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Desde hace tiempo, la cuestión de cuánto debe intervenir un gobierno en la economía ha sido un tema central en los debates públicos. Recientemente, el tema ha ganado más protagonismo debido al auge del campo de la economía conductual (o behavioral economics) y al trabajo de expertos como Daniel Kahneman o Richard Thaler, ambos galardonados con el Premio Nobel de Economía en 2002 y 2007, respectivamente.

La intervención pública se suele justificar cuando salen se hacen evidentes situaciones de fallo de mercado. En estos casos, se entiende que los gobiernos deben actuar para resolver ineficiencias con el propósito de incrementar el bienestar social. Sin embargo, la discusión sobre si «dar un empujón o no darlo» (To nudge or not to nudge en inglés) se centra más en individuos que en mercados. El debate plantea si es legítimo que los gobiernos influyan en nuestras decisiones personales con el pretexto de que padecemos ciertas «deficiencias»: nos falta autocontrol, tenemos limitaciones cognitivas y, en numerosas ocasiones, no disponemos de la información necesaria para tomar la decisión correcta. Como resultado, tomamos decisiones que no hubiésemos tomado si hubiéramos recibido un poco de ayuda externa.

Aquellos que piensan que los gobiernos nos deben ayudar a tomar las mejores decisiones para nuestro propio bienestar son partidarios de lo que se denomina «paternalismo libertario».  El término se refiere a la idea de que somos libres de seguir nuestras preferencias, cualesquiera que estas sean. Sin embargo, dado que padecemos estas deficiencias humanas, los gobiernos deberían ayudarnos y empujarnos a adquirir mejores hábitos.  

La limitación cognitiva, la falta de información y los sesgos de autocontrol impiden que las personas tomen las decisiones correctas

La idea que plantean no es la de bloquear nuestras decisiones —seguimos teniendo plena libertad de elección— sino empujarnos hacia caminos que nos hagan tomar mejores decisiones. Por ejemplo, en vez de prohibir la comida basura, ellos apoyan la idea de que si colocamos los productos más sanos, como la fruta, a la altura de los ojos en los supermercados, los consumidores van a comprar estos productos.  De esta forma, nos dan la libertad de elegir lo que queramos pero a la vez nos ayudan a través de un «empujoncito» a tomar la mejor decisión. Los que apoyan el paternalismo libertario sostienen que los gobiernos pueden preservar nuestra libertad de elección a la vez que nos ayudan a tomar las mejores decisiones.  

Pongamos otro ejemplo relacionado a la alimentación; es bien sabido que la obesidad y el sobrepeso en países desarrollados están alcanzando niveles astronómicos y que éstas son pésimas noticias para la sociedad. Estas altas tasas no solo aumentan la probabilidad de que el paciente padezca cáncer, enfermedades del corazón y diabetes, sino que también generan costes extremadamente altos para el sistema de salud público[1].

Si opinas que el gobierno debe empujar a estas personas hacia situaciones en las que las opciones de comida saludable sean más visibles, porque piensas que incluso aquellos muy conscientes de los beneficios de una buena salud son propensos a experimentar un conflicto entre elegir un alimento saludable o uno menos saludable (ya sea por falta de autocontrol o conocimiento), entonces permíteme anunciarte que piensas como un paternalista libertario.

El hecho de que muchas personas acudan a nutricionistas en busca de ayuda para cambiar sus dietas parece indicar que al menos algunas personas con sobrepeso preferirían comer más sano pero que, dados sus problemas de autocontrol, simplemente no pueden hacerlo. En este contexto, las estrategias de empuje han demostrado ser eficaces porque tienen en cuenta el comportamiento humano y sus defectos, promoviendo así opciones más saludables.

Varios experimentos más complejos han demostrado que los «empujoncitos» ayudan a los individuos a elegir opciones más saludables. Por ejemplo,  como explicábamos antes, la gente tiende a comprar alimentos más sanos si éstos se sitúan al nivel de los ojos del consumidor en el supermercado o si las opciones saludables se sitúan a la izquierda (vs. la derecha) en las cartas de los restaurantes[2].

Por supuesto, también se podría argumentar que algunas personas con sobrepeso son perfectamente conscientes de las decisiones que toman con respecto a su dieta, pero que simplemente prefieren disfrutar del placer que les proporciona la comida no saludable. En estos casos, al llenarles de mensajes negativos sobre la comida no saludable insinuando su propia debilidad, los gobiernos podrían generarles un estrés añadido. Aquellos que estén de acuerdo con este argumento probablemente crean que los individuos tienen derecho a decidir cómo alcanzar su máximo bienestar, saben mejor que los gobiernos cómo lograrlo y, por lo tanto, creen que el bienestar social es mayor si los gobiernos no influyen a los individuos de ninguna forma.

