En el universo de las ideas, abundan aquellas que, siendo unánimemente aceptadas por nuestros antepasados, hoy en día nos repugnan. Aristóteles defendió la existencia de esclavos por naturaleza, incapaces de sobrevivir sin el dominio benevolente de sus amos. Hegel pensaba que las mujeres regulaban sus acciones por inclinaciones y opiniones arbitrarias y por lo tanto eran ineptas para las ciencias y la filosofía. Sir Francis Galton se entusiasmaba con la idea de suplantar en África a la «inferior raza Negra» con la raza China, «amante del orden y el trabajo». Todos ellos expresaron ideas —esclavitud, misoginia y racismo— tremendamente populares en su época y que han dejado de serlo.

Es imposible anticipar qué ideas presentes espantarán a las generaciones futuras. Pero si en un arrebato ludópata apostase por una, elegiría aquella que afirma la legitimidad de detener la migración humana mediante el uso de la violencia. En pocas palabras, los ciudadanos de países pobres no pueden trabajar en países desarrollados porque los detienen militares con pistolas en la frontera. Esta situación es, en mi opinión, moralmente injustificable, económicamente ineficiente y alterable mediante reformas graduales, beneficiosas para la gran mayoría. En este primer artículo me centró en los factores económicos que empujan hacia una apertura gradual de las fronteras para los trabajadores.

 

Una desventaja desorbitada e ineficiente

Los paladines del desarrollo internacional suelen denunciar la asimetría de los tratados comerciales, la ineficiencia de la ayuda oficial o las condiciones de la deuda externa de los países menos desarrollados. Sin embargo, el mayor obstáculo para prosperar al que se enfrentan los ciudadanos de estos países es el coto a su inmigración hacia los países ricos. El lugar donde trabajamos tiene una influencia determinante sobre nuestros ingresos. Esto ocurre porque la productividad de un trabajador depende fuertemente de la productividad media de la economía en la que ofrece sus servicios. Los taxistas londinenses pueden ingresar cinco o seis veces más que sus colegas en México D. F., aunque su pericia al volante es prácticamente idéntica. La diferencia es que el coste de oportunidad de los banqueros y consultores de la City es muy superior al de los clientes de la capital mexicana. El reputado economista Branco Milanovic define el premium de ciudadanía como la renta que una persona recibe por el mero hecho de haber nacido en un país. Comparando cada percentil de la distribución de ingresos y utilizando la República Democrática del Congo como base, calcula que esta renta es igual a un 355 % en EE. UU., a un 329 % en Suecia y a un 164 % en Brasil.

Cuesta exagerar la ineficiencia estrictamente económica del estado actual de la migración global, que distorsiona cada mercado laboral y la geografía de las inversiones productivas e impide la difusión del conocimiento y la experiencia. Las simulaciones más rigurosas sugieren que, eliminando todas las trabas a la inmigración, el PIB mundial podría aumentar entre un 50 % y un 150 %. Pero no hacen falta cambios radicales para obtener ganancias sustanciales. Hace una década, el Banco Mundial estimó que el beneficio de relajar las políticas migratorias para incrementar la fuerza laboral en los países desarrollados un tres por ciento rondaría los 300.000 millones de dólares, más de cuatro veces el montante de la ayuda oficial al desarrollo a nivel global. Mientras tanto, el economista francés Philip Martin calculó que tan solo cinco países ricos gastaban 17.000 millones de dólares en prevenir la inmigración.

 

Beneficios (potenciales) para todos

En última instancia, son ideas las que impiden una mayor libertad migratoria. Dos en particular disfrutan de una gran preeminencia, a mi juicio inmerecida:

  1. La inmigración perjudica a los residentes de los países de acogida. Daña a las arcas públicas, aumenta el desempleo, deprime los salarios, aumenta la criminalidad…
  1. La emigración perjudica a los ciudadanos de los países de origen que se quedan. Los países de acogida atraen a los más productivos, causando un fenómeno de brain drain, y dejando al resto sin élites para hacer prosperar al país de origen.

