1998 no fue bautizado en la India como el año del milagro. Las calles del Panyab no se llenaron de músicos Bhangra, el confeti no cubrió las aceras de Hyderabad y los ciudadanos de Nueva Delhi no sacaron al primer ministro Atel Behari Vajpayee a hombros del parlamento. Y eso que en ese mismo año 175 millones de indios dejaron momentáneamente de ser pobres. No busquen la causa de este hito humanitario en los microcréditos, la asistencia social, el crecimiento equitativo, la globalización, la educación o la tecnología. La raíz de la proeza es solo una: un cambio de metodología estadística.
La cuantificación de la pobreza en el mundo es un ejercicio relativamente reciente. Hasta hace un par de siglos, no hubiera tenido sentido: la inmensa mayoría de la población vivía en condiciones de privación extrema. Desde que, a principios del siglo XX, el pionero Seebohm Rowntree iniciase sus estudios sobre la pobreza en los barrios obreros de York, los esfuerzos por medir la penuria material han crecido exponencialmente. Tal vez la lección más importante que ofrece la experiencia es que la ciencia detrás de las estadísticas de la pobreza no puede desligarse de la política. Como la ciencia afecta a la política, influyendo en la opinión pública, es de esperar que la política afecte a la ciencia. Cuanto más arbitraria e imprecisa sea la metodología detrás de la medición, mayor será el riesgo de distorsión política. En este artículo ilustro esta posición con dos historias, de tintes inverosímiles, en la India y los Estados Unidos, basadas en las Lionel Robbins Lecture Series 2014 del brillante economista Angus Deaton.
Volvamos a la India y el milagro que no fue. Durante las últimas tres décadas el país ha experimentado un crecimiento económico sin precedentes, con un incremento anual del consumo final de los hogares del 3,5 %. Y sin embargo el ritmo de reducción de la tasa de pobreza nacional ha sido inusualmente lento. Aproximadamente la mitad de los niños en la India sufren malnutrición severa y se estima que cerca de 300 millones de indios viven en condiciones de indigencia[1].
El país es mundialmente conocido por el caótico tráfico de sus ciudades, pero las intersecciones de Delhi son un oasis de armonía comparadas con el sistema nacional de estadística. Uno de los principales obstáculos para entender el alcance de la pobreza en la India es determinar qué fuentes de información son realmente fiables. En este sentido, destaca el conflicto entre las cifras de consumo por hogar de las cuentas nacionales (NAS), utilizadas para computar el crecimiento, y las de la encuesta nacional de hogares (NSS), empleada para medir la pobreza. A principio de los años setenta, el consumo de los hogares que arrojaba la NSS era un 5 % menor que el obtenido con las NAS. Desde entonces la discrepancia no ha hecho más que crecer y se sitúa hoy en un 50 %. Sobra decir que, en el debate político, la izquierda defiende la veracidad de los datos de la NSS más allá de toda duda razonable mientras la derecha hace lo propio con las NAS.
A finales de los noventa, uno de los puntos más tensos del conflicto giraba en torno a la pregunta «¿cuánto arroz ha comprado usted en los últimos 30 días?», usada en parte para determinar la tasa de pobreza en la NSS. Economistas, periodistas y políticos de derechas argumentaban que el periodo era demasiado largo como para que los encuestados diesen una respuesta veraz. Para apaciguar la polémica, las autoridades decidieron realizar una prueba controlada aleatoria. El muestreo fue aleatoriamente dividido en dos y mientras al primer grupo se le preguntaba por la cantidad de arroz comprada en los últimos 30 días, al otro se le hacía la misma pregunta con 7 días como horizonte temporal. Los resultados fueron abrumadores: con el cambio metodológico se computaban 175 millones de pobres menos en el país. Por supuesto, el experimento no hizo más que elevar la tensión del debate pues, sin aclarar qué metodología era la correcta, mostró sus enormes diferencias prácticas. A alguien se le ocurrió la solución salomónica de incluir las dos preguntas en la encuesta. El problema es que los encuestados, en vez de molestarse en recordar la cantidad de arroz comprada en el mes pasado, se conformaban con multiplicar la cantidad declarada para la última semana. Llegados a ese punto, las autoridades decidieron convocar a un grupo de expertos, práctica india más popular que el cricket, para redefinir la metodología por completo.
