Tras haber marcado, de una manera o de otra, la política nacional en los últimos años, el proceso hacia la independencia de Catalunya ha monopolizado el debate público y político en las últimas semanas. Con el desafío secesionista llevado al límite, los dos «bandos» principales se dividen entre los que abogan por la ruptura y quienes lo hacen por el inmovilismo. Otros, apoyando el derecho a decidir de los territorios, consideran que la dinámica territorial puede servir de base a un proceso constituyente. Más allá de la discusión sobre la necesidad de un referéndum legal (un debate ya superado para el Gobierno catalán, e inexistente para el español) el problema de fondo sigue siendo encontrar la manera de encajar los distintos territorios (no solo Catalunya) que componen nuestro Estado. A este respecto, desde el Derecho constitucional se han estudiado diversas propuestas y opciones que nos pueden ayudar a arrojar algo de luz sobre un debate que seguramente no acabará en los próximos días..
Hablamos sobre ellas con Antonio Arroyo Gil, Doctor europeo en Derecho y profesor de Derecho constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid. Su trabajo se ha dedicado especialmente al estudio de la problemática asociada a la descentralización del poder político, habiendo recibido dos de sus estudios sobre la reforma constitucional del federalismo alemán sendos premios de la Fundación Manuel Giménez Abad (2005) y del Institut d’Estudis Autonòmics de la Generalitat de Catalunya (2008).
Comencemos discutiendo las posibilidades que se descubren en la Constitución española. La Constitución contempla la posibilidad de que las nacionalidades y regiones se constituyan en autonomía. Lo cierto es que dichas autonomías se someten a una nación común indivisible: existe la posibilidad de intervención por el Estado central, existen leyes de armonización, hay una vigencia siempre supletoria del Derecho del Estado sobre el autonómico, etc. A ello hay que unir que se parte de un mapa de provincias preestablecido y que las autonomías sólo se pueden constituir con una o varias provincias. Como música de fondo, parece sonar el principio alemán de que «Bundesrecht bricht Landerrecht» (el Derecho federal rompe —prevalece sobre— el de los Länder). Si únicamente estuviésemos ante regiones, y las CC. AA. fuesen sólo unidades de gestión descentralizadas, este esquema valdría perfectamente. Sin embargo, así como el esquema no plantea problema alguno en las CC. AA. formadas con una región (como son las del antiguo Reino de Castilla), sí ha planteado problemas cuando se trata de dar cauce político a una nación sin Estado. De modo que podríamos preguntar: ¿contiene la Constitución un cruce de cables excesivo? ¿Era previsible el cortocircuito? ¿Se hubiese evitado en caso de que solo las nacionalidades, y no las regiones, hubiesen accedido a la autonomía?
La historia explica el origen y el porqué de las cosas, pero no tiene por qué predeterminarlo todo. Es posible introducir cambios, si bien conviene que estos no traten de cambiar la historia, sino el presente y, sobre todo, el futuro. La historia del Estado autonómico es bien conocida. Fallecido el General Franco, se abrió el gran debate político y social de cómo proceder a la democratización del Estado. Inmediatamente se pone en evidencia que democracia y descentralización territorial del poder han de ir de la mano. El recordado lema tan coreado en las manifestaciones, «¡Libertad, amnistía y Estatuto de autonomía!», resume muy bien el espíritu de aquella época.
La transición a la democracia solo podía ser exitosa si la misma venía acompañada de un reconocimiento de la pluralidad territorial de España. A nadie se le oculta que esa pluralidad era la reivindicada, fundamentalmente, por Cataluña y el País Vasco, y, en menor medida, Galicia. Se podría haber apostado, entonces, por ofrecer una respuesta singular a estos territorios, reconociéndoles un grado más o menos alto de autonomía política o capacidad de autogobierno, dejando a los demás integrados, de manera indiferenciada, en términos de descentralización territorial (no necesariamente de desconcentración administrativa) dentro del Estado español. Pero no se hizo así. Y no se hizo así no solo porque (los líderes políticos de) algún otro territorio —pienso, como es lógico, en Andalucía— se negara a ser considerado de «segunda clase», sino, más bien, porque en realidad la pluralidad territorial de España era más compleja que aquella que trataba de reducirla a esas tres «nacionalidades históricas».
