Este artículo pertenece a la publicación Devenir Mundo, una colección autoeditada por La Grieta. Los siete textos que la componen fueron escritos de manera independiente, pero se entrelazan unos con otros mediante referencias, conceptos y preocupaciones similares. El punto de partida común es el texto comisarial de la exposición de La Colmena de mismo nombre, que fue también utilizado por los artistas para preparar sus obras. La política, la tecnología, la naturaleza, el arte, el cuerpo… todos tienen un papel en la difícil tarea de imaginar el reordenamiento del mundo.
«[Este lugar] sabe que la gente es una marea que crece y que con el tiempo mengua, y que todos sus afanes se disuelven. (…) En cuanto a nosotros, debemos descentrar nuestras mentes de nosotros mismos; debemos inhumanizar un poco nuestra mirada, y tener la confianza de la roca y el océano de los que fuimos hechos».
Robinson Jeffers, Carmel Point
¿Qué pasaría si compartiéramos nuestro poder político con cosas no humanas? ¿Y si los animales, plantas, objetos y tecnologías pudiesen representar sus propios intereses?
Bienvenidos al Antropoceno: por primera vez en la historia de este planeta, una especie —la humana— se ha convertido en la fuerza motriz del desarrollo del clima y la atmósfera de la Tierra. En esta nueva era, el hombre se enfrenta al reto del cambio climático —un híper-problema inmenso y profundo cuyas dimensiones difícilmente podemos llegar a comprender—. La única vía de escape pasa por actualizar nuestro pensamiento. Necesitamos, desesperadamente, encontrar nuevas maneras de discutir la relación entre cultura y ecología. Necesitamos un lugar de diálogo entre los animales, las plantas, las cosas y los humanos, un lugar de intereses encontrados e ideas en desarrollo para el futuro.
El Parlamento de las Cosas es ese lugar.
El origen bíblico de la división entre naturaleza y cultura
Es frecuente que el tema del cambio climático desemboque en una conversación un tanto banal sobre el reciclaje, el veganismo y el consumo de productos de comercio justo —una conversación que todos hemos mantenido demasiadas veces—. Estos nobles actos de «caridad» medioambiental son sin duda un avance, pero, ¿son suficientes para «salvarnos» de una crisis ecológica? Existe un fuerte argumento a favor de cambiar nuestro comportamiento de consumo. Después de todo, han sido el consumo excesivo y el «capitalismo de casino» lo que nos ha traído hasta aquí. Cortarle la cabeza a la bestia, por decirlo de alguna manera, podría resolver el problema.
Pero muchos dudan de que la solución esté dentro del sistema capitalista; no por el hecho de que reciclar, comer menos carne o ir en bici al trabajo no contribuyan positivamente a mitigar el problema del calentamiento global, sino porque pueden no erradicar del todo un problema cuyas raíces se extienden hasta los orígenes del pensamiento occidental.
Nuestra psicología colectiva se encuentra atrapada en las garras de la ilusión antropocéntrica descrita en el Génesis
En el Génesis, Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, separando nuestra especie del resto de suscreaciones. Es más, en la Biblia se llega a sugerir que la naturaleza no existiría, y no podría sobrevivir, si no fuera por el hombre:
Cuando Dios el Señor hizo la tierra y los cielos, aún no había ningún arbusto del campo sobre la tierra, ni había brotado la hierba, porque Dios el Señor todavía no había hecho llover sobre la tierra ni existía el hombre para que la cultivara. (Génesis, 2:5).
Hoy nos gusta pensar que conocemos mejor la Historia. Los científicos pueden calcular la edad de la Tierra; así lo han hecho con rocas, animales y plantas. Comparada a la Tierra, la humanidad no es nada más que una mota de polvo en el espectro de la Historia, un recién nacido que ha sido sobrealimentado y mimado y al que le gusta tirar por todas partes sus juguetes caros en sus rabietas, amenazando con romper la frágil cuna que le fue construida durante miles de millones de años.
