Hay quien le coge cariño a un perro, una bandera, una ciudad, una camiseta con el cinco grabado en la espalda o los columpios del parque de Berlín. Todo eso está bien. También hay quien se encariña con sus ideas. La inmensa mayoría del planeta, para ser más preciso. Puede tratarse de la idoneidad de una renta básica universal, el poder curativo de la medicina tradicional o la insostenibilidad de las pensiones. O cualquier otra cosa. Casi todos tenemos ideas que no solo creemos ciertas, sino que además queremos que lo sean. Este artículo trata sobre la importancia de ser especialmente críticos con ese tipo de ideas, y de la necesidad de preguntarnos siempre «¿Qué me haría cambiar de opinión?».

 

La parábola de Levin y Serguei

Kostantin Levin es uno de los personajes principales de Anna Karenina, además de mi favorito. Me entusiasmaba cada vez que aparecía en escena. A lo largo de la obra, León Tolstói forja un personaje complejo, contradictorio y verosímil. Levin es tosco, torpe en sociedad y políticamente incorrecto pero inteligente, trabajador y recto. Para escándalo de la alta sociedad moscovita, vive en el campo y goza administrando sus terrenos, pese a que un hombre de su posición no debería distraerse con intereses tan mundanos. En su día a día, Levin importa herramientas modernas, inspecciona el regadío, selecciona los cultivos, supervisa la siembra y llega a participar, hoz en mano, en la siega. Gracias a ello, frecuenta a campesinos y administradores con cercanía y profundidad.

Un verano, su hermanastro mayor, Serguéi Ivánovich, le visita en la hacienda familiar. En muchos sentidos, es la antítesis de Levin. Serguéi es un escritor aclamado en toda Rusia y una estrella rutilante en tertulias y fiestas, urbanita, confiado y lúcido. A Levin le complace la compañía de su hermanastro, pero le cuesta tolerar su visión y actitud hacia el campesinado. Como liberal orgulloso, Serguéi profesa la mejor de las opiniones acerca del “pueblo”. Apenas conoce a quienes elogia, pero eso no es problema. El escritor es un hombre brillante, excepcionalmente dotado para el pensamiento lógico, y es por lo tanto capaz de armar un teoría rica y plausible sobre el mundo rural. Después, aprovecha conversaciones puntuales con campesinos para dotarse de anécdotas que refrenden sus ideas.

Contrariamente a su hermanastro, Levin es incapaz de defender una visión global y definitiva del campesinado. En parte, esto se debe a que el campo es su vida. Conoce a tantos campesinos tan a fondo que es incapaz de simplificar y esquematizar su carácter. En palabras del narrador, para él «afirmar que conocía al pueblo equivaldría a decir que conocía a todos los hombres». Abierto de mente y dubitativo, Levin va «modificando sus juicios anteriores y formándose otros nuevos». Esta predisposición enturbia su discurso y le hace entrar en contradicciones, conduciéndole a la derrota siempre que debate con su hermano. Por lo tanto, el informado pero disperso Levin pasa por un ignorante mientras que Serguéi, el verdadero ignorante, aparenta sabiduría.

Nuestra hipótesis nunca podrá ser demostrada, pero podremos atenernos a ella con más fuerza conforme vaya superando pruebas empíricas

 

Pensamiento dogmático y pensamiento crítico

Los hermanos imaginados por Tolstoi se interesan por el comportamiento, las creencias y las preferencias de las masas rusas. Estas cuestiones son de carácter positivo, ligadas al mundo físico, y las hipótesis que elaboremos sobre ellas pueden ser falsificadas. Pero ninguno de los dos adopta una actitud científica para afrontarlas. En Búsqueda sin término, Karl Popper caracteriza el proceder científico como una combinación de pensamiento dogmático y pensamiento crítico. El pensamiento dogmático sirve para formular hipótesis sobre el mundo real, por ejemplo: «Los campesinos rusos son reticentes a la adopción de nuevas tecnologías». Una vez realizada esta proposición, el pensamiento crítico es necesario para intentar falsificarla. Nuestra hipótesis nunca podrá ser demostrada, pero podremos atenernos a ella con más fuerza conforme vaya superando pruebas empíricas.

