No nos engañemos: a pesar de la imperante coquetería tecnológica que, día tras día, trata de disimular el creciente feísmo de nuestro mundo, aún vivimos a finales del siglo XIX. Incluso, si me apuran, habitamos algún período todavía más remoto que lejos queda de esta aberrante moda del prefijo «pos-». Ni posverdad, ni posmodernidad, ni ninguna otra manía postónica. Por el contrario, hoy en día asistimos a la reiteración del decadentismo finisecular, al resurgimiento de un enrevesado periodo barroco e, incluso, al auge de inmemoriales tiempos testamentarios. Por mucho golpe de efecto o sofisticación tecnológica que imperen, no hay nada nuevo bajo el sol. Si acaso, la única originalidad de este mundo que se pretende ultimísimo y postrero es el olvido en el que han caído sus iconos. En el caso que aquí nos convoca, el alzheimer histórico de nuestro presente ha borrado el referente de la figura de Salomé, Judit o, en términos más generales, la mitología terrorífica de la mujer que decapita al político u hombre público.

Jean Benet (1899), Salomé, Musée d’arts de Nantes

Jean Benet (1899), Salomé, Musée d’arts de Nantes

A finales del mes de mayo la actriz Kathy Griffin publicaba en su cuenta de Twitter la fotografía que inspiró este artículo: el fotógrafo Tyler Shields retrató a la actriz y humorista sujetando una reproducción ensangrentada de la cabeza de Donald Trump. Mas no sólo hubo lugar para el laconismo de una imagen ya de por sí explícita, sino que también se desarrolló una historia en forma de comentarios, debates y réplicas en redes sociales y otros medios de comunicación. La cruenta puesta en escena de Tyler Shields parecía acompañada de un guión a la altura del de las heroínas penitentes de la novela decimonónica; sin embargo, debido al pésimo gusto, la falta de ganas y también de imaginación y presupuesto narrativo del arribista fotógrafo Shields, la historia Griffin-Trump no pasó de ser una soporífera película de sobremesa dominical.

Para los despistados, he aquí un breve resumen de los hitos que tuvieron lugar en tal libelo periodístico con tintes de drama moderno, pues en él, como suele ser costumbre en tales narrativas, la sedición y los líos de faldas acaban por confundirse y entreverarse.

Kathy Griffin publicaba la famosa foto y, en un revival de su adolescencia cinematográfica junto a Tarantino, se envalentonaba diciendo que acabaría en Guantánamo. Inmediatamente, Donald Trump, en el papel de íntegro orador público y con folclórica exteriorización, se manifestaba profundamente vejado. Además, para legitimar su derecho a sentirse ofendido, Trump decidía apelar no ya a su inocencia y honorabilidad, quimeras de las que él mismo claudicó voluntariamente hace tiempo, sino a las de su traumatizado hijo de once años Barron.

Por su parte, Melania Trump —catedrática en sostener una sempiterna cara de póker mientras su marido defenestra con asiduidad la integridad de las mujeres— asimilaba con estoicismo que el matrimonio constituye una mera institución orientada a la meritocracia y el ascenso sociales, y defendía al presidente apelando al contrato conyugal, el vínculo materno-filial y los mismísimos derechos humanos. «As a mother, a wife, and a human being, that photo is very disturbing» —expresaba consternada la primera dama—. A este drama esperpéntico se acabó uniendo la mismísima Chelsea Clinton, hija del truhan presidencial más mediático de todos los tiempos, quien también optaba por defender la respetabilidad iconográfica de Donald Trump.

En medio de tal exhibición de hipocresía y decadencia de las instituciones que solían dar cierta cohesión a la sociedad occidental —familia, prensa y política—, Kathy Griffin —asediada por la presión social y el paro— se vio obligada a pedir disculpas. Mientras tanto, como colofón irónico de esta historia, el supuesto autor —o, más bien, farsante— intelectual de tal chiquillada bíblica, el fotógrafo Tyler Shields, apelaba a la libertad creativa de todo hacedor y consiguió, con el ego artístico reforzado, irse de rositas de este escándalo. Finalmente, Kathy Griffin acababa como doble víctima de esta bravuconada tuitera: como protagonista de la obra, ella sostuvo la vergüenza del escarnio público y, sin embargo, le fue negada su autoría, pues el mérito artístico se lo llevó el narcisista fotógrafo.