Pero a pesar de ser conscientes de ello, nuestra psicología colectiva se encuentra atrapada en las garras de la misma ilusión antropocéntrica descrita en el Génesis. Es una especie de psicosis que nos coloca a los humanos en el centro del universo como dueños de una Tierra imaginaria —y por extensión del resto del universo—. Esta Tierra es un territorio sin límites, con recursos inagotables deseando ser explotados y convertidos en «activos» y «valores». La humanidad ha contratado una suscripción vitalicia a una serie en la que el homo economicus es el héroe y la naturaleza un observador pasivo, el actor de segunda con una sola frase en el guión.
El problema de la narrativa apocalíptica
En el actual debate sobre el cambio climático, una narrativa apocalíptica de la que todos somos cómplices nos distrae de la verdadera raíz del problema. Los científicos, por ejemplo, afirman que la sociedad tal y como la conocemos «colapsará». Simultáneamente, cada semana surgen libros con títulos como La venganza de la Tierra, La hora final, La próxima plaga, El año del diluvio y Cuenta atrás para el Apocalipsis; además de la producción en masa de apocalípticas películas sobre el fin del mundo de la que Hollywood es culpable año tras año. La guinda del pastel es la reciente declaración del papa Francisco de que «si destruimos la Creación, la Creación nos destruirá a nosotros», una ironía agridulce considerando las raíces bíblicas de la mentalidad que nos ha llevado a la actual crisis ecológica.
La narrativa apocalíptica nos disuade de asumir la responsabilidad moral y transformarla en acción política
Hablar en estos términos del calentamiento global no es solo exhaustivo; también es desacertado. La realidad del cambio climático no se presta a taquillazos. Como explica Naomi Klein en Esto lo cambia todo, el cambio climático no es un apocalipsis en potencia sino un proceso sutil de degradación, visible en el florecimiento temprano de una particular flor, el desvanecimiento de una placa de hielo en una lago o la llegada tardía de un ave migratoria. La narrativa de la catástrofe nos distrae y nos apacigua. Nos volvemos agentes sin poder, esperando con un placer perverso el Juicio Final.
Pero, ante todo, la narrativa apocalíptica nos disuade de asumir la responsabilidad moral y transformarla en acción política.
Hacia una nueva forma de representación política
Hay momentos en los que se necesitan nuevas palabras para conformar una nueva asamblea. La tarea de nuestro predecesores no era menos abrumadora cuando concedieron mayores derechos a los ciudadanos o incorporaron a los trabajadores en la sociedad. (Bruno Latour, Nunca fuimos modernos)
Es el año 2017 y el líder de la primera economía del mundo es un escéptico del cambio climático. Si el mundo está dividido entre «creyentes» y «negacionistas», los últimos parecen estar ganando terreno. En esta lucha, ¿hay una salida de la jaula de hierro? Si quisiéramos desarrollar una institución política para la ecología, una especie de Naciones Unidas para la Tierra, ¿cómo sería y quiénes serían sus representantes? Es precisamente esta pregunta la que inspira la creación del Parlamento de las Cosas, un ejercicio de empatía con los no humanos. ¿Es posible imaginarse la miseria de un pez, empatizar con el deseo de un río y prestar nuestra voz humana a las demandas de un bosque, de un maizal, de una piedra o de una cordillera, sin poner siempre nuestro propio interés por delante?
Esto puede sonar demasiado abstracto o incluso infantil. Pero mientras nos acercamos a un punto sin retorno en el camino hacia una crisis ecológica sin matices (algunos científicos afirman que hemos sobrepasado la barrera de los 400ppm de dióxido de carbono), merece la pena intentarlo.