Albert Einstein encarnó este espíritu científico en la elaboración de su teoría de la relatividad. Por un lado, el genio alemán empleó el pensamiento dogmático para proponer una explicación revolucionaria del universo. Por otro lado, echó mano del pensamiento crítico para idear una serie de experimentos diseñados para desmontar su obra magna. En otras palabras, Einstein respondió a la pregunta «¿Bajo qué circunstancias aceptaría que mi teoría es errónea?». Y se afanó en descubrir si esas circunstancias se cumplían.

En nuestra paradoja, cada uno de los hermanos carece de un tipo de pensamiento. Levin vive con los pies embarrados, tanto que es incapaz —hasta ese momento— de “elevarse” para teorizar… Su desinterés por el pensamiento dogmático desordena sus ideas y traba su aprendizaje. Serguéi domina con elegancia la especulación teórica, pero carece de la autoexigencia que impone el pensamiento crítico. En sus conversaciones con el pueblo, el escritor busca confirmar sus creencias preexistentes en vez de ponerlas a prueba.

El escepticismo debería ser la actitud predominante en cualquier campo del conocimiento

 

Vivimos rodeados de Serguéis, no seas uno de ellos

Tertulias, columnas y amplios despachos acristalados forman el ecosistema moderno de los Serguéis. Son más hombres que mujeres, tratan con más cariño a la palabra que al adversario y no tienen opiniones, tienen razón. A veces se les llama expertos. Si dudan, lo disimulan con esmero, imprimiendo a su discurso una seguridad telegénica que también triunfa en el sector privado.

El problema es que, en el mundo de la política, los negocios y la economía casi nadie sabe gran cosa. O, mejor dicho, casi nadie sabe algo que nadie más sepa y le permita anticiparse al futuro. Si cualquier tertuliano de los que vaticina una nueva recesión o el triunfo de las criptomonedas tuviera tales dotes adivinatorias, hace tiempo que sus inversiones le habrían hecho multimillonario. Del mismo modo, un catedrático de emprendimiento difícilmente se pasaría la vida escribiendo papers si supiera crear el próximo Google.

La complejidad del mundo es tal que debería estimular nuestro pensamiento crítico. Existen tantas explicaciones plausibles para un mismo fenómeno y nos equivocamos con tanta frecuencia que el escepticismo debería ser la actitud predominante en cualquier campo del conocimiento. Sin embargo, los Serguéis —populares entre expertos, asesores y consultores— disienten. A modo ilustrativo, Philip Tetlock capturó su desprecio por el pensamiento crítico en Expert Political Judgment. Entre otras investigaciones, el sociólogo canadiense preguntó, a finales de los años ochenta, a un abanico de expertos si esperaban una posible desintegración de la Unión Soviética. La mayoría erró el tiro descartando este escenario. Pero lo más interesante es que los expertos no renegaron de sus teorías cuando la evidencia las contradijo. Más bien admitieron que se les escapó una variable menor o que se dieron circunstancias excepcionales, cuya probabilidad era tan remota que no hicieron mal en descartarlas.

En nuestra esfera personal, todos somos más o menos proclives al confirmation bias: tendemos a dar más peso a los hechos que confirman nuestras teorías que los que las contradicen. Para evitar engrosar la lista de Serguéis de este mundo, una buena estrategia es preguntarnos «¿qué me haría cambiar de opinión?» siempre que nos sintamos especialmente atraídos por una teoría. También ayuda a desencallar discusiones subidas de tono tras un par de cervezas. A menos que se trate de fútbol, claro, porque Messi es el mejor del mundo, aunque pierda el mundial, y a Ronaldo no le pitarán un penalti hasta que no tenga que entrar el Samur a reanimarlo. Pero esa es otra historia.

*Imagen de portada: Tolstoi con sus nietos. Fuente: Wikicommons.