reina consorte y más tarde íntima de Diana, el estigma de divorciada prevaleció sobre el de pronazi, al menos a los ojos de los Redesdale, que cada vez encontraban más simpático al Führer. Nancy en cambio, que nunca sintió gran aprecio por su nuevo cuñado y menos aun por los ideales que tan ferozmente defendía, publicó Trifulca a la vista en la que satirizaba los nuevos movimientos de camisas azules. Para el lector que se esté dejando atrapar por los «mitfordismos», este título aparece en la fase avanzada del proceso de captación. Nancy solicitó la retirada de la novela para evitar un conflicto familiar, pero tuvo menos reparo en denunciar en 1940 a su hermana y su cuñado por la peligrosidad que suponían en tiempos de guerra, por lo que fueron encarcelados durante más de tres años.
Pam, a la que las hermanas siempre alabarían por su dotada memoria para recordar cualquier menú que les hubieran servido, creció de manera discreta, se casó con el discreto científico Derek Jackson hasta que la abandonó y más tarde siguió viviendo en discretas casas de campo acompañada de manera discreta por una amiga, lo que llevó a que Jessica dijera de ella años más tarde que era una «you-know-what-bian». Pamela se encargó de los hijos de Diana mientras estaba en prisión y cuidó de ella al ser liberada. Para entonces Nancy había triunfado con A la caza del amor, que le dio dinero suficiente para poner mar de por medio y marcharse a París, a la caza de su nuevo amor no correspondido, el coronel Palewski, mano derecha del general de Gaulle, al que había conocido en el Londres de los bombardeos. Sus experiencias continentales y su desatada francofilia aparecen en La bendición y No se lo digas a Alfred, en las que repite fórmula pero con la aristocracia gala.
El camino que con ahínco habían abierto las mayores en casa no fue suficiente para las pequeñas Unity y Jessica, mientras que Deborah, la pequeña, siguió unos pasos más parecidos a los de Pamela. Unity había sido concebida en Canadá, cuando sus padres fueron a visitar unas minas de oro ruinosas que poseían en la localidad de Swastika. Este hecho resultó profético porque en su año de debutante quedó prendada del nuevo amante de Diana y abrazó la causa nazi hasta la locura. Con la excusa de aprender alemán, hizo las maletas y se instaló en Múnich en 1934 con el único objetivo de acercase a su gran ídolo, Hitler. Este vio en ella y en su hermana Diana la oportunidad de estrechar lazos con la aristocracia británica y comenzaron así una estrecha relación que la prensa no tardó en vender como romance. Cuando Reino Unido entró en guerra con Alemania Unity, devastada, se pegó un tiro en la cabeza, al que sobrevivió pero quedó sumida en un estado de oligrofrenia irrecuperable hasta su temprana muerte por meningitis.
Jessica y Unity habían sido uña y carne, tenían su propio idioma, compartían travesuras y un cuarto selecto que llamaban «el armario de los honorables» (Hons cupboard), que no era más que el cuarto de calderas de la última y más pobretona casa que había construido su padre. En la habitación que compartían una dibujaba cruces gamadas, mientras que la otra se inclinó por las hoces y los martillos. Desde niña fue depositando todas sus pagas en una cuenta bancaria que llamó «ahorros para fugarme». A los diecinueve años conoció a un primo lejano, Esmond Romilly, al que apodaban «el sobrino rojo de Churchill». Con él gastó todo lo ahorrado en escapar a España para luchar en la Guerra Civil con las Brigadas Internacionales. Mientras prestaban ayuda a los refugiados españoles en Francia, se quedó embarazada y se casó. Más tarde la pareja se mudó a Estados Unidos donde les pilló la Segunda Guerra Mundial en la que Esmond murió. Años más tarde, Jessica seguiría metiendo el dedo en la llaga familiar tanto en lo laboral, al convertirse en reputada periodista defensora de los derechos civiles, como en lo sentimental —al casarse con un abogado comunista y judío—y en lo familiar, ya que donó al Partido Comunista británico la sexta parte de un islote escocés que había heredado.
La mayoría de biografías muestran a Deborah, la pequeña, como el pegamento que mantuvo a las hermanas unidas en los últimos años, limando asperezas aunque a veces fuera batalla perdida, como la eterna enemistad entre Diana y Jessica. Deborah de pequeña fantaseaba con ser duquesa y lo consiguió al casarse con Andrew Cavendish, quien heredó el título de duque de Devonshire de manera análoga a Lord Redesdale: con la muerte del hermano mayor en la Segunda Guerra Mundial, destino que compartiría meses más tarde Tom Mitford.
El lector mitfordicto devora todo aquello publicado por y sobre estas hermanas, puede visitar las casas en las que se criaron, el cementerio donde la mayoría están enterradas y el pub que perteneció a Deborah, recientemente fallecida, en el que cuelgan fotos familiares difíciles de encontrar. Sabe que la hija de J. K. Rowling se llama Jessica por la hermana comunista y que esta misma apareció en unas tomas eliminadas de Sueños de un seductor de Woody Allen, incluso puede haber ojeado los manuales de jardinería de Deborah o haber apuntado las recetas que se conservan de Pamela. Desde luego que aquel que cumpla estas condiciones habrá encontrado este ensayo anodino y poco revelador, pero quien sea más profano habrá llegado a intuir que la locura de la que les acusaba el padre no era más que el reflejo de los turbulentos tiempos que vivieron. Las Mitford pudieron defender ideales hasta el punto de fugarse, intentar suicidarse o ser encarceladas, fueron abandonadas por maridos, no correspondidas, vapuleadas por la crítica y perseguidas por los periodistas, pero el dolor rara vez aflora en sus obras. Las Mitford se han consagrado precisamente por eso, por despojar de solemnidad a la Historia, por narrarlo todo como quien pasaba por ahí y no pudo aguantarse las ganas de hacer un chiste sobre ello en una carta dirigida a su hermana.
Estimado Asier, gran artículo, llegue a él gracias a «La Carta de Verne» de El País. Muy recomendable artículo, que pienso compartir en uno de estos días. Muchas gracias, cale la pena leerlo al completo.