Artistas, filósofos, arquitectos, escritores o abogados, entre muchos otros, están intentando conseguir lo imposible: superar —aunque sea por un breve instante— su subjetividad humana y experimentar lo que se siente al ser una entidad no humana. Algunos se transforman en objetos; otros desarrollan tecnologías para comunicarse con ellos. Algunos se antropomofizan, otros se deshumanizan.
La importancia de desarrollar empatía hacia los seres naturales no es nueva. Tampoco lo es la pelea por una mayor inclusión de entidades no humanas en ámbitos como el Derecho. En un ensayo publicado en 1972 bajo el título de ¿Deberían tener capacidad legal los árboles?, Chistopher D. Stone argumentaba que, si se les garantizan derechos a las corporaciones, los objetos naturales, tal y como las plantas, también deberían tenerlos. Stone defendía que la adopción de los derechos de las plantas debería ser, pues, el siguiente paso lógico de una serie de avances, tanto morales como legales, en áreas como los derechos de los niños, la igualdad de género, la libertad de expresión y de religión, etc.
Por su parte, Matthew Hall toma una posición similar: mientras no apela directamente al aspecto legal, afirma que las plantas deberían ser una parte intrínseca de la moral humana. Su tratado Plantas como personas: una botánica filosófica sintetiza los antecedentes morales de las plantas en la filosofía occidental y los contrasta con otras tradiciones —incluyendo varias culturas indígenas, que no distinguen tan fuertemente entre plantas y personas— en las que las plantas son consideradas seres inteligentes merecedoras de atención y respeto. Curiosamente, la principal justificación de Hall de la necesidad de tratar a las plantas con esta consideración ética se basa en los principios de la neurobiología relativos a estas. Existe una rama de la neurociencia que considera a las plantas como organismos autónomos y perceptivos capaces de desarrollar comportamientos complejos y adaptativos y hasta de ser conscientes de sí mismos.
En este intento de cambio de paradigma, es en el ámbito del Derecho donde se han llevado a cabo los mayores esfuerzos por llevar a la práctica estas reflexiones. Las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial fomentaron la expansión de la solidaridad y la empatía más allá de las fronteras nacionales. El derecho interno fue desplazado por el derecho internacional, basado en los principios universales de la humanidad. La actual crisis climática y la pérdida de biodiversidad podría conllevar una expansión similar, de los derechos humanos universales a los derechos planetarios universales. En los últimos años, diferentes iniciativas se han mantenido fieles a esta idea, estableciendo una serie de precedentes jurídicos de para garantizar los derechos de entidades no humanas.
Madre Tierra: los derechos de la Pachamama
El desarrollo occidental ha generado una herida mortal en nuestra Pachamama [Madre Tierra]. ( David Choquehuanca, ex-Ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia, 2009)
Bolivia está a la cabeza de una rara forma de acción contra el cambio climático. Bajo el liderazgo del icónico e inconformista presidente Evo Morales, la nación ha establecido once nuevos derechos de la naturaleza. Estos incluyen: el Derecho a la vida y a existir, el Derecho a la regeneración de su biocapacidad y continuación de sus ciclos y procesos vitales libres de alteraciones humanas, los Derechos al agua como fuente de vida y al aire limpio, el Derecho a la salud integral, el Derecho a estar libre de contaminación y el Derecho a no ser alterada genéticamente y modificada en su estructura amenazando su integridad o funcionamiento vital y saludable.
Como parte de una reforma integral del sistema legal bolivariano tras el cambio de constitución de 2009, la ley ha sido fuertemente influida por la noción de la Pachamama (madre Tierra), considerada como el núcleo de una visión del mundo compartida por los pueblos indígenas de los Andes Centrales de América del Sur que sitúa al medio ambiente como centro de la vida. Los humanos, por tanto, son considerados como iguales al resto de los seres en una totalidad natural integral. A la lucha de Bolivia se le suma Ecuador, donde los grupos indígenas tienen también una fuerte presencia. Ecuador fue el primer país del mundo que dio a la naturaleza «el derecho de existir, persistir, mantener y regenerar sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos» en el cambio de constitución de 2008.