Hay otra cuestión de fondo de la que no se habla mucho, pero que me parece también esencial para tratar de comprender —y, en su caso, justificar— por qué acabó triunfando la solución autonómica para todo el territorio del Estado. Si el constituyente hubiera singularizado, reconociéndoles autonomía política, únicamente a Cataluña, el País Vasco y, en su caso, Galicia, en realidad lo que habría hecho es reconocer que junto al pueblo español —soberano— existen otros sujetos políticos —los respectivos «pueblos» de esos territorios autónomos— que, en algún momento, podrían discutir esa soberanía, única e indivisible del pueblo español. Al posibilitar la organización del territorio nacional en 17 comunidades autónomas (el llamado «café para todos»), ese riesgo, aunque no desapareciese del todo, sí que se mitigó considerablemente. Y a mí eso me parece un acierto, por más que hoy, con la crisis territorial que estamos padeciendo a cuenta del desafío independentista catalán, a alguno le pueda parecer un poco sarcástico sostenerlo.
Si nos distanciamos de la coyuntura actual, creo que podemos seguir considerando que la apuesta por el Estado autonómico ha sido un acierto
He mantenido, e incluso a fecha de hoy mantengo, que la historia del Estado autonómico español es una historia de éxito, tanto en términos de reconocimiento de la diversidad territorial y de integración de la misma, como desde la perspectiva de la eficiencia y la eficacia de la actividad administrativa. Eso no quiere decir que no haya problemas o disfunciones, algunos de ellos muy serios. Pero no podemos olvidar el hecho de que durante tantos lustros hayamos disfrutado de una democracia, (consolidada con asombrosa celeridad pese a los desafíos que ha tenido que soportar, sobre todo del criminal terrorismo etarra), de un régimen de derechos y libertades admirable, de una gran estabilidad política, de prosperidad económica y consecuente paz social, etc.
Luego, a finales de 2007 y principios de 2008, llegó la «maldita» crisis económico-financiera, que pese a tener sus raíces al otro lado del Atlántico, acabó teniendo una repercusión durísima en muchos países europeos, entre ellos, el nuestro. Al calor de la crisis, y de sus terribles consecuencias en términos de destrucción de empleo, incremento de las desigualdades, etc., tuvo lugar una irrupción del populismo, que, bajo ropajes supuestamente muy democráticos, en realidad, alberga un espíritu muy poco democrático; un populismo que lo quiere subvertir todo, empezando por lo que despectivamente llaman «el régimen del 78». Y simultáneamente, incluso con algo de antelación (como consecuencia también de determinadas decisiones del Gobierno central, tan bienintencionadas como ingenuas y equivocadas), el nacionalismo catalán mostró su rostro menos amable, emprendiendo una carrera que acabó de desbocarse justo en el momento en que el partido principal que lo representaba, CIU, sintió la necesidad de huir hacia adelante para dejar atrás una etapa de corrupción institucional que acababa de salir a la luz con toda crudeza.
Y en esas estamos, tras haber sufrido unos destrozos que va a costar mucho reparar. Con todo, si somos capaces de distanciarnos de la coyuntura actual, con sus perentorias exigencias, creo que podemos seguir considerando que la apuesta por el Estado autonómico ha sido un acierto. Aunque ahora necesite un nuevo impulso, que, en mi opinión, solo puede ir en un sentido federalizante. Es decir, corrigiendo los defectos de nuestro diseño competencial, financiero e institucional, y practicando una sana pedagogía de la cultura federal que, entre otras cosas, implica incorporar a nuestra forma de pensamiento político la lealtad institucional y la solidaridad interterriotrial; no apostando por una vuelta a atrás o por un cambio radical del sistema.
Veamos algunas de las alternativas propuestas. Uno de los pocos «padres constitucionales» vivos, Miguel Herrero, se pronunció hace meses y desde entonces no ha vuelto a decir nada más. En una entrevista en enero en La Vanguardia, Herrero Rodríguez de Miñon dijo tres cosas fundamentales: primero, que el tema territorial tendría que abordarse algún día, pero no ahora; segundo, que Catalunya sí que requiere una solución ahora; y tercero, que se demandan «soluciones imaginativas», para lo cual él proponía introducir en la Constitución una disposición adicional para Catalunya similar a la existente para la Comunidad Vasca. ¿Qué le parece esta solución?
