En el momento en el que las horas que pasas encerrada en una sala de cine triplican al tiempo que has conseguido conciliar el sueño en cuatro días, se puede decir sin miedo que la vida tiene todas las papeletas para convertirse en una película. Hace ya muchos años, André Bazin decía a propósito de Cannes [1] que los festivales de cine tienen mucho de ritual, de orden religiosa donde los distintos profetas, creyentes y oficiantes de la luz se unen para convivir en un espacio donde se rompe la rutina. Las colas para garantizar una entrada para el día siguiente, el calendario en el que ordenar las seis o siete proyecciones a las que quieres llegar si los créditos no se alargan demasiado, los directores con los que te cruzas y no puedes más que abordar como a buenos conocidos para demostrarles tu pasión por las películas que te ha regalado son rituales que no aceptaríamos en ningún otro escenario, una fiesta donde dejar a las historias llenar el fondo de los hemisferios con los sueños de otros.
A pesar de que los grandes festivales son hoy, ante todo, un lugar de encuentro industrial, al pasar ante las salas que pueden acoger a miles de personas es evidente que viven también ese aliento entusiasta. Los acreditados suben año tras año, asistir como público exige el entrenamiento de madrugones y las peleas en las colas son una constante aquí, en Berlín y en cualquier festival internacional. La cola de una proyección festivalera es el lugar en el que hay más facilidad para hablar de cine del mundo, de lo bueno y lo malo de las películas, de la expectación, el entusiasmo y el odio. No hay medias tintas en los juicios, porque cada proyección exige aplausos, abucheos o, lo peor que le puede pasar a un film, la condena de la película a una siesta.
A San Sebastián no le falta nunca ese furor, ni de público ni de industria. A la sombra de los tres grandes festivales europeos, lastrado por los estrenos venecianos y de Toronto, encontró su hueco como mirador privilegiado al cine latinoamericano, sobre todo gracias a la creación de la sección Horizontes Latinos y la presencia constante de directores americanos en su Sección Oficial. Una mirada que le permite mantener una posición única en el mapa de los festivales de élite, con la que crear su propio discurso a partir de las propuestas menos comerciales del cine más alejado de otros festivales europeos.
Mi mayor sorpresa ha sido sin duda la presencia sempiterna de la violencia en muchas de las películas a concurso
Sección Oficial: un año de violencia
No hay nada que brille tanto en cualquier festival que su sección oficial. Ahí están las alfombras rojas con los vestidos de día y de noche, las ruedas de prensa a rebosar y las proyecciones en el Kursaal ante 1.800 espectadores. Es la ceremonia principal, con sus galardones siempre discutidos, las entrevistas y las fotos frente al mar para lograr una especie de consagración en el mapa de los grandes nombres.
Mi mayor sorpresa ha sido sin duda la presencia sempiterna de la violencia en muchas de las películas a concurso. Cintas que hablan de amor, de orgullo, de libertad o de la infancia pero bañadas en sangre. Por causas del destino, solo pasé ante cuatro películas de la Sección Oficial, tres de las cuales confirmaban esta tendencia: As you are, Lady Macbeth y Colossal, con sus matices y visiones particulares.
La única película que consiguió cierta unanimidad entre los espectadores de la Sección Oficial fue Lady Macbeth
As you are, ópera prima de Miles Joris-Peyrafitte, cuenta la historia de dos adolescentes de una América suburbial que, con sus camisas de cuadros, ven cómo sus familias se unen y surge entre ellos sentimientos que no saben definir. La película juega con el drama romántico homoerótico en un mundo juvenil que quiere transformarse en Kurt Cobain, con una violencia irremediable de los bajos fondos americanos que no consigue unir las distintas sensibilidades en la que se abisma. La estética grunge de los primeros noventa, el montaje en el que se combinan escenas de un interrogatorio por el que pasan los distintos personajes y los virajes de sus personajes no consiguen mantener la tensión dramática, convirtiendo la película en un melodrama repetitivo.