La primera proposición cotiza al alza en Europa, con el inestimable apoyo de UKIP (sigla inglesa del Partido por la Independencia de Reino Unido) en Reino Unido y el Frente Nacional en Francia, entre otros. Y sin embargo la evidencia empírica insiste en refutarla. Primero, persiste la creencia de que los inmigrantes acaparan los servicios públicos sin apenas contribuir con sus impuestos a financiarlos, especialmente en Reino Unido, donde un 59 % de la población juzga la inmigración de excesiva. Mientras tanto, el catedrático Cristian Dustmann y Tomasso Fratinni estiman que, en ese mismo país, el inmigrante medio contribuye un 34 % más a las arcas públicas de lo que recibe del Estado. Segundo, existe un abismo entre el impacto real y el percibido de la inmigración sobre el mercado laboral. Cualquier estudiante universitario de Economía prevería que la inmigración, aumentando la oferta laboral (y desplazando la curva de oferta hacia abajo), reduciría significativamente los salarios de los nativos. Pero el descenso apenas sería perceptible si la demanda laboral fuese muy elástica, si el aumento del tamaño del mercado provocado por la inmigración afectase a la demanda laboral o/y si el capital internacional fuese suficientemente móvil para reequilibrar los ratios de trabajo y capital, entre otras posibilidades. Los estudios aplicados coinciden en que la inmigración apenas reduce los ingresos de los locales, si es que lo hace en absoluto. Hatton y Williamson (1994) calculan que las migraciones masivas del siglo XIX apenas redujeron los ingresos de los residentes entre un 1 % y un 2 % por década. En EE. UU. y Reino Unido, Borjas y Katz (2007) e Ian Preston y sus colaboradores (2014), respectivamente, estiman un impacto asimétrico de la inmigración, deprimiendo las rentas más bajas pero incrementando las rentas medias y altas, generando ganancias netas para las rentas del trabajo.

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Fotografía de Sara Prestianni publicada en Flickr por Noborder Network bajo licencia CC

Otra gran preocupación en los países de acogida es que la inmigración dispare el crimen y la inseguridad, pero de nuevo cuesta encontrar evidencia de ello. En Italia, Bianchi y sus colegas (2012) no encuentran relación alguna entre inmigración y criminalidad. En Reino Unido, Bell, Fasani y Machin (2013) encuentran efectos ligeramente positivos en la incidencia de crímenes contra la propiedad de una ola migratoria y efectos ligeramente negativos de otra, mientras que ninguna parece impactar la incidencia de crímenes violentos. En España, por el contrario, Alonso y sus colaboradores (2008) sí encuentran una relación positiva, aunque moderada y utilizando una metodología econométrica algo dudosa.

Las simulaciones más rigurosas sugieren que, eliminando todas las trabas a la inmigración, el PIB mundial podría aumentar entre un 50 % y un 150 %

Si la primera proposición suele asociarse con movimientos reaccionarios, la segunda, que defiende que la emigración perjudica a los ciudadanos de los países de origen, suele encontrarse en el extremo opuesto del espectro político. El argumento tiene al menos tres partes: la emigración es selectiva —ya que son los mejores quienes se marchan—, la emigración tiene externalidades negativas sobre la productividad de los que se queda, y reduce la probabilidad de cambios políticos en regímenes corruptos y autoritarios. La primera proposición no siempre es verdad, pero asumamos que lo es. Las externalidades negativas del famoso brain drain no son fáciles de estimar, pero hay motivos para pensar que no son excesivas. Clemens (2007) sugiere que, si lo fuesen, aquellos países africanos con mayor emigración de médicos y enfermeras tendrían sistemáticamente peores condiciones de salud que el resto. En la práctica sucede exactamente lo contrario. Además, el fenómeno laboral que hemos descrito en los países de acogida se da de forma inversa en los países de origen. Al disminuir la oferta laboral, conservando el capital, la emigración podría aumentar los ingresos de la población local, incluso omitiendo las remesas del extranjero. Mishra (2007) apunta a que probablemente esto sucede en México, donde la emigración pudo incrementar los ingresos de los trabajadores locales en un 8 % en las tres últimas décadas del siglo XX. Karlström (1985) encuentra un aumento similar al estudiar los efectos de la emigración sueca en el siglo XIX, así como O’Rourke (1995) en el caso irlandés. Pero incluso si la emigración tuviese externalidades negativas, bastaría con crear un impuesto de emigración, como sugirieron hace décadas los reputados economistas Bhagwati y Dellalfar, para compensar a aquellos que se quedan en sus países de origen. Por último, el impacto que tiene la emigración sobre la política nacional es, por motivos evidentes, más difícil de estimar. Sin embargo los hechos no parecen apoyar la teoría de que la emigración ayuda a perpetuar tiranías. De los diez países con mayor proporción de población emigrante, ocho son democracias o han experimentado aperturas democráticas en las últimas décadas según el popular índice de Polity IV y tan solo los gobiernos de Eritrea y Kazajstán han acentuado su faceta autoritaria. Además, un frecuente denominador común entre líderes independentistas y democratizadores —de Simón Bolívar a Léopold Sédar Senghor pasando por Mohandas Gandhi, Kwame Nkruma, Jomo Kenyatta y un largo etcétera— es que, por un período previo a su liderazgo político, fueron emigrantes.

