«Es la historia de un hombre que cae de un edificio de 50 pisos. Para tranquilizarse mientras cae al vacío, no para de decirse: hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien. Pero lo importante no es la caída, es el aterrizaje». Son las palabras que acompañan la secuencia introductoria de la película francesa La Haine (El odio) de Mathieu Kassovitz. Aunque fue realizada en 1995, nos enfrenta a una realidad que hoy se ha vuelto más patente que nunca: algunas sociedades europeas están al borde del enfrentamiento identitario. Dentro de este contexto general de polarización, el caso francés representa  una situación particularmente alarmante, algo así como el ojo de la tormenta. El crecimiento de las desigualdades económicas, sumado a la persistencia del muy polémico estado de emergencia – utilizado en muchas ocasiones de manera excesiva y selectiva, según este reciente informe de Amnistía internacional y al creciente apoyo de la población a las fuerzas xenófobas, están configurando una situación que fácilmente puede derivar en un estallido social. En pocas palabras, la sociedad francesa es una verdadera olla a presión a punto de explotar, aunque pocos parecen ser conscientes de ello.

Fotograma de La Haine (1995).

Fotograma de la película La Haine (1995).

Los múltiples ataques que ha sufrido el país en menos de un año y medio alimentan el odio y el resentimiento de una sociedad cada vez más dividida por una frontera cultural.  Hace ya algunos meses se hicieron públicas unas declaraciones que Patrick Calvar (Director general de la seguridad interior francesa, DGSI según sus siglas en francés) realizó en 2015 frente a la comisión parlamentaria encargada de investigar los atentados que desangraron París ese mismo año. Sus predicciones eran llamativamente premonitorias:

«Pienso que ganaremos contra el terrorismo», declaraba Calvar. «No obstante, estoy mucho más preocupado por la radicalización de la sociedad y el movimiento de fondo que la anima […]. Uno o dos atentados más y la confrontación estallará. Tenemos la responsabilidad de anticiparnos y bloquear todos los grupos que querrían, en un momento u otro, provocar enfrentamientos intercomunitarios».

Desde entonces, Francia no ha dejado de ser atacada. La última vez en Niza, donde un camión embistió contra el público que aquella noche asistía a los festejos del 14 de julio, día de la fiesta nacional. Y mientras tanto, la narrativa del choque de civilizaciones suma seguidores. Para muchos, cada atentado confirma que el enfrentamiento es inevitable y que el modelo de sociedad multicultural que existe en Francia es insostenible. Sin embargo, es importante cuestionar la manera en que se plantea la problemática del terrorismo actualmente. ¿Hay algo de necesario en el antagonismo cultural que existe entre Oriente y Occidente? ¿Es imposible plantear unas bases comunes para la convivencia y la empatía? En definitiva, lo que se pone en duda es que el fanatismo sea exclusivamente un problema securitario. Quizás, la clave para comprender las transformaciones recientes del panorama socio-político francés sea reflexionar sobre su dimensión identitaria.

«Estoy más preocupado por la radicalización de la sociedad y el movimiento de fondo que la anima. Uno o dos atentados más y la confrontación estallará» (Patrick Calvar)

Los mecanismos del repliegue identitario

Amin Maalouf. Fuente: France Diplomatie, fotografía tomada de Flickr.

Amin Maalouf. Fuente: France Diplomatie, fotografía tomada de Flickr.

En su ensayo Identidades asesinas, el escritor franco-libanés Amin Maalouf reflexiona acerca de los mecanismos de este repliegue identitario, es decir, la tendencia a reagruparse dentro de las fronteras de lo familiar y mirar con sospecha al otro, siempre tan peligroso como desconocido: «la gente suele tender a reconocerse en la pertenencia que es más atacada». A pesar de que lo que llamamos identidad parece más un mosaico compuesto por innumerables elementos que un bloque uniforme, los ataques dirigidos expresamente a una comunidad transforman la percepción que las personas tienen de sí mismas y del resto. Como dice el propio autor, «esa pertenencia – a una raza, a una religión, a una lengua, a una clase – invade entonces la identidad entera. Los que la comparten se sienten solidarios, se agrupan, se movilizan, se dan ánimos entre sí, arremeten contra “los de enfrente”». Los ataques simbólicos a una comunidad por lo que esta es o representa provocan una reconfiguración de la frontera nosotros/ellos alrededor de esa pertenencia particular. Es el sentimiento de un enfrentamiento inminente o de una amenaza latente lo que crea a los bandos, y no a la inversa.