Lady Macbeth es una película que cuenta bien su historia y la evolución de la protagonista, pero sin encontrar una voz propia
La única película que consiguió cierta unanimidad entre los espectadores de la Sección Oficial fue Lady Macbeth, también ópera prima de William Oldroyd, que toma la premisa argumental no de la obra de Shakespeare sino de la novela de Nikolái Leskov, Lady Macbeth de Mtsenk, en la que se basó Shostakóvich para su obra más conocida. En la novela de Leskov la protagonista, Katerina Lvovna intenta revertir su desgracia (un matrimonio en el que se ahoga) movida por una pasión amorosa desmedida más que por la ambición social. Pero en la película de Oldroyd Katherine, una joven recluida en la campiña inglesa, tras un matrimonio en el que no puede encontrar la más mínima alegría, se mueve desde el principio para quitarse de encima el sayo de la sumisión. Reivindica su libertad sin controlar los medios que utiliza, lanzándose a la pasión amorosa con un criado más por la subversión del acto y que, al tomar el camino de la reivindicación individual, acaba cruzando la frontera de la crueldad hacia todo aquel que le rodea. Lady Macbeth es una película de factura clásica, sin grandes experimentos cinematográficos, que cuenta bien su historia y la evolución de la protagonista; pero sin encontrar una voz propia, como si el clasicismo de su forma fuera el refugio que el autor ha encontrado para emprender su partida contra el respeto en el que crece una ópera prima, esa película que marca la carrera de todo cineasta.
Colossal supone el salto definitivo a la industria americana de Nacho Vigalondo
Por su parte Colossal supone el salto definitivo a la industria americana de Nacho Vigalondo: una película de monstruos con efectos especiales y grandes estrellas de Hollywood que crea potentes y complejos argumentos desde lo más pequeño —recordemos 7:35 de la mañana (2013) como una de las cumbres del género musical patrio—. Aquí Vigalondo presenta a una joven, Gloria (Anne Hathaway), enganchada a las noches de fiesta y que se niega a tener resaca montando el after en su casa. No tiene trabajo, su novio la deja por ser un desastre y acaba a la deriva en su casa de la infancia, un edificio enorme sin muebles y con un colchón inflable que no aguanta mullido ni una noche. Una damisela en apuros contemporánea a quien acude a rescatar un amigo de la infancia, ahora dueño de un bar: él le da trabajo, le amuebla la casa y se preocupa por que cada noche cierre bien la puerta. Y ahí, en ese paternalismo va surgiendo el conflicto: la violencia de quien no quiere dominarse, de quien, desde la infancia, mantiene una secreta tensión con un hombre que dice cuidar pero que abusa de su posición privilegiada. Poco a poco, surgen los monstruos, aunque su magnitud solo se nota a kilómetros de distancia, como si la teoría del caos que habla de mariposas capaces de crear huracanes pudiera aplicarse a Godzilla. Colossal tiene momentos del mejor Vigalondo, cuando los efectos especiales no están en la pantalla sino en la mente del espectador, que imagina una gran lucha monstruosa cuando solo ve arena de columpios. Sin embargo, Colossal parece copiar el mecanismo de la cama de Gloria y va perdiendo fuelle poco a poco, en especial cuando el mensaje que quiere transmitir, ese fin de los principios de la narrativa romántica propia del cine de los 80 y 90, se subraya la base sobre la que se sustenta la fantasía de la película.
La Reconquista es una película que busca, ante todo, lo que Susan Sontag llamaba un estilo, el idioma particular por el que encontrar «un modo de nombrar las emociones»
A todo festival uno llega con sus preferencias y, sobre todo, sus imprescindibles. La reconquista fue la película española que no tenía el reclamo de ser una superproducción americana, ni el último thriller del año sobre espías de la Transición ni policías tartamudos. Algunos lo llaman “el otro cine español” y simplemente es una película que busca, ante todo, lo que Susan Sontag[2] llamaba un estilo, el idioma particular por el que encontrar «un modo de nombrar las emociones».