No la comparto del todo. Es cierto que Catalunya necesita una respuesta ahora, pero no creo que haya que ofrecer solo una. Por el contrario, me parece que la respuesta debe de ser global, tratando de que Catalunya se sienta cómoda, pero también el resto de territorios. No comparto el principio de que un territorio, por muy singular que sea, deba de tener un trato necesariamente diferente a los demás para sentirse cómodo dentro del Estado. Habrá que ver dónde se pueden establecer esas diferencias —que, por cierto, ya las hay y están reconocidas y garantizadas, por ejemplo, en materia lingüística— y dónde, por el contrario, se puede ofrecer una respuesta común.
Lo importante es que la propuesta sea defendible en términos de racionalidad constitucional, esto es, que sea una respuesta adecuada a problemas previamente identificados. Y creo que, a este respecto, existe un amplio consenso: la reforma constitucional debería perseguir una clarificación del reparto de competencias, el establecimiento de los principios básicos del sistema de financiación autonómica, la conversión del Senado en una cámara de representación de las voluntades autonómicas (lo que, a mi juicio, pasa por adoptar el modelo del Bundesrat alemán, único órgano que, en el panorama comparado, actúa realmente como tal), etc.
Me cuesta creer que la sociedad española esté dispuesta a tolerar asimetrías basadas únicamente en una mayor voluntad de autogobierno
Luego está el espinoso tema del reconocimiento simbólico, que, por desgracia, en nuestro país se ha reconducido, casi de manera única, a la determinación de si España es una nación única o una nación que alberga en su seno distintas naciones. La verdad es que no me siento nada cómodo en este terreno. El concepto de nación es, por utilizar una expresión muy del gusto de nuestro Tribunal Constitucional, profundamente anfibológico. No es nada sencillo ponerse de acuerdo sobre el sentido de este término, ya que es posible abordarlo desde muy diferentes perspectivas: jurídica, política, sociológica, cultural, etc. En un reciente artículo titulado Cataluña en el Estado autonómico: Derecho y política, publicado en la revista El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho (núm. 70, 2017), me «atreví» a defender lo siguiente que:
«(…) quizás sí se pueda avanzar algo en el plano simbólico, a través de un mejor reconocimiento de ciertas identidades nacionales, siempre y cuando se acepte que ello no supone poner en duda el principio de unidad del Estado y de soberanía del pueblo español, constitucionalmente garantizados. Se podría plantear, entonces, que la Constitución española de 1978 parte del principio de unidad del Estado, pero no del de exclusividad de la Nación española, de modo que, sin cuestionar ni la unidad del Estado ni la existencia de la Nación española, cabría proceder a un reconocimiento expreso en sede constitucional de la plurinacionalidad en el seno del Estado autonómico.
Lógicamente, esto requiere aceptar como premisa de partida que la identidad nacional de carácter dual (española y catalana, en este caso) solo será posible si las dos identidades en tensión se reconocen a sí mismas como existentes e indisolublemente relacionadas. Es decir, que la identidad nacional española no se puede entender correctamente sin la aportación que Cataluña realiza a la misma, de igual modo que la identidad nacional catalana resulta incomprensible sin tomar en consideración el marco nacional español en el cual aquella se encuentra integrada junto al resto de nacionalidades y regiones, acomodándose lealmente todas ellas al proyecto federal común».
Lo dije allí y lo reitero aquí, pero, al mismo tiempo, confieso que tengo mis dudas. Dudo, sobre todo, que ese modo de entender la «nación» o «naciones» que propongo sea compartido por quienes, en último término, tendrían que compartirlo para que el mismo tenga alguna utilidad pacificadora de la tensión: la gran mayoría de las fuerzas políticas y, sobre todo, de los ciudadanos de todos y cada uno de los territorios que integran España.
Lo cierto es que, de seguir la propuesta de Herrero, profundizaríamos en la asimetría que proponía Pasqual Maragall, en la que coexistirían el régimen foral de Euskadi y Navarra, un régimen especial para Catalunya, los dos niveles de CC. AA. del título VIII, la situación de ciudad autónoma de Ceuta y Melilla, y las situaciones locales particulares de las islas y el Valle de Arán. Dada la pluralidad de España, ¿es un régimen plural y asimétrico la mejor opción?