Así, el fanatismo islámico de DAESH busca generar una fractura dentro de la sociedad francesa entre musulmanes y no musulmanes. Los atentados y la propaganda del grupo terrorista,  más allá de provocar el mayor número de muertes posibles y sembrar un clima de terror, parecen estar pensados con el objetivo de generar un repliegue identitario masivo y fomentar el sentimiento de un enfrentamiento irremediable entre culturas opuestas por naturaleza: entre la Francia tradicional, blanca y católica, y la Francia de la inmigración, principalmente magrebí y musulmana.  Lo más  preocupante es que la mayor parte de la clase francesa no está siendo capaz de contrarrestar ideológicamente esta polarización. Al contrario, tanto la línea oficial del gobierno como el discurso de sus adversarios políticos están contribuyendo a dinamitar la posibilidad de una sociedad multicultural al asentar la tesis de una fractura identitaria insalvable.

El reciente debate acerca del burkini (una prenda de baño que cubre desde los tobillos hasta la cabeza) parece paradigmático desde este punto de vista. La polémica, que ha llenado las portadas de los diarios franceses durante las últimas semanas, surge en un contexto de tensión social,  marcado por el reciente atentado de Niza, que dejó una centena de muertos el pasado mes de julio. La cuestión adoptó una escala nacional cuando la prenda fue prohibida por una normativa municipal, impulsada por el alcalde de Cannes David Lisnard ( UMP). El ejemplo fue seguido más tarde por otras localidades de la turística Côte D’Azur. El pasado 26 de agosto el Consejo de Estado invalidó una de estas normativas y asentó una  jurisprudencia para que el resto de ellas fueran anuladas. No obstante, la polémica ha puesto de manifiesto la intensidad de las tensiones alrededor de estas cuestiones identitarias.

La gente tiende a reconocerse en la pertenencia que es más atacada

Lo que para muchos es únicamente una prenda de baño, para otros, como el ex-ministro de Interior M. Sarkozy, representa un «acto político, militante, un provocación». El actual candidato a las primarias de la derecha francesa consideraba incluso que el uso del burkini en los espacios públicos era una ataque directo a los valores de la República y un acto de «tiranía de las minorías», es decir, un intento de generalizar comportamientos radicales y marginales. También el primer ministro, Manuel Valls, se pronunciaba en este sentido en un reciente artículo para el Huffington Post: «El burkini no es una prenda de baño anodina. Es una provocación, el islam radical que surge y quiere imponerse en el espacio públicas». Aunque estas declaraciones suelen ir acompañadas de las mejores intenciones (defensa de la libertad de las mujeres, respeto del principio de laicidad, etc), algunos colectivos han interpretado la reciente normativa como una muestra de odio racial y un acto discriminatorio contra la comunidad musulmana. En la manifestación que se convocó el pasado 25 de Agosto en contra de las normativas anti-burkini frente a la embajada francesa en Londres, se podían ver pancartas con el mensaje «Islamophobia is not freedom» [La islamofobia no es libertad]. El alto comisariado de las Naciones Unidas para los derechos Humanos también se ha hecho eco de esta problemática, denunciando la estigmatización que implica la prohibición del burkini: «Estos decretos no mejoran la situación securitaria francesa; tienden, al contrario, a alimentar la intolerancia religiosa y la estigmatización de personas de confesión musulmana en Francia, en particular en contra de las mujeres».