La última película de Jonás Trueba parte de un reencuentro en el que es fácil identificarse, pero no deja que el espectador se acomode. Una noche, Olmo y Manuela, treintañeros que descubrieron juntos lo que arrastraba el amor, quedan para relatarse cómo han pasado los años. Hace frío, es invierno en Madrid y suben las escaleras de las Vistillas, porque adentrarse en los enigmas siempre exige superar alturas. Y ya, en las curvas de esos peldaños empieza el desafío: Manuela ha encontrado la clave para volver al pasado, una carta que Olmo le escribió durante su historia de amor adolescente. Pero las llaves tienen que encontrar sus cerraduras y en el cine, como en la vida, todo exige sus ritmos.
Lo que mueve a La reconquista es el desafío: el que establece la película con el espectador y sus expectativas, el que crean los protagonistas entre ellos y hacia sí mismos, el que impone el tiempo como elemento diegético y cinematográfico. La reconquista es una película que se reinicia en dos ocasiones con estilos de rodar que se adecúan al tono en el que se relee la propia historia. Decía Bresson[3] que «comprendemos a partir del amor» y es lo que hacen los personajes con su historia: desvelar su intimidad, «ver, sentir y comprender» las personas que son, lo que queda de lo que fueron y el aroma que esa esencia del pasado impregna en los deseos del mañana, aunque nunca se resuelvan los enigmas, porque si no perderíamos el misterio de la vida.
Los protagonistas no hablan sin control sino que piensan y luego escriben, al ritmo lento de las palabras escritas, como pasaba en una novela de Martín Gaite hoy casi desconocida. Los sentimientos son nuevos, viven entre la verdad y el miedo, pero para entender sus contradicciones existen las canciones y los libros. Se encierran en el interior, pero lo hacen con honestidad, descubriendo algo que nunca más volverán a saber, porque al crecer no crecen las certezas sino que aumentan las dudas. Y desde ahí, el mar de los cambios que se ha movido agitado por los años, es desde el que mira a Manuela y al mundo el Olmo que se ha visto a través de una grieta, una mirada hacia las sombras. «Los elementos más poderosos de una obra de arte son sus silencios»[4] y es el que nos brinda el final de La reconquista, para que sea la verdad eso de que el cine «nos devuelve al mundo más receptivos y enriquecidos».
Perlas: ¿popularizar el cine de autor o rendirse ante él?
La sección más popular de todo el festival es la que genera más conflictos a la hora de articular el discurso del festival como espacio fílmico. Todas las películas de esta sección cuentan ya con distribución en nuestro país y han obtenido brillantes galardones en los meses pasados. Son películas que todos, público y crítica, estamos deseando ver porque la expectación ha crecido de festival en festival pero, ¿debe ser tarea de un festival de cine, que ante todo necesita formar su identidad con películas que conformen unos argumentos propios, dar eco a la labor que hacen otros más grandes que él? ¿No es asumir una sombra muy alargada de Cannes contar con siete películas presentadas en mayo?
Decía Agnès Varda que el cine no sería realmente feminista hasta que no creara nuevas imágenes y han sido El porvenir y Toni Erdmann las que han confirmado que la revolución es, ante todo, ontológica
Sin embargo, en esta sección he encontrado dos películas que hacen del 2016 un año en el que el cine cambió un poco su eje. Las dos están dirigidas por mujeres y hablan de personajes femeninos que se enfrentan a los estereotipos, se miran a sí mismas y empujan su cambio. Decía Agnès Varda que el cine no sería realmente feminista hasta que no creara nuevas imágenes y han sido El porvenir y Toni Erdmann las que han confirmado que la revolución es, ante todo, ontológica.