Si algo han demostrado Bolivia y Ecuador es una disposición firme de decir basta ante una globalización económica que ha forzado a tantas naciones a traicionar sus principios básicos
Ante ambos esfuerzos, los escépticos señalan la inutilidad de estas leyes cuando se toma en consideración la fuerte dependencia de ambos países de las industrias extractivas. Bolivia recauda 500 millones de dólares al año de la minería, una industria que supone cerca de un tercio de la divisa extranjera del país. De igual manera, la ley ecuatoriana ha sido criticada por ser demasiado abstracta e incapaz de contener las actividades de las compañías petroleras, que están destruyendo muchas de las partes con mayor biodiversidad de la Amazonía.
Pero, ¿es justo desestimar completamente estos esfuerzos de preservar y proteger la naturaleza? Incluso si estos recursos legales demuestran ser inútiles para frenar la explotación y todo lo que queda es su reclamo poético, ¿no serían valiosas en sí mismas? Después de todo, estas acciones evidencian una tendencia que involucra a sociedades enteras en el proceso de repensar su relación con la naturaleza. Si bien es cierto que —como tantos otros países en proceso de desarrollo industrial— Bolivia y Ecuador han soportado las demandas de la feroz economía global gracias, en gran parte, a la explotación de recursos naturales y su exportación, la capacidad de elegir es un factor importante en esta discusión. Si algo han demostrado Bolivia y Ecuador es una disposición firme de decir basta ante una globalización económica que ha forzado a tantas naciones a traicionar sus principios básicos. En lugar de criticar estas iniciativas por su falta de realismo, puede que muchas «economías avanzadas» lo fueran mucho más si defendiesen también una cosmovisión que destrona al hombre en favor de la Tierra.
El Río, el Árbol y el Mono
El río Whanganui, en la isla Norte de Nueva Zelanda, adquirió en 2012 el estatus de persona jurídica. Tiene dos tutores legales: uno representando al Estado y otro, al pueblo maorí. Otro ejemplo: un roble blanco en Georgia, EE. UU., conocido coloquialmente como El Árbol Que Se Pertenece A Sí Mismo debido al hecho de que posee propiedad legal sobre sí mismo y sobre toda la tierra en un radio de 2,4 metros. O el caso de Sandra, una orangután de 29 años, declarada por un juzgado argentino como una «persona no humana (…) injustamente mantenida en cautiverio», un veredicto que podría suponer un verdadero hito en el debate sobre los derechos de los primates y otras especies animales inteligentes.
Estos ejemplos no pretenden ser una recopilación exhaustiva; es más, son tan solo una fracción minúscula de las voces que deberían estar presentes en un Parlamento de las Cosas realmente representativo. Pero, en cualquier caso, pueden ofrecer una panorámica de la realidad que este ejercicio imaginario —y, a no ser que la tecnología avance significativamente en el futuro cercano, este seguirá siendo un ejercicio abstracto— supondría para los participantes/representantes humanos. Desde un punto de vista teórico, tiene sentido desafiar la interpretación antropocéntrica de la división entre cultura y naturaleza. Desde la perspectiva práctica, la creación de una «ONU para la naturaleza» parece alejada de la realidad. El Parlamento de las Cosas es por tanto de mayor utilidad cuando es imaginado como una construcción mental, en vez de como un edificio físico.
Cualquier intento de participar en la vida política real derivaría, inevitablemente, en sesgos antropomórficos; pero la aproximación generada cuando los humanos se fuerzan a pensar desde la perspectiva de los animales y las cosas genera, al menos, empatía y entendimiento.
Esto es todo lo que podemos esperar, pero ya es un gran paso.
*Este artículo fue publicado originalmente en la publicación Devenir Mundo, la cual podrá adquirirse próximamente a través de esta web.
**Una versión del artículo en inglés puede encontrarse en el último número de Are We Europe.