Durante unos días, esta actriz de cabellera pelirroja —detalle en modo alguno baladí, pues tal color de pelo es uno de los símbolos históricos de la mujer con inclinaciones demoníacas[1]— fue el foco de un escándalo por fascículos que alimentó miles de palabras en webs de diversos contextos periodísticos. En los artículos sobre el caso primaba el debate sobre la moralidad o indecencia de tal imagen y el uso de ciertas fotografías que, amparándose en lo artístico y en la libertad de expresión —Shields llegó a apelar a la Primera Enmienda—, ejercen un deliberado uso político.

En la línea de Sigfried Kracauer, quien declaraba que «la verdad reside hoy en lo profano», a mí los altos vuelos de tales debates politológicos acabaron por hastiarme. Lo único que me interesaba entre tales excesos periodísticos era, por un lado, la amnesia generalizada, con contadas excepciones, a la que asistía un gran número de molestos tertulianos y anónimos lectores —síntoma todo ello, en mi opinión, de la pésima calidad de los actuales debates políticos en los medios de comunicación de masas—. Y, por otro lado, me sorprendía la recurrencia y reescritura de ciertos símbolos que, en el año 2017, cabría esperar ya obsoletos: el manido mito de la mujer malvada —antítesis de la bonhomía y humildad propias de Eva— que no se atiene a los roles propios de su género, peca de desmesura y ha de pagar socialmente por ello.

No hay nada de escandaloso ni de transgresor en esta imagen del fotógrafo Tyler Shields, y así lo demuestra un conciso repaso por la iconografía occidental

Según lo leído en la prensa, la actriz Kathy Griffin parecía haber llevado a cabo una transgresión moral de vanguardia, cuando no una herejía política imperdonable; sin embargo, la tan recurrente fotografía no hacía más que representar —a pesar de que ni la actriz ni el fotógrafo lo mentasen— la atemorizante iconografía bíblica de la mujer díscola que decapita al hombre político. No hay nada de escandaloso ni de transgresor en esta imagen del fotógrafo Tyler Shields, y así lo demuestra un conciso repaso por la iconografía occidental.

Artemisia Gentileschi (1612-13), Judit (Museo de Capodimonte, Nápoles)

Artemisia Gentileschi (1612-13), Judit (Museo de Capodimonte, Nápoles)

En primer lugar, en el Libro de Judit del Antiguo Testamento se narra cómo un general del ejército babilónico llamado Holofernes se enamora de la viuda hebrea Judit. Ella,en plena guerra de Israel, seduce al militar y lo emborracha en su tienda de campaña con el fin de decapitarlo, consiguiendo con ello la victoria para el ejército de Israel.

Por otro lado, la figura de Salomé tiene su nacimiento literario en los Evangelios de Marcos, Mateo y Lucas, donde se narra cómo se vio envuelta en la muerte de Juan Bautista, profeta y predicador coetáneo de Jesús de Nazaret. Salomé es la bailarina que ejecuta el pérfido deseo de su madre Herodías, quien anhelaba la muerte de Juan Bautista por haberla acusado de adulterio públicamente. Contra las leyes del país, ella se había casado en segundas nupcias con el rey Herodes, el hermano de su primer marido y padre de Salomé, Filipo. Por su parte, Herodes —tirano de bragueta indulgente, además de tetrarca de Perea y Galilea— se encapricha incestuosamente de su hijastra Salomé. Herodes promete a Salomé concederle aquello que desee si baila ante él. Ella, tentadora Lolita, lleva a cabo el deseo del regente y, a cambio de su baile —alentada por la astucia y deseo de venganza de su madre Herodías—, pide la cabeza de Juan Bautista, quien muere decapitado.

Desde su aparición como mito bíblico, la figura de Salomé no ha sido abandonada en la cultura occidental, sino que se ha erigido como una constante a través de la literatura y la historia del arte. Salomé aparece en la iconografía medieval a través de vidrieras de iglesias y mosaicos y se configura igualmente como un tema plástico que ha sido versionado en infinidad de ocasiones a partir del Renacimiento. Roger van der Weyden (Degollación de San Juan Bautista, 1453-55), Giovanni Bellini (Cabeza de San Juan Bautista, h. 1464), Bernardino Luini (Salomé recibiendo la cabeza del Bautista, h. 1500), Cesare da Sesto (Salome, h. 1510), Tiziano (Salomé, h. 1550) o Giovanni Battista Tiepolo (La degollación de San Juan Bautista, 1732-1733) son sólo un breve muestrario de la fascinación por esta iconografía sanguinaria en la cual el objeto femenino de deseo usa su poder de seducción para, literalmente, hacer perder la cabeza al hombre político.