El ejemplo del burkini, a pesar de ser paradigmático, encaja dentro de un contexto político estructurado en gran parte por la retórica xenófoba del Frente Popular de Marine Le Pen. Como explica el historiador especialista en movimientos de extrema derecha Nicolas Lebourg, «en el nacionalismo [del FN], tenemos de un lado a un “ellos”, un “los otros”, representados por la presencia arabo-musulmana, y del otro, a un “nosotros que debemos preservar”».  El discurso del Frente Nacional no sólo aboga por un repliegue identitario de los supuestos «verdaderos franceses» frente al riesgo de «contaminación», sino que también incita al odio contra aquellos que no se adaptan a su idea de «pueblo». Un ejemplo de ello son las declaraciones del candidato del partido en Haute-Vienne, quien publicó en 2014 en su perfil de Facebook que «no existen 36 islams sino uno solo, el que incita al asesinato y la guerra santa». No se queda lejos de la incitación a la violencia de Chantal Cramer, candidata en  La-Tour-du-Crieu, quién declaraba en twitter: «El islam y los Mahometanos son la nueva peste bubónica del siglo. Hay que combatirlos y eliminarlos sin  vacilar y por todos los medios posibles». Por ello sorprendieron las declaraciones de la líder del partido de extrema derecha en 2015, en las cuales afirmó, en un contexto marcado por el aumento de la violencia en contra de la comunidad musulmana  tras los atentados de enero de ese mismo año, que en Francia no hay islamofobia.  

La líder del FN, Marine Le Pen. Fuente: Wikicommons.

La líder del FN, Marine Le Pen. Fuente: Wikicommons.

Resulta muy difícil, sin embargo, defender que en Francia no exista un sentimiento islamófobo. Sus manifestaciones son variadas y pueden verse frecuentemente. Tras la masacre de Charlie Hebdo hubo un aumento de un 70 % de los ataques islamófobos (ataques a mezquitas y otros lugares de culto y agresiones físicas, principalmente) respecto del mismo periodo del año anterior. A esto se le suma la marginalización en la que viven muchos franceses hijos de la inmigración. Las torres de los barrios periféricos de muchas ciudades francesas se han convertido en una monumental expresión del fracaso del  sistema socio-económico del país, incapaz de integrar a miles de personas. El nacionalismo xenófobo del Frente Nacional no hace más que reproducir la estrategia del fanatismo islámico: hacer ver que la convivencia es imposible.

«Nous sommes en guerre»

El estado de emergencia está cerca de confundirse con la normalidad en Francia.  La amenaza terrorista ha servido para prolongarlo hasta en cinco ocasiones, la última tras el atentado en Niza. Recientemente, la ONG Amnistía Internacional advertía acerca del impacto negativo de esta medida de excepción sobre las libertades y derechos de los ciudadanos. Según el informe publicado en febrero de 2015, el estado de emergencia había servido para amparar un exceso de arbitrariedad y discrecionalidad del uso de la fuerza por parte del Estado. En particular, señalaba que ciertas medidas de urgencia habían sido aplicadas siguiendo unas bases discriminatorias -la práctica del Islam o la cercanía con otros musulmanes, pero también la pertenencia a sectores identificados con la extrema izquierda-. Además de legalizar ciertos usos desmedidos de los poderes del Estado, la prolongación del estado de emergencia asienta un clima de inseguridad y desconfianza, que puede fácilmente derivar en una escalada de la tensión social. Como señala el profesor e investigador de la Universidad Paris-8, Eric Fassin, «lejos de ser una garantía de seguridad, la política securitaria provoca inseguridad. Por un lado, suscita un sentimiento de inseguridad en aquellos que debería reconfortar: las ametralladoras asentadas en los espacios públicos generan un clima. Por otro, provocan una experiencia de inseguridad en aquellos que amenaza realmente (…). Hace años que no paramos de escuchar hablar acerca del “sentimiento de inseguridad de los franceses” como legitimación para las políticas securitarias: sin embargo, deberíamos también hablar de la experiencia de la inseguridad que viven muchos franceses a causa del Estado, y no a pesar de él. Si vivimos en un estado de inseguridad, es porque nos enfrentamos constantemente a un estado securitario». Dentro de este contexto, el otro deja de ser quien era y puede fácilmente ser resignificado como amenaza o enemigo, sobre todo si tenemos en cuenta las discriminaciones estructurales contra las que advierte el comunicado de Amnistía Internacional citado más arriba.