El ejemplo de la India podría sugerir que los problemas de medición de la pobreza son exclusivos a los países subdesarrollados. Una breve inmersión en la tierra de las oportunidades desmiente tal hipótesis. Los EE. UU. de principios de los sesenta se preparaban para la célebre Guerra contra la Pobreza del Presidente Johnson y necesitaban una métrica para medir el éxito de la contienda. A finales de 1963, se dibujó la línea de pobreza con una técnica algo sospechosa. Se optó por construir una canasta básica de alimentos y multiplicar su coste por tres para obtener el umbral de la pobreza. ¿Por qué por tres? Sencillamente porque en la época el hogar medio gastaba un tercio de su presupuesto en comida. El inconveniente de este método es que evidentemente los hogares pobres gastan una fracción mayor de su renta en alimentación, pero para saber la cuantía de esa fracción haría falta saber de antemano quién es pobre, lo que conduce a una lógica circular inescapable. Pero como el cálculo ofrecía un umbral de pobreza razonable y políticamente aceptable por los dos grandes partidos, este se adoptó sin reparos. Curiosamente, ni por vergüenza torera se conservó la metodología para los años siguientes: en lugar de recalcular regularmente la proporción del presupuesto de los hogares dedicado a la alimentación, se decidió actualizar año a año la línea de pobreza original ajustándola acorde con la inflación. La segunda laguna de esta línea de pobreza es que no incluye las transferencias y ayudas del estado, por lo que a primera vista los programas sociales no tienen ningún impacto en las cifras de pobreza. Esta metedura de pata generó y sigue generando una confusión innecesaria en el debate político en materia de la lucha contra la pobreza.
Ahora es posible que el lector se pregunte: bueno, ¿y qué? Las estadísticas de pobreza en EE. UU. pueden no ser del todo rigurosas, ¿pero tiene esto alguna importancia práctica? La respuesta es un sí mayúsculo. Muchos de los programas sociales americanos establecen el umbral de acceso y la generosidad de las ayudas en función de la línea de pobreza. Al actualizarse esta con la inflación, la cuantía de las ayudas sociales está ligada al índice de precios al consumidor (IPC). En 1995, la comisión Boskin tuvo que investigar la posible sobrestimación de la inflación por el IPC de alrededor de un punto porcentual al año. El argumento era que la metodología existente ignoraba parte de las mejoras cualitativas y del sesgo de sustitución de los bienes. Se propuso entonces un cambio metodológico para incluir estos factores que, de aplicarse, reduciría las ayudas sociales en 691.000 millones de dólares en una década. El impacto del sesgo en el cálculo de la inflación sería tan grande que el sobregasto inducido por no corregirlo representaría el cuarto mayor desembolso federal en programas sociales. No es de extrañar que el presidente republicano de la cámara de representantes, un cruzado contra el estado del bienestar como Newt Gingrich, amenazase con el cierre a la Oficina de Estadísticas Laborales si no aplicaba el cambio. De hecho, de computarse la evolución de la tasa de pobreza con la nueva inflación y añadiendo los beneficios del Estado, la guerra contra la pobreza parecería estar inclinándose del lado de los ciudadanos, como muestra la línea roja del gráfico inferior. Finalmente, varios cambios en el cómputo del IPC fueron introducidos, aunque no vinieron acompañados de los enormes recortes que no pocos republicanos demandaban.
La moraleja de estas historias es que a menudo la estadística tiene tanto de arte como de ciencia y que difícilmente puede desligarse por completo de la política. La medición de la pobreza afecta al diseño y alcance de las iniciativas para combatirla, así como a la popularidad de los dirigentes que las implementan. Por ignorancia o malicia, es de esperar que políticos y demás figuras públicas publiciten estadísticas de dudosa validez para reforzar su discurso. La cuantificación de la pobreza es un paso fundamental para su comprensión y, en última instancia, su erradicación, pero la ciencia que la fundamenta sigue teniendo desafíos que resolver. Una sana dosis de escepticismo cuando nos interesamos por ella nunca estará de más.
[1] ^Deaton (2014): A menagerie of lines: how to decide who is poor?