A la izquierda: Tiziano (h. 1550), Salomé, Museo Nacional del Prado. A la derecha: Gustav Klimt (1909), Judit II (Salomé), Galería Internacional de Arte Moderno de Venecia

No obstante, es principalmente a finales del XIX cuando su temible figura vuelve a ser un tema reiterativo en el que la literatura, las artes plásticas, la fotografía y las artes escénicas se entrecruzan. Inicialmente, su figura es reescrita en la literatura a través del poema Herodías de Mallarmé en 1865, el relato de Flaubert Herodías en 1877 y la obra de teatro Salomé de Oscar Wilde en 1893. Asimismo, a raíz de estos relatos, proliferará nuevamente una heterogeneidad de Salomés pictóricas, entre las que cabe destacar, por mencionar algunos casos, las de Gustave Moreau (La aparición, 1876), Audrey Beardsley (He besado tu boca Iokanaán, 1893), Pablo Picasso (Salomé ,1905), Franz von Stuck (Salomé, 1909) o Julius Klinger (Salomé, 1909).

Además de este catálogo de Salomés literarias y pictóricas, es destacable que este icono irrumpa en el fin de siglo también en las artes escénicas, desplegándose ya no sólo sobre la bidimensionalidad del lienzo o el texto, sino también en la ficción dotada de volúmenes del teatro. Es decir, la mujer fatal se corporeíza y una gran cantidad de actrices y bailarinas —Alissa Koonen, Maud Allan, Tórtola Valencia, Margarita Xirgú, Tilla Durieux o Gertrud Eysoldt, entre otras[2] conquistaron los escenarios de Europa y Estados Unidos interpretando este manido mito. A través de su actuación, ellas dejaron de ser mero objeto artístico o silentes musas dispuestas para la observación y disfrute de un señor artista, y conquistaron cierta autonomía creadora al convertirse en sujetos de su propia obra de arte a través de la danza e interpretación escénica.

Maud Allan caracterizada como Salome en The Vision of Salome, 1908, National Portrait Gallery London.

Maud Allan caracterizada como Salome en The Vision of Salome, 1908, National Portrait Gallery London.

La mujer fatal representaba la victoria de la irracionalidad, de la seducción, del carácter extático del baile y de la revolución popular como modos de acceso y conquista de la vida

Más allá de trazar un inventario —nunca exhaustivo— de la heterogeneidad de manifestaciones de la mujer cortadora de galantes cabezas a finales del siglo XIX, conviene principalmente trazar una breve narración de su repercusión y sentido históricos. El resurgimiento de la figura de Salomé en el fin de siglo supuso un claro síntoma político que guardaba cohesión con el tiempo convulso que vivían tanto Europa como Estados Unidos en el desarrollo de los estados-nación de esa época. Nos encontramos, además, con un contexto marcado por la internacionalización de los movimientos feministas y la ocupación de las mujeres del espacio público. Por otro lado, también se producía la concatenación de revoluciones obreras y burguesas como modos de respuesta política a las precarias condiciones de vida de los trabajadores en el contexto de las revoluciones industriales. Asimismo, tuvo lugar el auge del vitalismo como cultura filosófica del momento, la cual ensalzaba las virtudes de la irracionalidad y el impulso y fuerza vitales, frente a la confianza en el poder de la razón para progresar y erigir un mundo mejor.

La colonización estética del mundo por parte de la figura de Salomé en el fin de siglo guardaba, por lo tanto, una coherencia con las condiciones sociales de tal momento histórico: la mujer fatal representaba la victoria de la irracionalidad, de la seducción, del carácter extático del baile y de la revolución popular como modos de acceso y conquista de la vida. Tales modos imperaban sobre la capacidad de dirimir la realidad y organizarla a través de la medianía insulsa del discurso sosegado, el estudio y el razonamiento. Lo impulsivo e irredento triunfaban sobre lo juicioso y reflexivo o, en términos filosóficos, el brío del vitalismo derrotaba en el fin de siglo al proyecto razonable de la anterior Ilustración, con las consecuencias funestas que tal imperio de lo enérgico, impulsivo y gallardo acabó conllevando: Guerras Mundiales, bombas atómicas, Holocausto.

