[Esta entrevista a George Yúdice por Tomás Ruiz-Rivas está originalmente publicada en el Nº 0 de CIIA (Centro de Investigación de la Institucionalidad del Arte), que se presenta este 2 de febrero en la Calle Amparo 94, Madrid. El CIIA es un proyecto del Antimuseo con la colaboración de Nadie Nunca Nada No y La Grieta. Su objetivo es analizar críticamente el sistema del arte para entender las condiciones —tanto materiales como ideológicas— de su producción, distribución y consumo].
George Yúdice ( Nueva York, 1947) es un referente a nivel mundial en los estudios de gestión y política cultural. Es profesor titular en el American Studies Program y el Departamento de Español y Portugués de New York University (NYU), y director del Centro de Estudios Latinoamericanos y del Caribe.
Antes de empezar, como el arte y la cultura son campos en los que las definiciones son muy imprecisas, creo que es importante precisar estos términos. Para eso voy a recurrir a una cita de Juan Acha que me gusta mucho, porque establece una diferenciación muy clara entre el arte y lo que él llamaba lo estético:
«Las artes son conceptos. Al fin y al cabo constituyen hechuras humanas, esto es, sistemas culturales. Como tales van de generación en generación y cada una varía los conceptos de acuerdo con sus necesidades históricas (…). De ahí que mientras lo estético es sinónimo de sensibilidad o gusto que posee todo hombre, lo artístico es optativo y requiere de una educación especial previa»[1].
¿Compartes esta diferenciación?
En parte, porque creo que lo que es arte también tiene que ver con la institucionalidad que reconoce que algo es arte o no. Que es el dilema en el que está el arte por lo menos desde principios del siglo XX. No había pensado en la cita de Juan Acha, pero me gustaría que me la mandes, y la referencia. ¿Has dicho que el arte tiene que ver con los conceptos?
Yo creo que Juan Acha se refiere a una institucionalidad, porque dice que son conceptos y hechuras humanas. Que es algo artificial, para diferenciarlo de lo que él llama lo estético, como algo que es espontáneo en todos los seres humanos.
Claro, como algo que se siente, se experimenta. No sé si se puede hacer una división tan tajante. Yo pienso el arte en relación a qué es lo que enmarca la experiencia. Si uno tiene la experiencia enmarcada de tal manera, puede que sea considerada arte. La misma experiencia de sentir algo en un contexto de galería o exposición obligaría a decir: «Bueno, esto es arte». Porque el marco hace que se vea de una manera conceptual, o artificial, si quieres. Así que me quedo con esa problemática entre arte y no arte.
Es uno de los problemas más presentes en todos los debates sobre el arte y sus instituciones desde la época de las vanguardias. Ese deseo de fundir arte y vida. Porque es una separación que de alguna forma es problemática para los mismos artistas, o para la misma Institución Arte.
Sí, y es un problema que evidentemente no se ha resuelto porque sigue vigente. Yo estoy trabajando en este momento en una experiencia que apartó el contexto del arte. Es una experiencia —inSite— a la que dedico un capítulo en El recurso de la cultura. Empezó como una «bienal de arte realizada en la frontera entre Estados Unidos y México; luego se transformó en trienal y subsiguientemente cuatrienial. Y el último curador, Osvaldo Sánchez, que ha trabajado en varios museos…
Sí, lo conozco muy bien.
…Él decidió establecer una casa en un barrio de México, en la que se invita a los vecinos, y hay artistas en residencia, pero no declaran que son artistas ante la gente que participa. Trata de incentivar o crear condiciones en las cuales se produzcan actividades colaborativas que conduzcan a la invención de modos de hacer, pero la parte artística no se hace ahí. Si el artista que ha sido residente y que ha trabajado con una serie de personas quiere exponerlo en un museo, en una galería, en otra parte de la ciudad o del mundo, muy bien, pero ahí no. No sé si esto resuelve el problema, pero es la manera en la que él está abordando ahora la cuestión de la relación arte/vida.
Hay otras maneras de ver la cuestión del espacio público: una es plantear el procomún, (…) otra es entender de qué manera todo espacio está atravesado por la colonialidad
Ha habido bastantes experiencias enfocadas a la idea de regenerar la institución en contextos de exclusión social. ¿No crees que acaban demostrando que el museo se puede desmaterializar, que la institución puede sobrevivir a la desaparición de sus muros materiales?