El porvenir (L’Avenir), quinta película de Mia Hansen-Løve, se estrenó en el último festival de Berlín y su último pase fue una hora después de que aterrizara mi avión. El taxista pisaba el acelerador mirando el retrovisor con miedo, pero consiguió que mis días en este festival empezaran quitándome el aliento. Ante la tumba de Chateaubriand, Nathalie se enfrenta al futuro, a la inmensidad que llega como las olas, con la tranquilidad y el sonido del viento. Pero son inevitables las borrascas, y tras el cartel de «años después» se van formando las nubes de ese porvenir que Derrida define como lo totalmente impredecible.
Dice Hansen-Løve que solo escribe películas sobre la gente a la que quiere. Si Eden (2014) era el retrato de su hermano y Un amour de jeunesse (2011) una especie de autorretrato juvenil, El porvenir mira con lupa a su madre en una profesora de filosofía interpretada por Isabelle Huppert. Nathalie ve cómo su comodidad, las conquistas burguesas e intelectuales de toda una vida, se derrumban ante su cara atónita, pero sin llegar nunca al drama. Cuando llora lo hace sin que la vean, porque no quiere mirar a los cambios. Solo escuchas realmente lo que le pasa cuando habla de filosofía, en las clases, en el funeral de su madre. De Rousseau, de Derrida y de Pascal crea su libertad, su vacío, su verdad. Y ahí habita gran parte de la magia de esta película: en un mundo en el que se ha perdido el sentido de las ideas, Hansen-Løve demuestra los clásicos están siempre ahí, como un mirador desde el que atemperar lo que agita por dentro con la distancia justa de la sabiduría.
Nathalie se asume a sí misma con la serenidad que le brinda la ilusión del futuro, porque la felicidad solo puede respirar de los proyectos
Del futuro inicial al porvenir entre los brazos, Hansen-Løve traza un retrato con una cámara que se mueve como la brisa y que, al igual que ella, nunca para quieta. Es una protagonista rohmeriana que ha perdido ya la juventud, pero no el encanto, que se ríe de la realidad sentada en un autobús, como si fuera la protagonista de Cuento de invierno. El porvenir es una película en la que parece no suceder nada, pero que construye una libertad firme a pasos ligeros, desprendiéndose del peso de años mediante canciones que dan bocanadas de aire, revisando una juventud llena de ideales que caducaron pero no evitan sentir un poco de culpa. Nathalie se asume a sí misma con la serenidad que le brinda la ilusión del futuro, porque la felicidad solo puede respirar de los proyectos.
En Toni Erdmann, la única manera de enfrentarse a esta película es saltar al vacío y aceptar sus reglas del juego
Por su parte, Toni Erdmann es una de esas películas ante las que te sientas sin saber muy bien qué esperar. Desde Cannes (donde ganó el FIPRESCI) se alababa esta comedia alemana de casi tres horas sobre un padre que se disfraza para reconquistar a su hija, una premisa en la que ninguna de las generalizaciones sobre el género o el cine alemán casan muy bien. Pero solo cuando Winfried, el padre a la sazón, empieza a desplegar todo su repertorio de bromas inocentemente macabras, entiendes que la única manera de enfrentarse a esta película es saltar al vacío y aceptar sus reglas del juego.
Toni Erdmann habla a muchos niveles: no es solo una película sobre la felicidad, sobre la familia o una crítica al trabajo alienante que gobierna Europa y que impide valorar lo que realmente hay alrededor, sino que, como su directora Maren Ade ya había explorado en Entre nosotros (2010), hace una reflexión profunda sobre la imposibilidad de comunicarnos. Porque, ¿para qué sirven las palabras sino pueden expresar los sentimientos? La comunicación solo encuentra el medio por el que propagarse cuando domina la intimidad, aquí reestablecida mediante un juego casi infantil de padre e hija que ambos llevan hasta el extremo. Ninguno de los dos consigue responder a las preguntas que se hacen, pero sí que encuentran un consuelo a las miradas de socorro, apaciguan el horror dando abrazos sin rostros y cantando con pasión odas a la independencia escritas por Whitney Huston.