Sin embargo, a diferencia del contexto de finales del siglo XIX, ¿qué nos dice hoy en día esta resurrección del mito de Salomé?, ¿acaso esta figura comparte en el presente con nosotros los mismos síntomas que en el fin de siglo? Dos son, en mi opinión, las conclusiones nada halagüeñas que pueden extraerse de su grotesco retorno.

En primer lugar, nos encontramos ante un inesperado cambio de tornas en la polaridad Salomé-Juan Bautista. En el mito bíblico, era la irracionalidad asociada a lo femenino aquello que lapidaba el poder de la razón o virtudes masculinas; es decir, era la dictadura de la seducción femenina la que arrastraba al hombre hasta la inutilidad de su facultad de discernimiento, eliminando con ello el arte de la oratoria en pos de la efectividad del grito o la onomatopeya como expresiones propias de lo convulso o del estado de clímax. En definitiva, el triunfo de Salomé venía a expresar que resultaba más efectivo gritar y moverse que hablar y razonar, pues Salomé vencía porque excitaba y atemorizaba a los hombres, y su poder revolucionario quedaba asociado a la potencia de lo popular-dionisiaco como agente de cambio. Salomé, si bien carente de las armas propias de las instituciones políticas —la retórica y la soberanía para elegir sobre la vida y la muerte de los súbditos—, conseguía su objetivo político haciendo uso de la tiranía de la seducción. Salomé convertía la estética de lo sexy en un valor político.

La imagen Griffin-Trump es una aberración manifiesta de la sensualidad: el Ecce Homo de Borja del mito bíblico y, en consecuencia, también de su significado político

Por el contrario, hoy en día Salomé sólo consigue acabar humillada y Juan Bautista ridiculizado, pues ni Salomé —el vitalismo— es ya una jovencita inmadura que irradie lozanía o la atracción de una novedad, ni tampoco Juan Bautista —la Ilustración— es ningún madurito experimentado que resulte deseable. De hecho, prosiguiendo con esta metáfora carnal, me atrevería a aventurar que la alegoría fotográfica Griffin-Trump es probablemente la citación de este mito en la cultura occidental que resulta sexualmente menos apetecible. Mi imaginación, ya de por sí bastante desvergonzada y golfante, es, sin embargo, incapaz de encontrar algún atisbo erótico o, al menos, estimulante en esta imagen política. Nos encontramos ante una peculiarísima exquisitez del antimorbo, ante una carnicería estética, ante un grave atentado a la voluptuosidad imperante en la iconografía bíblica de Salomé que, por el contrario, antaño conseguía relacionar con garbo e intriga el amor imposible entre la aventurada mujer casquivana y el impoluto orador público. La imagen Griffin-Trump es una aberración manifiesta de la sensualidad: el Ecce Homo de Borja del mito bíblico y, en consecuencia, también de su significado político.

Como ya comentaba con anterioridad, en la oposición simbólica Salomé-Bautista ha tenido lugar un cambio de tornas a través de la imagen Griffin-Trump. Se ha dado la vuelta a la tortilla y hoy Kathy Griffin ya no representa a Salomé, sino a un inhibido Juan Bautista que se disculpa y tuerce el gesto frente a una altanera, tramposa y travestida Salomé, ora interpretada por Donald Trump. El fotógrafo Tyler Shields, por su parte, pasará a la historia en el papel de la astuta Herodías: ejerciendo el poder político desde la sombra que otorga quedar tras la cámara, lavándose posteriormente las manos ante las consecuencias que tuvo la fotografía para Griffin, referente de la imagen.

A día de hoy, Kathy Griffin ya no representa el impulso revolucionario del vitalismo, sino el último intento (ineficaz) de la razón para someter la irracionalidad del populismo dominante y creciente que representa la figura de Donald Trump. No tienen más que observar la sintomatología de sus vestimentas: lejos del desabrigado estilismo de cabaretera que lucía Salomé en la historia, Kathy Griffin comparece con gesto disgustado y una asfixiante camisa azul, cual recatadísima y severa institutriz, como si su cuerpo nos hablase de una razón acomplejada, de una Ilustración falta de herramientas para convencer al votante medio de que la jerga grandilocuente y facilona del populismo no conduce a ningún paraíso habitable.