Aun cuando el museo se desmaterializa, continúan las relaciones con el Estado o con instancias reguladoras y con el personal de la institución, que fungen como intermediarios con los públicos o usuarios de la institución. Habría que concebir los procesos y la intermediación no como desmaterializados sino como la materialización de un poder.
Manuel Delgado es muy crítico con este tipo de prácticas. Llama ciudadanismo a la ideología que las sustenta y afirma que su objetivo es imbuir el poder pastoral como lo define Foucault. Él lo refiere al espacio público, que es ahora uno de los ámbitos de apertura de la institución. ¿Qué opinas al respecto?
No creo que el concepto de espacio público resuelva el problema porque lo público es regulado. Además, el espacio no se da nunca sin ser atravesado por las relaciones de poder. Si pensamos el espacio público como lo concibió Habermas, como espacio abierto a todo tipo de intervención discursiva, hay que tener en cuenta que ese espacio tiene arraigos materiales, como los cafés donde se llevaban a cabo tertulias o periódicos y revistas o salones y galerías donde se publicaba o exhibía, y esas instancias tienen dueños, que a fin de cuentas determinan quiénes pueden o no intervenir. Sabemos que en el siglo XVIII esos espacios estaban cerrados para la gran mayoría de mujeres y sujetos colonizados de ultramar. Hay otras maneras de ver la cuestión del espacio público: una es plantear el procomún, que no pertenece a nadie, ni al sector privado ni al público ni al tercer sector. Otra es entender de qué manera todo espacio está atravesado por la colonialidad.
Más allá del interesante título de la exposición del MACBA, ¿Cómo queremos ser gobernados? (2004), habría que preguntarse: ¿Cómo podríamos descolonizarnos? No me refiero sólo a la colonización territorial, social y cultural —que suele pensarse como la «des-soberanización» de sujetos y territorios no europeos (coincidente con el surgimiento del espacio público europeo, supuesto espacio de apertura y libertad)— sino la del cuerpo y la conciencia, de los cuales los europeos fueron igualmente sometidos. La colonización cala muy hondo, en el campo de fuerzas que subyace al espacio. Incluso proyectos con voluntad de apertura y liberación, como el MACBA, no logran su cometido por esa colonización; luego de una estancia de un mes en el MACBA en 2008, para impartir un cursillo del PEI, me di cuenta de que a pesar de tener la voluntad de abrirse a su entorno, jamás vi a un paquistaní o norteafricano entrar en el museo. Tampoco a los skaters que trepan la valla y la rampa y recorren la plaza frente al edificio emblemático de Meier.
Creo que no hay manera de escaparse de la institución, pero sí que se necesita renovar las instituciones, crear otros circuitos que se desvíen de la institucionalidad convencional
Para plantearlo de otra manera: uno de los temas que tengo apuntado (lo iba a sacar más tarde, pero viene al caso) es el de los espacios donde se hace o se consume el arte. Llevo tiempo trabajando para conectar conceptos de la geografía radical, conceptos derivados del pensamiento de Henri Lefebvre y todos los que han venido detrás —David Harvey, Edward Soja, etc.— con el análisis de la institucionalidad del arte. Entonces, mi pregunta es si se puede transformar la institución cultural, el museo, sin producir otro espacio. ¿No deberíamos experimentar con la producción de otros espacios como parte de ese impulso de renovación de las instituciones?
Creo que sí. Como en este momento estoy muy atado a la idea del proyecto de Osvaldo [Sánchez], habría que preguntarle si considera que Casa Gallina, que es como se llama, es una nueva institución o si él objetaría a la idea de que sea una institución. En todo caso, Osvaldo procura mantener el mundo del arte alejado de Casa Gallina y los que participan en sus actividades porque ese mundo del arte «pervierte» —por decirlo de alguna manera— las relaciones sociales. Yo creo que no hay manera de escaparse de que es un espacio que tiene recursos y que ofrece servicios, y que por tanto es una institución. Quizás una institución renovada, a la manera en la que él la ha organizado. Pero yo creo que sí se necesita renovar las instituciones, o crear… hablaste de un antimuseo, o a-museos, o no-museos… Otros espacios. Y no sólo espacios. Quizás circuitos que se desvíen de la institucionalidad convencional.
