A comienzos de semana se cumplían cuatro años desde que Felipe de Borbón recogiera el testigo de su padre como jefe de Estado. Su nombramiento, tan inesperado como efectivo, coincidió con el ascenso de Podemos, aupado por el resultado de las «históricas» elecciones europeas de mayo de 2014 y el periodo de transición en el PSOE entre el liderazgo de Rubalcaba y el de Pedro Sánchez. Apenas un año después de las europeas y la abdicación del rey Juan Carlos, el «espacio Podemos» (Ahora Madrid, Barcelona y Zaragoza en común, Compromís, las mareas. etc) se hacía con la alcaldía en los principales ayuntamientos de España, con el valor simbólico que eso conlleva. Las elecciones generales de finales de 2015, con la participación de un Ciudadanos también en auge, acabaron suponiendo un punto de inflexión en la configuración tradicional del sistema de partidos español.
En estos cuatro años, por tanto, el reinado de Felipe VI se ha desarrollado paralelamente a la irrupción y primer desarrollo de lo que ha venido a llamarse «nueva política»: nuevos partidos, nuevos modos de participación, nuevas exigencias de transparencia por parte de la sociedad, una exigencia mayor en la ética y austeridad de los gobernantes, etc. En definitiva, ha surgido una nueva política, que nació del llamado «espacio del cambio» (Podemos y «las confluencias»), a la que se unió como novedad Ciudadanos (partido en quien algunos quisieron ver el «Podemos de derechas» —que dijo un banquero—), pero que parece haber supuesto un cambio en muchos aspectos del proceso político para todos los partidos.
A día de hoy, sin embargo, el PSOE ha sucedido al PP en un nuevo cambio de turno del tradicional bipartidismo, mientras que una monarquía renovada parece firmemente asentada, sobreponiéndose incluso a conflictos tan mediáticos como el caso Urdangarín (decimos parece porque el CIS lleva ya tres años sin preguntar sobre la monarquía). Este resultado tan «tradicional», después de tanta apariencia de cambio, puede y debe llevar a que reflexionemos sobre si realmente ha cambiado algo o si ha sido un simple momento de agitación que se cerrará sin grandes daños, ni para la corona ni para el bipartidismo.
¿Un régimen en proceso de cambio?
En los primeros compases de este nuevo tiempo eran frecuentes las alusiones de los líderes de Podemos al «candado del 78». Su discurso no iba dirigido solo a una reforma de sistema económico sino a una transformación del sistema político. Sin embargo, llegado el momento de las primeras elecciones generales de Podemos, en las que las expectativas del partido morado eran muy altas, se abandonó toda referencia a un posible cambio del régimen monárquico. El cambio de postura no fue casual. El propio Pablo Iglesias lo explicaba en un artículo para la New Left Review en verano de 2015:
Cuando insistimos, por ejemplo, en hablar de desahucios, corrupción y desigualdad y nos resistimos a entrar en debates sobre la forma de Estado (monarquía-república), la memoria histórica o la política penitenciaria, no quiere decir que no tengamos una posición al respecto o que la hayamos moderado, sino que asumimos que, sin dispositivos de poder institucional, no tiene sentido buscar en estos momentos terrenos de enfrentamiento que nos alejan de la mayoría, que no es «de izquierdas».
El discurso actual de Podemos, al competir por una base electoral muy amplia a la que se le presuponen deseos de moderación, ha renunciado a plantear seriamente una alternativa (más allá de tímidas apelaciones a promoción de los valores republicanos) en el elemento fundamental del sistema: la forma de Estado.
Hoy estamos más cerca de 1956 que de 1976; las principales fuerzas del sistema no han hecho ni ademán de liderar cambio alguno
La poca presencia de este asunto en el debate político se explica a su vez por la enorme rigidez y resiliencia al cambio de los partidos que representan la inmensa mayoría. Cuentan los historiadores que en el régimen de Franco hubo un primer momento de agitación en 1956, en el que se produjeron sonadas protestas estudiantiles que acabaron con el Ministro de educación del momento, pero no se alcanzó ninguna transformación profunda del régimen (que ya en ese momento introducía, eso sí, reformas para responder a la presión internacional). Hubo que esperar hasta 1976, con el fallecimiento del entonces jefe de Estado, para que las cosas empezaran a cambiar. Entre ambos momentos pasaron 20 años en los que apenas existía una oposición visible no comunista, que empezó a funcionar en los setenta (con las fuerzas que integraban la clandestina Junta democrática, luego la Platajunta, o iniciativas como el grupo Tácito). Solo cuando el cambio parecía ya inevitable se produjo una activación más amplia que alcanzó incluso a quienes tenían el poder.