En otras palabras, estas personas, al contrario que los paternalistas libertarios, dudan de la capacidad de los gobiernos para saber mejor que los propios consumidores lo que estos quieren. Tal y como Glaeser (2006) argumenta; «comparado con los burócratas del Gobierno, los consumidores tienen incentivos mucho más fuertes para corregir los errores que afectan directamente a su bienestar». La verdad es que hay muchas razones para pensar que el sistema de toma de decisiones a nivel gubernamental tiene defectos, los cuales podrían ser muy costosos en términos de bienestar social[3].

En general, alentar a la gente a tomar mejores decisiones hace más bien que mal

Otra suposición del paternalismo libertario que podríamos poner en duda supone que todo Gobierno desea el mayor bienestar para sus ciudadanos, pues la historia nos ha demostrado que este no es siempre el caso.  Hay innumerables ejemplos de políticos que, empujados por fuertes incentivos, no dudan en dirigir las preferencias de los votantes para su propio beneficio. Por lo tanto, permitir un exceso paternalismo a un Gobierno es peligroso porque podría usar las mismas herramientas para contextos que van más allá del beneficio común. La persuasión podría perfectamente caer en las manos equivocadas y no queremos que estas influyan en la psicología de los ciudadanos. Además, «el paternalismo libertario se pervertirá si nos encontramos en una situación en la que a ciertos actores del mercado les suponga menos esfuerzo persuadir a un pequeño número de burócratas que a un gran número de consumidores»[4].

Las decisiones de política pública no son sencillas y, en la mayoría de los casos, surgen muchas preocupaciones éticas. La cuestión principal es si el paternalismo libertario debería ser alentado o desalentado. Si optamos por la primera (en general, creo que  alentar a la gente a tomar mejores decisiones hace más bien que mal), ¿cómo podemos asegurarnos que los Gobiernos hacen bien su trabajo? Sugiero que se establezcan tres condiciones antes de apostar por el paternalismo libertario.

En primer lugar, obligar a los gobiernos a hacer un análisis de costo-beneficio de estas intervenciones y sus efectos en la sociedad. Por ejemplo, un estudio reciente publicado en Psychological Science (2017) llevó a cabo este tipo de análisis para varias intervenciones de empuje como incentivos fiscales y encontró que este tipo de políticas se compara favorablemente con otras herramientas de políticas tradicionales.

En segundo lugar, y quizá más importante, deben demostrar que las preferencias de las personas están realmente en línea con el objetivo de su intervención, y que la razón por la que no siguen sus preferencias se debe solo a sesgos psicológicos. Entre los sesgos más frecuentes se encuentra el denominado «sesgo de confirmación», donde tendemos a escuchar exclusivamente la información que confirma nuestras preconcepciones o la «ilusión de agrupación», donde tendemos a ver patrones o secuencias donde no existen (por ejemplo, en el juego de la ruleta).

Es más ético promover la decisión activa de los individuos en lugar de tomar decisiones por ellos

Para finalizar, cuando sea posible, recomendaría promover la decisión activa. Diversos estudios han demostrado que utilizar la opción por defecto es muy efectiva en decisiones de política pública. Por ejemplo,  se ha demostrado que la gente es más propensa a adherirse a un plan de pensiones o donar órganos si la opción por defecto es estar inscrito en ese plan, y en caso de querer salirse, tengan que hacerlo activamente. Sin embargo, estos mismos estudios también han demostrado que cuando a las personas se les obliga activamente a tomar una decisión —por ejemplo, si se les obliga a decidir si quieren o no donar sus órganos cuando se van a sacar el carnet de identidad—, se obtienen resultados similares a los obtenidos al inscribirse como opción predeterminada (por defecto). En definitiva, considero que modificar el sistema para que la gente esté obligada a tomar una decisión activa sobre cualquier tema de política pública que esté sobre la mesa es la forma más ética y menos peligrosa de considerar las preferencias de los individuos a la vez que se maximiza el bienestar de una sociedad.

En las últimas décadas, académicos, gobiernos e instituciones internacionales han hecho uso de los principios económicos conductuales para diseñar cuidadosamente políticas públicas y complementar (o sustituir) instrumentos tradicionales de política. A día de hoy, existen más de 100 estudios que muestran la aplicación exitosa de las percepciones conductuales a las políticas públicas en todo el mundo.

Aún queda un largo camino para establecer las mejores prácticas y estándares de experimentación y validación, pero lo que está claro es que practicar el «empujoncito» puede tener un gran potencial para informar el diseño de políticas públicas y mejorar la vida de las personas.

[1] Thaler and Sunstein, 2009.
[2] Abdulfatah et al. 2017; Romero and Biswas 2016; and & Wilson et al. 2016.
[3] Glaeser, 2006.
[4] Idem.