Frente al comentario crítico de Chelsea Clinton, la decapitación metafórica de Trump no es hoy ninguna amenaza, pues no representa la muerte física del presidente americano. Por el contrario, nos habla del auge de la figura del cínico sofista en el contexto político de nuestros días: el triunfo del populismo. La Ilustración —Kathy Griffin— sostiene en la imagen los últimos vestigios de la razón: una cabeza inútil e inservible, la de Donald Trump, por encontrarse ésta completamente desgajada del cuerpo. En el contexto político de nuestros días ha prendido una metáfora macabra: la de la agonía del pollo sin cabeza que, una vez decapitado, prosigue enloquecidamente su carrera, arrasando con todo aquello que se cruza en su camino. De igual modo, el populismo es a día de hoy un cuerpo político acéfalo que, imparable, recorre y contamina velozmente el mundo.

Giambattista Tiepolo (1732-34), The Beheading of St. John the Baptist, Cappella Colleoni, Bergamo.

Giambattista Tiepolo (1732-34), The Beheading of St. John the Baptist, Cappella Colleoni, Bergamo.

Además, el retorno del mito de la mujer cortadora de cabezas nos muestra la desmemoria en que vive sumergida la politología de nuestro tiempo, quien trata de hacer germinar innovadores y carismáticos agentes de cambio —la moda de los jóvenes emprendedores políticos—, cuando no habría más que rescatar, analizar y aplicar cuidadosamente los antiguos hechos y mitos para aprender de ellos, pues la política y los deseos humanos no han cambiado tanto como pudiese parecer entre tanta parafernalia tecnológica. Es decir, en mi opinión, más que ensalzar el valor de una incesante originalidad, se trata de atender a una cuestión más modesta y mucho menos vistosa: estudiar más y mejor el pasado para recuperar y actualizar ese dicho de Cicerón que enuncia que la «historia es maestra de vida».

Desengañémonos, pues, y actuemos con responsabilidad en consecuencia: ni Salomé es ya una cándida e irresistible muchacha, ni tampoco Juan Bautista es un orador respetable y paradigmático. Ni siquiera la oportunista Herodías es, a día de hoy, una madre ejemplar. Y el tirano Herodes, ¿acaso ha desaparecido de esta historia? No. Herodes somos todos nosotros: los espectadores que regalamos la cabeza ante la novedad de cualquier noticia morbosa.

El mito se repite y, lejos de lo heroico, envejece como farsa. Ya no responde a un cuidado homenaje de la tradición y sus clásicos pues, bien sea por arrogancia, indiferencia o descuido, la pretendida juventud de nuestro presente no reconoce su rostro en la historia. Ni siquiera cuando, frente al espejo, contempla sus ya muchas y evidentes canas: ante la emergencia del cabello blanco, como se observa en la fotografía, tanto Griffin como Trump apresuran a teñírselo de rojo. Y es precisamente ahí, en ese detalle frívolo que recuerda a la imagen de Lucas Cranach que abría este artículo, donde el mito de Salomé arde de nuevo[3] para revelar el imperativo insoslayable que es la historia.

 

  • Foto de portada: A la izquierda, fotografía de Kathy Griffin y Tyler Shields (2017). A la derecha, Salomé por Lucas Cranach ‘el viejo’ (c.1530).

 

[1] ^ Además, en la imagen tal color de pelo de Griffin hace juego con la permanente ensangrentada de Donald Trump. Para un estudio pormenorizado de los usos simbólicos del cabello y sus colores en la historia desde una perspectiva feminista véase Bornay, Erika: La cabellera femenina: un diálogo entre poesía y pintura, Madrid, Cátedra, 1994.

[2] ^ Para un análisis más extenso de la figura escénica de Salomé en el fin de siglo acúdase al catálogo de exposición Molins, Patricia/ Wollen, Peter: Salomé, un mito contemporáneo, Madrid, T. F. Editores, 1995.

[3] ^ La metáfora del ardor es de Georges Didi-Huberman y la utiliza en su texto «Cuando las imágenes tocan lo real»: «Saber mirar una imagen sería, en cierto modo, volverse capaz de discernir el lugar donde arde, el Lugar donde su eventual belleza reserva un sitio a una <señal secreta>, una crisis no apaciguada, un síntoma». Véase Didi-Huberman, Georges/ Chéroux, Clément/ Arnaldo, Javier (ed.): Cuando las imágenes tocan lo real, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2007.