Es indudable que en estos cuatro años han pasado muchas cosas. Sin embargo, visto el resultado provisional, se podría decir que 2014 fue más un 56 que un 76, pues las principales fuerzas del sistema (ya sean políticas o fácticas) no han hecho ni ademán de liderar cambio alguno, aunque no se pueda negar un ascenso histórico en la visibilidad de las fuerzas republicanas. Ha cambiado el jefe de Estado, sí, pero lo cierto es que las fuerzas pro-régimen no parecen estar por la labor de grandes reformas. Ni siquiera el nuevo partido Ciudadanos, que podría suponer una bocanada de aire fresco asimilando ideas republicanas desde una posición liberal, hace muestra alguna de tener interés en modificar la forma de Estado. A diferencia de los años setenta, en los que ya existían fuerzas liberales y democristianas contrarias al régimen franquista, ahora no se observa persona alguna de centro o de derecha (salvo el nacionalismo periférico) que vea oportuno el cambio de régimen. A lo sumo, se anuncian propuestas para la regeneración, pero mucho más tímidas que al comienzo de la crisis. Y el PSOE se mantiene en la equidistancia prudente, inclinándose en realidad hacia la posición conservadora por miedo a los efectos electorales que se derivarían de asumir posiciones más atrevidas.
Una primera conclusión, por tanto, es que no parece (considerada la posición política y la escasa presión social por el cambio) que de este momento de la nueva política vaya a salir un cambio en la forma de Estado. Del mismo modo, la única forma reconocible de ruptura es el movimiento por la República en Cataluña, un movimiento que no parece que vaya a contagiar a toda España (como el «druida» Beiras pretendió en algún momento). Ahora bien, el hecho de que no se vislumbre un cambio de régimen de Estado, ¿implica que no haya habido al menos un cambio en los métodos políticos o en el sistema de partidos?
Los nuevos partidos han asumido roles de los viejos para crecer, y los viejos roles de los nuevos para frenar su caída
Una renovación de métodos y una recomposición del sistema de partidos
Si algo hemos observado en estos cuatro años es que la nueva política ha venido adornada de un gran componente carismático. Decía Max Weber que el carisma como cualidad extraordinaria de un sujeto o grupo suele crear a su alrededor un cuadro administrativo que constituye toda una forma de legitimidad. Sin embargo, advertía también de que, con el paso del tiempo, dicha forma de legitimidad suele evolucionar en otra: la legal-burocrática. La nueva política llegó siendo una renovación carismática y aún conserva mucho de esto. Pero hay cosas en política (como la cuestionada necesidad de recurrir a cierto grado de organización de partido, sobre todo a largo plazo) que no son variables ni optativas, sino necesarias. El efecto ha sido doble: mientras la nueva política se «rutinizaba» asumiendo roles de la vieja política, esta también se contagiaba de las nuevas prácticas. Hay nuevos métodos, nuevas expresiones y nuevo ardor: los viejos partidos tienen más transparencia, las primarias son un método cada vez más extendido, las formas de participación son más flexibles, se busca fichar más personas de fuera de la política profesional, etc. Pero la nueva política no puede evitar cierto grado de burocratización que se suponía propio de la vieja. Resulta difícil determinar el efecto electoral de estos cambios, pero se podría decir que los nuevos partidos han asumido roles de los viejos para crecer, y los viejos roles de los nuevos para frenar su caída. En tanto ambos vayan consiguiendo resultados satisfactorios, ni los viejos se renovarán más, ni los nuevos arriesgarán más de lo que ya les hemos visto hacer.
A su vez, tras décadas de lo que los expertos llamaban «bipartidismo imperfecto», el sistema de partidos volvió en las elecciones de 2015 y 2016 a una composición parecida a la resultante de las elecciones de 1977, con cuatro grandes partidos nacionales. Además, desde los acontecimientos de octubre en Cataluña, se había venido consolidando la tendencia al crecimiento de Ciudadanos, llegando incluso a aparecer en las encuestas como posible partido ganador. Si dicha hipótesis (que, no obstante, parecen haber corregido las encuestas posteriores al ascenso al poder de Pedro Sánchez) se confirmase, el esquema sería más parecido aún al de los setenta: un gran partido de centro (UCD antes, Cs ahora), un gran partido de izquierda moderada (el PSOE, aunque mermado respecto a los 70), varios partidos más de izquierdas (el PCE, PSUC, PSP entonces, Podemos, IU y confluencias ahora —más fuertes que entonces, además de ir en lista única—) y un partido de centro-derecha hoy (PP), más a la derecha entonces (AP), que caería según las últimas encuestas al cuarto puesto.