Como señalaba anteriormente, nuestra Constitución ya reconoce ciertas asimetrías, reflejo de «hechos diferenciales» realmente existentes (idiomas propios, foralidad, insularidad, etc.). Son asimetrías perfectamente soportables, porque están basadas en datos objetivos que todos podemos compartir. Me cuesta mucho más creer que las fuerzas políticas y, a mayores, la sociedad española estén dispuestas a tolerar asimetrías basadas únicamente en una mayor voluntad de autogobierno de determinados territorios. Estoy convencido de que si se plantease algo así —esto es, llevar a la Constitución (o a los Estatutos de autonomía) diferencias de trato cuyo único fundamento fuera la mayor o menor voluntad de autogobierno—, comprobaríamos inmediatamente cómo todas las comunidades autónomas incrementan su voluntad de autogobierno hasta el máximo.
Otra cosa es que esa voluntad de autogobierno se manifieste de una u otra manera en el ejercicio que cada comunidad autónoma haga de sus competencias. Ahí sí que se podrían apreciar diferencias importantes. Quiero decir con esto que cuando hablamos de asimetrías no solo hay que poner el acento en las de origen, que quedan reconocidas normativamente, sino también en las que se manifiestan a través del ejercicio diferenciado que cada Parlamento o Gobierno autonómico pueda hacer de las competencias que tiene reconocidas.
Transcurridos casi cuarenta años de desarrollo del Estado autonómico, tenemos que diagnosticar los éxitos y las posibles mejoras del proceso descentralizador
Como solución contraria a la asimetría, estaría la simetría: regiones autónomas como unidad de gestión. Lo cierto es que el «bloque constitucionalista» no ha sabido proponer nada más que lo que hay, con su «cortocircuito». Sólo la extinta UPyD, Vox y los partidos llamados de ultraderecha han hecho propuestas recentralizadoras (más o menos utópicas o viables, pero recentralizadoras). La mayoría política, articulada a través de PP y PSOE, nunca ha acogido expresamente un discurso así. ¿Es imposible una recentralización? ¿Tendría esta cabida en nuestro Derecho vigente?
Puestos a reformar la Constitución, por supuesto que se podría plantear la necesidad de llevar a cabo una recentralización de determinadas competencias. El problema, tal vez, está en que el uso de esta expresión («recentralización») podría estar impregnado de ciertas connotaciones negativas que apuntarían hacia un viejo y trasnochado «centralismo», de carácter, incluso, poco democrático. Y, la verdad, no creo que ese sea el planteamiento correcto de la cuestión.
Me parece, por el contrario, que hay que plantear el debate en términos de «racionalidad constitucional», como decía antes. Es decir, lo que habría que hacer, transcurridos casi cuarenta años de desarrollo del Estado autonómico, es diagnosticar bien si el proceso descentralizador ha sido exitoso, o si, por el contrario, está necesitado de ajustes o correcciones, fundamentalmente, desde el punto de vista de la eficacia administrativa, pero también del favorecimiento de la cohesión social y territorial. De hacerlo bien, es posible que descubriéramos que hay ciertas competencias hoy en manos del Estado que podrían/deberían pasar a manos de las comunidades autónomas, y que hay otras en manos de estas que, por el contrario, deberían revertir al Estado (en todo o en parte). La dificultad, por supuesto, está en identificar concretamente cuáles son unas y otras, pero el planteamiento de principio me parece que debe de ser este.
Sobre la base de este planteamiento simétrico, una plataforma ciudadana propone dividir Catalunya en dos CC. AA.: la costera urbana (área metropolitana de Barcelona y Tarragona) y la rural. Esto fue lo que se hizo en Castilla: en lugar de crear una sola comunidad autónoma para todo el viejo Reino, se procuró crear diferentes, respondiendo a problemáticas distintas (más urbana Madrid —solución, por cierto, apoyada por los comunistas, pues favorecía la redistribución intra-autonómica—, más rurales las otras). Más allá de que hacer eso es muy complicado, vistos los requerimientos de la Constitución y que no se parte de cero, si no de una C. A. preexistente, ¿qué le parece una solución así? ¿Encajaría mejor en el actual sistema constitucional?