© Teresa Suárez

© Teresa Suárez

En respuesta a la decisión de François Hollande de desplegar todavía más efectivos militares y policiales tras el atentado de Niza, así como su voluntad  de intensificar su presencia militar en Siria, el periodista de The Guardian Simon Jenkins reaccionaba con sorna: «Habría sido más útil que François Hollande desplegase a 10.000 psicólogos o 10.000 historiadores expertos en el Islam. En cuanto a la intensificación de la intervención francesa en Siria e Iraq, es difícil imaginar una medida que fuese más susceptible de incitar a otros jóvenes a perpetrar más atentados suicidas». Y es que empieza a asentarse la opinión de que la guerra contra el terrorismo islámico no se puede ganar en el campo de batalla. Las intervenciones militares en Iraq y Afganistán son los más claros ejemplos. La única forma de combatir al fanatismo es planteando estrategias que contrarresten el odio racial y la polarización de la sociedad alrededor de fracturas identitarias. El terreno en el que debemos enfrentar al terrorismo islámico es el terreno de las percepciones y de las identidades.

Necesitamos generar una idea incluyente del nosotros que supere las divisiones culturales que amenazan con desgarrar a la sociedad francesa

Cambiar el relato

Maalouf, testigo privilegiado de los desgarramientos identitarios entre Oriente y Occidente, nos recuerda que «es nuestra mirada la que muchas veces encierra a los demás en sus pertenencias más limitadas, y es también nuestra mirada la que puede liberarlos».  Nuestra percepción de la realidad, nuestra perspectiva acerca de quiénes somos y en qué nos diferenciamos del resto tiene que ver con las historias que nos contamos. El hecho, por ejemplo, de que nos reconozcamos como musulmán o católico, blanco o árabe, antes que como clase media o clase trabajadora -y de que estos pares puedan ser la frontera de un antagonismo- no tiene nada de natural. Como ha puesto de manifiesto el trabajo de filósofos como Ernesto Laclau, el sentimiento de pertenencia a un grupo está determinado por un trabajo de articulación político que reposa en narrativas. Nuestra condición narrativa,  es decir, el hecho de que podamos ser las historias que nos contamos -seres construidos y atravesados por el lenguaje- puede ser una clave para luchar contra el fanatismo identitario. La capacidad de generar y rearticular nuestro ser colectivo es una ventana de oportunidad para generar una idea incluyente del nosotros que supere las divisiones culturales que amenazan con desgarrar a la sociedad francesa.

“Les mots nous divisent mais les actes nous unissent” [Las palabras nos dividen pero los actos nos unen”. Fuente: Nicolas Vigier, fotografía tomada de Flickr.

“Les mots nous divisent mais les actes nous unissent” [Las palabras nos dividen pero los actos nos unen”. Fuente: Nicolas Vigier, fotografía tomada de Flickr.

Precisamente, el  contexto socio-político francés parece ser bastante favorable a la recomposición de fronteras identitarias más allá de las formas xenófobas que están acaparando la centralidad del debate público. La precarización de las condiciones de vida de los franceses y la fuite en avant neoliberal del gobierno de Hollande abren la posibilidad a la construcción de identidades alrededor de preocupaciones de corte social. El combate contra la degradación de las condiciones laborales y contra las élites financieras podrían servir de frente común para reconfigurar las maneras en que los individuos se reconocen a sí mismos y a los otros. Construir fronteras del estilo pueblo/casta o el 99 % / el 1 %,  puede entenderse como una serie de alternativas a representar al musulmán como una amenaza potencial, o a la inversa, al blanco como un racista xenófobo, y empezar a reconocerse como aliados dentro de un combate en contra de las desigualdades y la injusticia social. En definitiva, señalar los excesos del capitalismo como causa de un malestar compartido puede ser una forma de introducir una narrativa alternativa que reúna a los franceses en torno a una serie de reivindicaciones de corte democrático. Introducir un nuevo relato acerca de quiénes somos y qué nos une como grupo puede ser útil con el fin de federar la precarización de los jóvenes ultra-preparados y la marginación de los jóvenes de la banlieue. En pocas palabras, la estrategia no pasa por acabar con el conflicto -constitutivo de todas las identidades políticas- sino por reconfigurarlo para desactivar las construcciones identitarias fanáticas. La lucha contra el terrorismo no tiene que  ver con saber quiénes somos -en términos esencialistas-, sino con cómo nos representamos colectivamente.