Cabría señalar, sin embargo, una importante diferencia con respecto al panorama postfranquista: desde los setenta hasta octubre de 2017, marcado por la proclamación fallida de la República en Catalunya, la izquierda solía ganar siempre en número de votos. Durante el curso que ahora termina, no obstante, ha sido el centro-derecha el aglutinador de los movimientos electorales, afectados en mayor medida si cabe por la variable territorial. Dicha tendencia ha llevado a algunos a plantearse incluso si España está girando hacia la derecha (tradicionalmente España se ha considerado un país más de izquierdas). Las primeras encuestas posteriores a la moción de censura parece que lo niegan. Si se confirmase la tendencia que han mostrado las encuestas este curso, iríamos a una fragmentación parecida a la de los setenta, pero a medio plazo el centro derecha dominaría sobre la izquierda en número de votos. Ello nos permite valorar qué cambios deja realmente este periodo.
¿Cambiarlo todo para que nada cambie?
La primera sentencia del caso Gürtel ha desencadenado una serie de acontecimientos que han conllevado nada más y nada menos que una moción de censura que ha devuelto al PSOE el poder. Paralelamente, ha tenido lugar la constitución del nuevo Govern de la Generalitat catalana, lo cual ha enfriado en cierto modo el conflicto territorial que ha marcado este curso. Ante el nuevo panorama se vislumbran dos posibilidades: que los nuevos partidos se consoliden como partidos con posibilidades de ser primera fuerza (como parecía que iba a ocurrir desde octubre hasta mayo), dando lugar a un momento de fragmentación que siga poniéndole las cosas complicadas al bipartidismo; o que el bipartidismo se recupere (como parece que podría ocurrir después de la moción de censura).
Un cierto cambio no se puede negar. La política es hoy distinta que antes
Ocurra lo que ocurra, da la sensación de que la fragmentación ha venido para un tiempo largo. Si consideramos que los nuevos partidos emergieron de unas europeas hace cuatro años, y que las expectativas de las siguientes apuntan a más partidos con representación, todo apunta a que iremos hacia una mayor fragmentación parlamentaria. La novedad será que, tras un tiempo en el que dicha fragmentación era más frecuente en la izquierda (hasta el punto de quedarse muchas veces sin Gobiernos aun teniendo la mayoría en votos), la misma se ha extendido también a la derecha. Ello podría dar lugar a un equilibrio mayor derecha/izquierda, pues a más opciones para votar es previsible más movilización de voto en el lado derecho del arco. A la hora de articular Gobiernos a nivel general, asistiremos un tiempo a Gobiernos en minoría como el actual, y a Gobiernos de coalición como los conocidos a nivel municipal y autonómico. Tampoco sería descabellado que se formasen Gobiernos de coalición entre dos partidos «perdedores»: la situación cercana al triple empate entre Cs, PSOE y PP podría dar lugar a fórmulas muy novedosas. En caso de que la concentración futura de partidos tenga lugar, será seguramente con nuevos instrumentos como los «grupos de partidos» que he sugerido en otro lugar, aunque el modelo de partido instrumental está en cierta decadencia (hemos dicho que Galicia es el kilómetro cero de los cambios, y allí ya empieza a fallar).
Hace dos años nos preguntábamos en estas páginas si se iba a reiniciar el sistema o solo el sistema de partidos. Hoy estamos más cerca de la respuesta: pese al cambio de Rey y la irrupción de nuevas fuerzas de cambio, las novedades de estos cuatro años no parece que vayan a terminar en un cambio en la forma de Estado. Ni siquiera parece que el bipartidismo vaya a perder a corto plazo su posición de dominio. Pero un cierto cambio no se puede negar. La política es hoy distinta que antes. Los estándares éticos, la transparencia, la austeridad postcrisis y la participación son mucho más exigentes con nuestros dirigentes que en la primera fase (1977-2014) del régimen del 78. La fragmentación política, similar a la inicial, pero nueva, parece que ha venido para quedarse. La corona y el bipartidismo seguirán vivos tras estos cuatro años de cambios, pero la renovación carismática experimentada por todos les hará la vida más difícil. Si se logra algún día una transformación más profunda, será seguramente a base de capitalizar los logros conseguidos durante estos cuatro años que ya han hecho historia. Lo que se haga, con todo, será lento y en continuidad, pues al igual que hace cuarenta años, los protagonistas del cambio no son «ni gatopardos ni suicidas».