 

Cinco fuerzas irresistibles de la migración

Hasta ahora he argumentado que las restricciones globales a la migración perjudican enormemente a los más vulnerables y que su reducción gradual puede generar beneficios para todas las partes implicadas. Independientemente de la validez de estas ideas, la urgencia del debate migratorio solo puede ir en ascenso. El economista Lant Pritchett, en su obra Let Their People Come, nombra cinco fuerzas irresistibles que aumentan la presión migratoria a nivel mundial:

  1. Brechas salariales entre trabajadores no cualificados. Pritchett recuerda que diferencias salariales de dos a uno o cuatro a uno motivaron las masivas migraciones atlánticas del siglo XIX. Como hemos visto, la brecha actual es más bien de diez a uno, y la mayor parte de esa disparidad no se explica por características personales. Aunque las economías emergentes sigan creciendo a mayor ritmo que las desarrolladas, las diferencias seguirán siendo enormes durante décadas.
  1. El factor demográfico. La pirámide demográfica de los países ricos suele ser de todo menos piramidal, con una población que envejece rápido y un sistema de pensiones difícilmente sostenible. Mientras tanto, los países en vías de desarrollo cuentan con una población joven y en expansión y mercados laborales no siempre capaces de asimilar a los jóvenes.
  1. La globalización de todo menos el trabajo. La globalización ha alcanzado un nivel tal que la ganancias potenciales de una mayor liberalización del comercio o de los mercados de capital, de existir, no parecen sustanciales. Además el coste de la emigración es cada vez menor tanto a nivel económico—transporte más seguro, frecuente y barato— como personal gracias a las nuevas tecnologías —telefonía, Internet…—.
  2. El crecimiento de los empleos poco cualificados en las economías avanzadas. A los políticos y gurús empresariales se les suele llenar la boca con términos como economía de la innovación, ensalzando la productividad del conocimiento y la creatividad. No se equivocan en destacar la importancia de la innovación en las economías modernas, pero suelen olvidar el corolario de que un incremento en la productividad, junto al envejecimiento de la población y la globalización de la industria, tiende a aumentar la demanda en los sectores no comercializables, que suelen emplear a trabajadores relativamente poco cualificados. Este fenómeno, contrastado en EE. UU. por Goos y Manning (2007), también aumentará el efecto llamada a la inmigración.
  3. Crecimiento asimétrico, zombies y fantasmas. La economía mundial genera choques que impactan a las regiones de forma desigual. Cuando se producen fuertes caídas en la demanda laboral de una región por un cambio tecnológico, agrícola o relacionado con los recursos naturales, esa región puede convertirse en fantasma —a través de la emigración— o en zombie —manteniendo el nivel de población con mayores tasas de desempleo y pobreza—. Sin ser deseable en sí misma, la primera opción parece preferible a la segunda.

Estas fuerzas hacen de la migración una de las áreas más importantes de la política internacional en las próximas décadas. Si algo importa el bienestar de las personas más vulnerables del planeta y la eficiencia productiva de la economía mundial, no creo que aumentar las trabas y restricciones a la inmigración sea el camino a seguir. Aquí he hablado de economía y soy consciente de que nadie—o al menos no yo— posee certezas absolutas cuando se trata de la ciencia lúgubre. Sin embargo no hace falta adoptar una perspectiva estrictamente utilitaria para defender una apertura gradual de las fronteras para los trabajadores. En mi opinión, hay motivos éticos de peso para justificar un mundo más abierto, con independencia de la economía. Pero eso es carne para otro artículo.