Si nos preguntasen qué es lo que más puede echar en falta un interno en un centro penitenciario, probablemente respondamos que se trata de la libertad. Al fin y al cabo, la privación de la misma es la mayor pena de la que dispone el Estado. No obstante, es otro factor el que, siendo menos obvio a simple vista, se destapa como fundamental según transcurre el tiempo de internamiento: la total pérdida de intimidad. La intimidad, entendida no como tener secretos, sino como llegar a ser el secreto que cada uno encerramos. Lo íntimo es, tal como afirma Josep Maria Esquirol en La resistencia íntima, «la piedra filosofal, la concentración más pura». No es casualidad, por ejemplo, que lo que más nos inquiete del panóptico de Bentham sea la constante sensación de ser observados, sin posibilidad de ocultarse de miradas indiscretas, de tener secretos. A partir de la entrada en el centro penitenciario, pocos serán los momentos en los que la persona interna pueda disfrutar de momentos de intimidad. Siempre con el compañero de celda, con los funcionarios, con los trabajadores sociales; ni siquiera un vis a vis puede llegar a suponer un acto realmente íntimo.

La intimidad es, por tanto, la fuente más valiosa e irreductible de la persona, la clave de bóveda de la personalidad del sujeto. Por ese motivo, no es de extrañar que su control y dominio sea una de las obsesiones de los regímenes totalitarios, que no triunfan totalmente hasta que la persona no desconfía solamente de su círculo de confianza sino incluso de sí mismo y sus espacios personales. Limitar, restringir, conocer en detalle la intimidad de una persona, supone ejercer un poder absoluto sobre la misma. Teniendo tamaña importancia, solo era cuestión de tiempo que se buscase hacer negocio con ella, y es en la últimas décadas, coincidiendo con la explosión tecnológica, que la comercialización de la intimidad se hace más visible.

El panóptico de Bentham. Fuente: The works of Jeremy Bentham vol. IV, 172-3, Wikimedia.

El capitalismo muta y pasa de buscar consumidores a crear los «prosumidores» de Alvin Toffler. Personas que crean y consumen sus propios productos, y lo que es más importante, experiencias.  El panóptico al que hacíamos referencia anteriormente se transforma. No solamente nos observan y nos sentimos observados, sino que lo deseamos. Es eso lo que afirma Bernard Harcourt en su último libro Expuestos. La opresión o el control constante deja de ser el método efectivo para vigilarnos para serlo la seducción o el like. Empezamos a convertir nuestra intimidad en la escultura típica del artista Jeff Koons: lisa, pulida, sin aristas o pliegues. Ese modelo íntimo parece seguir el concepto moderno de «lo bello» descrito por Byung-Chul Han. El filósofo surcoreano estuvo recientemente en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), donde afirmó que «en la orwelliana 1984, esa sociedad era consciente de que estaba siendo dominada, mientras que hoy no tenemos ni esa consciencia de dominación». Puede llegar a darse la perversión de que, pretendiendo escapar de esa dominación y denunciandola, no hagamos más que robustecerla. El reverso de la moneda del auge de la democracia digital lo encontramos en la monitorización de nuestra desobediencia y la geolocalización de nuestra resistencia. Que es exactamente lo que sucede cuando la policía rastrea a la gente en Facebook o twitter.

No se trata de disfrutar de la comida del restaurante de moda, sino de disfrutar mostrando que estamos comiendo en el restaurante de moda

Por otro lado, el nuevo modelo de vida «líquido», por utilizar la afortunada expresión de Bauman, no busca tanto la adquisición de más y más bienes, como el disfrute y acumulación de experiencias. El hecho de que cada vez se vendan más «cajas de experiencias» como regalos no es tampoco una casualidad. Pero consumir la experiencia es solo la primera parte de esta nueva economía de la intimidad. La conditio sine qua non para que esta sea un éxito es, precisamente, anular la intimidad misma. Hacer visible lo invisible. Compartir lo que uno hace, en todo momento y sin excepciones. No se trata de disfrutar de la comida del restaurante de moda, sino de disfrutar mostrando que estamos comiendo en el restaurante de moda. La moneda de cambio de esta economía es nuestra intimidad. Y es solo el principio. Con toda la información de nosotros mismos que cedemos voluntariamente, y gracias al auge del Big Data o metadatos, las empresas de la economía de la intimidad son capaces de dar con nuevas y sorprendentes correlaciones, capaces de saber qué nos gusta o qué nos pasa de una manera más fiable que nosotros mismos.

La siguiente derivada de la mercantilización de la intimidad es la grieta que se abre en la figura tradicional del «Estado». De igual manera que su capacidad legislativa y económica se desplaza hacia instituciones contramayoritarias y supuestamente tecnocráticas, su función de «vigilante» se deslocaliza en las empresas privadas tecnológicas. Es ya en un estadio posterior cuando, como también expone Bernard Harcourt a partir de las revelaciones de Snowden, los gobiernos y sus agencias de inteligencia recaban la información. Muchas de las últimas polémicas que han surgido en los comicios electorales de los últimos tiempo, desde las presidenciales americanas hasta las francesas, pasando por el referéndum del Brexit y el conflicto catalán, siguen esas pautas.

En la nueva sede de Apple, ya ha habido quejas de algunos empleados sobre las oficinas abiertas.

Se da la paradoja, finalmente, de que lo íntimo, lo que pensamos que nos caracteriza, que nos hace ser como somos, viene prefijado por análisis externos y potenciado por filtros burbuja, que diría Eri Pariser, o cámaras de eco. Creemos darnos forma, ser únicos o singulares cuando realmente lo que se busca y consigue es hacernos iguales a base de «diferencias comercializables», como sostiene Chul Han. El mismo autor afirma que «cuanto más iguales son las personas, más aumenta la producción». La diferencia no es rentable para el sistema neoliberal. Un ejemplo práctico de esa estandarización en la gran empresa puede encontrarse en los modelos flex office que empiezan a implantarse en las grandes compañías, donde nadie tiene su propio puesto de trabajo. Todos pueden trabajar en cualquier puesto, sin que se puedan dejar objetos personales al finalizar la jornada laboral. Se busca mejorar la eficiencia al tiempo que se pierde una parte de intimidad y de identidad.

Conviene en este momento recordar a Josep María Esquirol cuando afirma: «El camino hacia la intimidad es camino hacia el misterio, hacia el secreto; (…) la dirección contraria a la intimidad es la caracterizada (…) por la dispersión e incluso por la exposición hostil». Con todo, no se trata de demonizar las redes sociales, simplemente de ser conscientes, como dice el proverbio, de que, al coger un palo por el extremo, también levantamos el otro. Se trata, por tanto, de ser conscientes de los peligros que conlleva la sociedad de la transparencia sobre la que nos advierte Byung-Chul Han y de valorar la esencia que reside en lo íntimo y que tan bien reflejaba Tanizaki en El elogio de la sombra. De saber mantener nuestra intimidad en lo privado y que no nos priven de ella.

 

*Imágen de portada: El «Presidio Modelo» en la Isla de la Juventud, Cuba, donde Fidel Castro fue encarcelado en 1953. Fuente: Wikimedia.