Si ha tenido realmente la experiencia del arte,
el mundo se habrá vuelto más leve y luminoso.[1]

En una sociedad dominada por la tecnocracia, el hedonismo facilón y la velocidad, no es difícil detectar la carencia de sentido a la que se somete la pintura.

La pintura, tanto para el que la realiza como para el que la contempla, exige detener el mundo, excluirse del fluir constante y enfrentarse a la imagen creada o por crear. Podemos, entonces, decir que la pintura  padece el mal de la exclusión, y, de hecho, será esta afección la que la torne tan atractiva como misteriosa.

Siempre he pensado que si un tipo, por muy catedrático que fuese, introducía en su discurso un paréntesis para hablar de la etimología de un concepto, implicaba casi de manera directa (salvo que este fuera alemán) que no tenía demasiada idea de lo que hablaba. Además, y de acuerdo con Delillo, «¿Para qué servía el latín si uno no podía reducir los códigos formales a los empellones del argot callejero?»[2] Dado que no soy catedrático y no se me da mal el manejo de la gramática parda, perdonaréis que el firmante piense sin desobedecer a Delillo el origen etimológico del «mal de la exclusión».

Puesto que de « mal» parece que últimamente vamos sobrados, pensemos en el origen de la palabra «exclusión», del latín, excludere:

– Excludere = ex (cerrar, encerrar) + claudere (movimiento del interior al exterior)

Ambas palabras son síntomas del mal de la pintura el cual parece entrañar un doble movimiento: por un lado ex, el tránsito sufrido por el fantasma del pintor, desde su interior, pasando por sus manos, hasta finalmente el lienzo. Un viaje, un exceso ante el cual es imposible resistirse a formular la pregunta sobre su destino. Y por otro lado, claudere, el encierro, la clausura de lo que se desprendió de aquellas manos que pintaban;  la parcelación de lo que en un principio era fugitivo. Movimiento ante el cual se erige otra pregunta: ¿serán el marco y el lienzo lo suficientemente rígidos como para contener la fuga?

En tales arenas movedizas andaba metido hace unas semanas mientras subía las escaleras mecánicas del metro Tribunal con destino a la exposición de pintura colectiva que se celebró en El Enclave. Para quien no lo conozca, que vaya por favor. Se trata de un lugar maravilloso que ofrece un refugio a la creación.

El caso es que entré allí, armado y peleado con el arenoso aparato conceptual del que he trazado un breve bosquejo hace unas líneas, dispuesto a aplicarlo con detalle a cada aparición, a cada trazo, hasta que eché un vistazo a la derecha y topé con unas piernas columpiándose en el aire, topé con un cuadro de María Argüelles.

Lienzo de María Argüelles

Lienzo de María Argüelles

Matisse decía que aquel que quisiese ser pintor debía cortarse la lengua. Pues bien, sentí cómo aquella frase se universalizaba. Todavía tenía lengua, pero no encontraba las palabras que la completasen. Un abismo se abrió entre aquel cuadro y yo.

Mudo, me encontraba mudo, notaba cómo el cuerpo de la imagen entraba en relación conmigo y me despojaba de los caprichos de la circunstancia. Solos, la imagen y mi mudez se mostraban diciendo adiós a cualquier horizonte cotidiano del que pudiese disponer anteriormente, y me abandonaban ante mi finitud y, lo que era aún peor, ante la infinitud de la imagen. Según Julián Santos, el retrato de Medusa de Caravaggio «viene a decirnos que ser observado, que ser imagen es, morir, y que observar, observar imágenes, es matar; e incluso, que la imagen siempre se puede volver contra uno, que siempre nos puede jugar una mala pasada porque nos desapropia y, en rigor, hay algo en ella que no nos pertenece»[3].

”Medusa” de Caravaggio. Wikipedia Commons.

”Medusa” de Caravaggio. Wikipedia Commons.

Las preguntas de la escalera del metro parecían responderse solas mientras me demoraba ante aquel cuadro. No había marco suficiente que contuviese la fuga de su contenido, de su fantasma. Es más, aunque inseguro, pues desconocía su paradero, el fantasma parecía ofrecerse democrática y multidireccionalmente; lo cual respondía también a la primera pregunta que formulaba acerca de su destino.

«El mal de la exclusión» tomaba otro color, otro sentido, otra imagen… La imagen ya no era lo excluido, si bien parcialmente lo era, sino que simultáneamente se abría como un punto de fuga infinito a la interpretación. Ahora, el excluido, el despojado, el fantasma encerrado, era el contemplador.

Si os soy sincero, tanta idealidad me superaba para ser sábado por la tarde. Así  que decidí dar una vuelta y alejarme de fantasmas, marcos y destinos, y pensar únicamente en la imagen.  Bajé por la calle Farmacia y doblé la esquina hasta Augusto Figueroa, justo en la esquina con Hortaleza, retrocedí.

Lo primero que pensé es que el gesto tanto de las piernas como de las manos expresaba  vértigo y curiosidad, como si la chica del cuadro buscase con su mirada —invisible al espectador, por otro lado— algo que se encuentra allí abajo, pero no en las profundidades, pues en ese cuadro hay demasiada luz como para hablar  de profundidades.

También pensé en aquellas piernas jugueteando suspendidas en el aire mientras las manos se agarraban al borde de una piscina vacía y mientras la carcajada de una niña acababa con el mes de mayo.

Lo que me resultó más  inquietante fue la ausencia del rostro en el cuadro, así como de los pies. Hay alguien suspendido que, jugueteando, curiosea y se muere de miedo; y lo único que muestra claramente son sus manos agarrándose a un punto, siendo este el único punto de tensión de la pintura. ¿Acaso el desvanecimiento de los pies suspendidos apunta hacia lo finito?

Sin embargo, la parte superior de la mujer no se desvanece, simplemente no tiene lugar en el cuadro. ¿Podría estar mirándose a sí misma desde fuera del marco?  «Desde luego, mirar a otro es convertirlo en imagen, capturar su finitud, su alteridad, convertirlo en un muerto, aunque sea yo quien miro mi imagen»[4]. ¿Acaso esa mujer me habla de un porvenir inapropiable que parece que se lleva el viento como a sus propios pies, pero inapropiable precisamente porque se resiste a ir tras ellos y se aferra a ese bordillo con ambas manos? ¿Acaso la finitud le devolvía la mirada al mirarse a sí misma como me estaba sucediendo a mí?

Había vuelto a El Enclave y me encontraba de nuevo ante la impaciencia y la tensión propias de la ausencia; viendo como articulaban las manos que en el cuadro se aferraban a la superficie.

No podía más. El vértigo producido por el abismo del que pendían esas piernas, por el abismo que se abrió entre aquel cuadro y yo,  me obligó a irme otra vez pensando en Delillo. «A veces veo cosas tan conmovedoras que sé que debo marcharme. Contémplalas y vete. Si te quedas demasiado tiempo, desgastas esa conmoción. Ámalas, confía en ellas y vete»[5].

 

[1] ^Gadamer, H. (1991): La actualidad de lo bello, Barcelona, Paidós, p.73.

[2] ^Delillo, D. (2014): Submundo, Barcelona, Austral , p.120.

[3] ^Santos Guerrero, J. (2009): “La Catástrofe de Medusa” en Escritura e Imagen, Vol.5,.p.58.

[4] ^Santos Guerrero (2009).

[5] ^Delillo, D. (2014): Submundo, Barcelona, Austral , p.94