Dice Henri Bergson que la risa surge cuando no se empatiza con la vida, porque es una forma de acabar con la distancia que separa del otro[5]. La comedia es la herramienta perfecta para acabar con la soledad, porque permite a Inès y a su padre aislarse del contexto y crear un nuevo medio comunicativo, una posición nueva desde la que evaluar su relación y el mundo en el que viven, porque la risa castiga las costumbres. «Lo cómico es la rigidez de la sociedad y la risa su castigo», dice Bergson.
Maren Ade parece seguir punto por punto las claves que el filósofo francés dio hace un siglo sobre la mecánica del humor a la hora de construir a su protagonista: la deformidad, la caricatura y el disfraz, las tres caras de la risa bergsoniana, son los atributos principales de Toni Erdmann, el empresario que surge como un hechizo cuando Inès se lamenta de su padre. Cuando empieza el juego de estos personajes, la película despierta la risa al desenmascarar el disfraz social, al desnudar literalmente a una sociedad que se disfraza con un traje incompatible con su verdad. La risa surge antes del razonamiento, pero cuando este aparece tras los créditos finales aparece la soledad, una felicidad imposible y una sociedad cruel cuyas promesas y satisfacciones crean máquinas en lugar de humanos.
Secciones paralelas: magia y sorpresas
En las secciones paralelas del festival es donde se encuentran las auténticas perlas que pueden abrir nuevos caminos en el discurso del festival: entre Horizontes Latinos, Nuevos Realizadores y Zabaltegui-Tabakalera se crean galaxias donde caben todo tipo de películas, desde las que intentan condensar lo que el continente americano ha hecho en español o la experimentación radical de la mayoría de las propuestas de Zabaltegui.
En Horizontes Latinos quien esto escribe ha podido ver El amparo de Rober Calzadilla, una película venezolana basada en la desaparición real de un grupo de pescadores que, tomados por guerrilleros, son liquidados por las fuerzas del Estado. El grueso de la película retrata la lucha de dos supervivientes por defender la verdad ante las familias, atónitas ante la identidad que las autoridades han impuesto a sus desaparecidos, y la justicia. Rodada en plena jungla, sin concesiones que suavicen el relato (los subtítulos en inglés se convierten muchas veces en el asidero para comprender los diálogos), El amparo es una película bien construida, aunque el conflicto ante la interpretación de los hechos se alargue demasiado.
La ganadora de esta sección fue Rara, ópera prima de Pepa San Martín que, como El amparo, participó el año pasado en Cine en Construcción, programa que pone en marcha el festival para ayudar a la producción y posterior lanzamiento de películas y que se alzó con el premio a la mejor película de Horizontes Latinos. Esta película chilena ya participó en la sección Generation de la Berlinale, donde compiten películas centradas en retratar a adolescencia y sus matices y, tanto en el festival alemán como en Donosti cosechó el reconocimiento general.
La virtud de la película es mantener el conflicto y la lectura política en un segundo plano, dando protagonismo a la visión infantil donde los juicios no se basan en un conflicto de moralidad sino de juegos
Rara, desde su plano secuencia inicial, impone su mirada sobre el mundo desde los ojos de Sara, una niña de padres separados que vive con su hermana pequeña, una fanática de las fiestas de disfraces, su madre y la novia de esta. Su inminente fiesta de cumpleaños se convierte en el terreno de batalla moral entre sus padres, sobre la conveniencia de la nueva vida de la madre y el rechazo de una sociedad que impone sus juicios heteropatriarcales por encima de la felicidad de las afectadas. La virtud de la película es mantener el conflicto y la lectura política en un segundo plano, dando protagonismo a la visión infantil donde los juicios no se basan en un conflicto de moralidad sino de juegos, de convivencias con la familia que, como la de cualquiera, no tiene nada que ver con lo que venden los anuncios.
