Uno de mis primeros recuerdos en una sala de cine es la pesada cortina que tapaba la pantalla, como si detrás de ella los personajes se estuvieran preparando y respirando hondo para que empezara el espectáculo. Llevo años sin ver esa puesta en escena tan ceremoniosa, más cuando los cines van muriendo poco a poco y cada vez se convierten más en habitáculos impersonales que pueden encontrarse desde cualquier centro comercial de la periferia o a las multisalas del centro. Este pequeño detalle, que permite acentuar la expectación de lo que nos espera como público, es uno de mis favoritos de la Berlinale. Me retrotrae a la infancia y a mi especial ilusión por el cine, crea un ambiente de liturgia propio del teatro y te permite acariciar los sueños que están por llegar.
Otro año más —el año pasado acabé, en las mismas fechas, viendo Boyhood por casualidad y no pude evitar obsesionarme con el festival— voy a Berlín no por trabajo ni como prensa, sino por el goce de disfrutar de películas por las que he tenido que esperar horas de cola, con una entrada verde entre las manos donde brilla mi expectación. Berlín es una ciudad hogareña hasta en febrero y su festival de cine guarda una simetría perfecta con su esencia de urbe fragmentada, multifacética y capaz de albergar mundos y culturas extremadamente dispares sin que sea un collage lleno de pegamento.
Las tres secciones principales del festival son una muestra perfecta de esta unión heterogénea: aparte de la sección oficial, Forum (donde reina el documental), Panorama (el mercado secundario de los indies) y Generation (una sección para jóvenes única en el serio mundo de los festivales) consiguen un público variado y entusiasta año tras año, donde los berlineses se vuelcan y los turistas de todo el mundo beben cafés y tés como locos para hacer más llevaderas las esperas. Berlín no es tanto un escaparate de estrellas y famosos como lo es Cannes, sino que tiene un espíritu más urbano, es más un joven despeinado por el gorro y la bufanda que un traje de gala.
Antes de partir ya había hecho la lista de películas a las que quería dedicar mis pocos días de turista: un poco de expectación con las nuevas de Herzog y Wenders (me quedé sin entradas para las dos películas más denostadas del festival), algo de cine alemán con Dresen, las apuestas por Chile con Patricio Guzmán y Pablo Larraín como protagonistas, el morbo de ver qué hace Malick esta vez, algún documental y un día dedicado a clásicos. Una mezcla heterogénea pero que sirve perfectamente para ver y vivir trasversalmente un festival tan amplio y variado, probando todos sus ingredientes por separado y visitando distintas salas como si fueran los monumentos que salpican toda la ciudad.
Ahora que ya se retira la alfombra roja y los focos, de la Berlinale nos queda un palmarés repartido y que pocos se esperaban. Sin embargo, Berlín puede permitirse ningunear a los grandes personajes del cine, a las películas que ya hemos visto muchas veces, y premiar —como ha sido el caso— a ciertos filmes que tienen un marcado carácter político y rompedor, algo casi inaudito en un mundo cultural como el actual que se pretende establecer tan lejos del discurso social.
Taxi, la última película de Jafar Panahi, sigue la línea de Esto no es una película (2011), documental con el que dio los primeros pasos de resistencia política. Fue mi primera película del festival, con sus dos horas de cola pertinente para conseguir entradas de última hora y una expectación general por la película que había iniciado el festival con fuerza. Mientras discutía con mi acompañante durante las dos horas de cola sobre Kiarostami y Panahi, una joven iraní nos miraba fijamente cada vez que pronunciábamos alguno de esos nombres. Para aguantar el frío y la larga espera, no pudo evitar preguntarnos por qué, como ella, estábamos ahí en una espera insólita, como si Panahi fuera una nueva estrella del rock que llenara estadios.
Condenado en su país a arresto domiciliario y a veinte años de inhabilitación —es decir, que Panahi tiene prohibido hacer cine— el director iraní ha elegido un camino cinematográfico basado en la autoficción, dejando que sea la cámara la que recoja retazos de la realidad que le rodea, aunque esa verosimilitud nazca de un guion. En Taxi, Panahi deja que sea una cámara en la guantera de su vehículo la que recoja historias con las que se va encontrando en su recorrido por Teherán, capturando testimonios de cine clandestino, personajes que viven en un mundo a veces loco e injusto. El personaje más entrañable y la voz del director es su sobrina, quien tiene que grabar para el colegio un cortometraje bajo estrictas reglas que estropean la capacidad del cine para retratar la realidad. El Oso de Oro de este año es una comedia que defiende el cine ante cualquier circunstancia, un alegato clandestino por la libertad de expresión y un premio otorgado a un cineasta a quien el festival ya había manifestado su apoyo en 2011.
Por otro lado, el gran protagonista de este año ha sido, sin lugar a dudas, el cine chileno. Los Osos de Plata otorgados a El botón de nácar de Patricio Guzmán y a El club de Pablo Larraín —mejor guion y premio especial del jurado respectivamente— son una constatación más de la importante posición de Chile en el panorama cinematográfico actual con un cine intensamente político. La película de Guzmán sigue la estela de Nostalgia de la luz (2010) al mezclar la inmensidad de la naturaleza con hechos concretos de la dictadura pinochetista. Si la trilogía La batalla de Chile (1975-1979) es la cumbre del cine político hispanoamericano, la reinvención de Patricio Guzmán en los últimos años ha conseguido crear una nueva estética sin perder un ápice del discurso reivindicativo. El botón de nácar acaricia los litorales, despierta la memoria y la lengua de otros tiempos y se adentra en el océano para evitar que la sal acabe con la historia.
Lo que hace Larraín en El club es otro paso más en la construcción de un cine político moderno. Cuando No (2012) fue nominada a mejor película extranjera, Pablo Larraín se convirtió en uno de los referentes principales del cine chileno. Esta vez el relato no se centra en la historia con mayúsculas de su país, sino en lo que se aparta: El club es la historia de una comunidad de curas apartados de su ejercicio por diversos crímenes y polémicas que viven en un pequeño pueblo de la costa. El suicidio de un integrante recién llegado y los cambios en la curia motivarán una agitación sísmica en el grupo, todo ello con la fotografía de una película más parecida a los VHS de los noventa que al detallista cine digital habitual. Esta comedia ácida es rompedora y deslenguada y, como bien dijo el jurado de la Berlinale, será un «clásico de la historia del cine».
La Berlinale 2015 ha sido mi particular grande bouffe fílmico sin casi indigestiones. El mundo de los festivales, tan alejado del espectador de a pie a primera vista, se convierte allí en una fiesta pública, disfrutable a varios niveles, y capaz de premiar a aquellas películas que hablan del hoy y del ahora de diversas partes del mundo. Europa, siempre tan obsesionada consigo misma, otorga sus galardones a cines periféricos y subterráneos, demostrándonos que el cine tiene aún mucho que contar y aún más que hacer por nuestra visión del mundo.
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