No veo ninguna necesidad de hacer algo así. Catalunya es un territorio bien definido, con sus fronteras perfectamente asentadas, y con una indubitada coherencia interna, por más que también sea diversa, apreciándose diferencias entre ciudades costeras y de interior, zonas industriales y rurales, etc. Tratar de dividirla en dos solo generaría muchos problemas, y ninguna ventaja. Los experimentos, en el laboratorio.
Hay un camino intermedio entre las dos posiciones antagónicas (recentralización e independencia), y ese camino es el federalismo
Por otro lado, la posición de la calle en ciertas zonas pide, no ya la independencia, si no más bien un régimen especial de las naciones subestatales. Implicaría ello despiezar la unidad de soberanía en varias, y permitir que todas confluyan en la construcción de España. Más o menos el proceso constituyente que se propone desde el ámbito de Podemos y demás familia (confluencias). En caso de que fuese una solución viable y de consenso entre quienes buscan la recentralización y quienes quieren independencia, ¿es articulable jurídicamente?
No lo creo. Es un viejo tópico, necesitado de muchas matizaciones en la era de la europeización y globalización, pero que en momentos críticos —y este que estamos viviendo lo es— sigue funcionando: la soberanía es indivisible. Trocear la soberanía para construir al soberano a partir de los restos de aquella —lo que viene a ser lo mismo que «destruir España para reconstruirla»— es, sencillamente, un sinsentido (por no utilizar una expresión más tajante). Creo que quien plantea algo así, sencillamente, se equivoca. Hay un camino intermedio entre las dos posiciones antagónicas (recentralización e independencia), y ese camino es el federalismo.
He defendido que el Estado autonómico español, con sus deficiencias, insuficiencias e imperfecciones, es la contribución de España a la historia del federalismo. No obstante, también entiendo que es, más que posible, necesario y conveniente hacer correcciones o introducir modificaciones para mejorar nuestros mimbres federales. Esa es la «evolución natural» del Estado autonómico. La recentralización a ultranza y la radical independencia suponen una ruptura brusca del sistema, que solo generaría confrontación. En el federalismo está la solución.
En caso de que el sentimiento independentista fuese a más en unas zonas y a más centralismo en otras (como muestra la batalla de las calles y las banderas de estos días), ¿podría ser una solución dejar de servir «café para todos»? Visto que, por ejemplo, la educación y la sanidad en Ceuta y Melilla dependen de la Administración general del Estado y no de la ciudad autónoma, ¿sería planteable que hubiese zonas con autonomía y zonas directamente dependientes de la Administración general? ¿Sería un inviable la transición a ese modelo, el desmontaje de algunas CC. AA.?
Ceuta y Melilla no son comunidades autónomas, sino ciudades autónomas, que es algo muy distinto. Su nivel de autonomía política es sustancialmente inferior. No creo que sea posible, ni me parece deseable, volver a los orígenes para comportarnos como adanes. Como he señalado ya, me parece que la historia del Estado autonómico español es, en términos generales, una historia de éxito. Que ahora nos encontremos en un momento ciertamente crítico, y que al margen de él haya problemas que no están bien resueltos, no quiere decir que haya que acabar con todo para empezar de nuevo, desde la nada. Ese es un viejo vicio patrio que tenemos que desterrar de una vez y para siempre.
El proyecto político que se inicia en la Transición y que queda plasmado en la Constitución de 1978 va en la buena dirección. Es un proyecto que apuesta decididamente por una democracia y un régimen de derechos y libertades avanzados y por un reconocimiento de la pluralidad territorial constitutiva de España. Esa es su esencia, que hay que preservar a toda costa, porque no conocemos otra mejor. Después nos podemos plantear ajustes, mejoras, etc., pero siempre poniendo sumo cuidado en no desvirtuar su esencia. Hay que hacer oídos sordos a los cantos de sirena que nos prometen arcadias felices, pero que, en realidad, nos pueden conducir a infiernos de los que no va a ser nada fácil volver a salir. Y para ello nada mejor que asirse al fuerte mástil de la Constitución de 1978.
*Imagen de portada: fotografía publicada en Flickr por Procsilas bajo licencia CC.