En María (y los demás) sorprende y conquista la vena cómica de Bárbara Lennie
Otra de las sorpresas de este año ha sido lo convencional de la sección Nuevos Realizadores, con propuestas, en general, poco dadas a ir más allá de los relatos de iniciación. Pero entre ellas se encontraba María (y los demás) de Nely Reguera, una comedia sobre las responsabilidades que sobrepasan en la treintena a una librera en lucha constante por terminar su primera novela y no vivir ahogada ante el papel de madre que se ve a obligada a desempeñar ante su padre y hermanos. Para sobrevivir a la mediocridad del amor, los sueños que no se cumplen, las amistades que no saben aconsejar y la familia que exige como si fuera una horda de niños pequeños, María impone a su vida las más brillantes metáforas y juegos de ingenio, como si las insatisfacciones pudieran arreglarse leyéndolas como una novela en la que todo sale a las mil maravillas.
Sorprende y conquista la vena cómica de Bárbara Lennie, capaz de tornar los momentos más cómicos de la película en un conflicto dramático con tan solo un gesto, como la presentación etílica que le hace a un peluche de sus últimas confesiones. Una película que sorprenderá en los Goya y que aclamada en el festival como la Frances Ha con sombra de Bridget Jones española es una cinta mucho más humana, que congela la sonrisa cuando la soledad se despierta ante Como yo te amo cantado con todas las fuerzas.
Por último hablaré de Zabaltegui-Tabakalera, esa sección donde caben desde las ocho horas de A lullaby to the sorrowful mystery de Lav Diaz hasta el Nosferatu de Sipo phantasma. Sorprendió la inaudita sesión doble que el festival creó al unir el cortometraje Sarah Winchester de Bonello y la última de Todd Solondz, Wiener dog, una especie de Al azar, Balthasar en un mundo de anuncio y, literalmente, heces americanas.
El cortometraje de Bonello (quien era uno de los favoritos para llevarse la Concha de Oro por Nocturama, presentada en la Sección Oficial) crea una ópera de fantasmas, con música techno, danza y voces del coro de la Bastilla en el teatro Garnier. En esta cinta se refleja la historia de la viuda del inventor del rifle de repetición que, tras perder a su hija y todas las promesas de una vida acomodada, se encerró a construir la mansión más grande de California para evitar que los espíritus de aquellos que habían muerto por culpa de su marido la acosaran. En tan solo 24 minutos, la ópera de Bonello consigue emplear a la perfección no solo el medio audiovisual, sino que sobre él monta y da sentido a los distintos elementos que ordenan la gramática del género operístico desde una posición contemporánea, donde el ballet se sufre, nada existe y los fantasmas que atormentan a su protagonista toman posesión de las bambalinas del teatro más brillante de París.
Después de las largas sesiones de películas y ya varias semanas después de que haya terminado el festival, queda entre las olas de la memoria un San Sebastián donde se disfruta viendo cómo la marea baja a primera hora y puedes mojarte los pies en la Concha, mientras esperas a la primera sesión de la mañana. Entras al cine con una sonrisa, haces las colas con muchas posibilidades de encontrarte a amigos y conocidos con los que exaltarte después de haber visto alguna película horrible y acabar de pintxos sin que te des cuenta. Si me preguntara Bazin Qu’est-ce que le Zinemaldia, le diría que, con el drama, las risas y la comedia de rigor, es lo más cerca que he estado nunca de vivir en una película.
[1] ^ Bazin, André (1955): «Du festival considéré comme un ordre» (Les Cahiers du cinéma, junio de 1955), pp. 54-56.
[2] ^ Sontag, Susan (2007): “Sobre el estilo”, en Contra la interpretación y otros ensayos. DeBolsillo, Barcelona.
[3] ^ Bresson, Robert (2015): Bresson por Bresson, entrevistas (1943-1983). Intermedio, Barcelona.
[4] ^ Cfr. Sontag (2007).
[5] ^ Bergson, Henri (2008): La risa. Ensayo sobre la significación de lo cómico, Alianza, Madrid.