Eso es algo que mantengo como una pelea personal en esta ciudad [Madrid] desde hace 25 años. Porque una de las cosas que he percibido, sobre todo desde que empezó el debate del Nuevo Institucionalismo en el año 2.000, es que este aprendió de lo que habíamos hecho los artistas en los años 70 o, en el caso de Madrid, en los 90. Todo lo que tenía que ver con que la exposición ya no fuese el elemento central, con poner el acento más en el proceso que en el objeto acabado, con buscar la forma de relacionarse con públicos específicos, venía de una actividad artística de base. Yo no sé si cuando las instituciones se apropian estas prácticas, estas prácticas se impregnan del poder de la institución. No va a funcionar, porque sigue siendo algo sujeto a una jerarquía. Quizás más que transformar esos museos, habría sido mejor liberar esos recursos a la sociedad.
Claro.
Luego viene la contraparte.
¿Cuál es?
La institucionalización de los agentes independientes cuando reciben recursos públicos.
La cuestión es cómo lograr, cómo recibir recursos públicos —de hecho es el tema que voy a trabajar ahora, sobre todo en contextos donde son muy escasos— y mantenerse totalmente autónomos. Es decir, que se reciban los recursos para llevar a cabo acciones, pero que ahí termine el tipo de seguimiento que pueda tener el gobierno.
Si quien recibe los recursos es una institución, un espacio, el Estado va a requerir que cumpla con una serie de requisitos. Si quien recibe los recursos es un artista, entonces hay una diferencia
Hay dos problemas que se plantean con esto: uno es cuando la instancia de gobierno que da el dinero quiere determinar qué es lo que se debe hacer y lo que no. Es decir, una forma de censura encubierta. Y el otro es que, como son recursos que ponen los contribuyentes, se exige un control sobre su uso correcto. Y éste es un problema que ocurrió en Estados Unidos en los 70, cuando se dio mucho dinero a proyectos alternativos y entonces tuvieron que empezar a funcionar como museos: programar con un año, tener una persona en labores administrativas… Y espacios que podían trabajar en la improvisación diaria, con esa energía creativa, se convertían en una cosa muy diferente.
Claro, si quien recibe los recursos es una institución, un espacio, el Estado va a requerir que cumpla con una serie de requisitos. Si quien recibe los recursos es un artista, para el proyecto que se invente, entonces hay una diferencia. Que un artista pueda recibir unos recursos, o unos gestores comunitarios, es distinto que un espacio. Un espacio, para empezar, tiene unos requerimientos de iluminación, de ambientación, seguridad… un montón de cosas. Por lo menos en Estados Unidos no se da dinero a menos que se pueda garantizar que uno está sirviendo no sólo a la ciudadanía en general sino a una diversidad de sujetos comunitarios… Bueno, eso antes de Trump. Ahora quizás ya no importe (risas). Pero sí, un espacio viene con una serie de condiciones. Y justo esas condiciones muchos artistas llegaron a experimentarlas como una camisa de fuerza que los obligaba a prestar servicios sociales.
Vamos a intentar profundizar un poco más en esto: Brian Wallis en su artículo Public Funding and Alternative Spaces afirma que: «a través de una serie de pautas regulatorias, la agencia [NEA] estableció un nuevo sujeto, el “artista profesional”, y una nueva forma de administración, aquella dirigida por el artista (…). El control social suplantó a la cultura». En El recurso de la cultura hablas de la formación de «una enorme red de administradores y gestores culturales (…) quienes median entre las fuentes de financiación, por un lado, y los artistas y comunidades, por el otro». Es una situación que empieza en la era Reagan, con los recortes de presupuestos públicos en cultura. ¿Cómo ves ahora el panorama? ¿Cómo ha evolucionado o en qué se ha convertido esa red tres décadas después?
Al hilo de esto, aparece otro tema interesante, que es el desplazamiento del centro de gravedad del arte del artista al curador. ¿Crees que la figura del curador como copartícipe de la creación contribuye a reforzar la institucionalización?
Me parece importante citar la conclusión del artículo de Wallis: «Pero lo que sin duda se ha perdido en el mundo del arte es la motivación política original de buscar todo tipo de alternativas [50]» Creo que el síndrome que describe Wallis sigue vigente. Por ejemplo, la fundación Creative Capital, creada por otras fundaciones privadas en 1999 para compensar por la eliminación de financiamiento para artistas, promueve la sostenibilidad de los artistas según «principios de capital de riesgo». Desde luego, es importante la sostenibilidad pero cada vez más en EE. UU. esto se busca mediante principios mercadológicos, inclusive para emprendimientos alternativos.
Volviendo a los artistas: los formatos de autogestión de artistas son muy variados. Y como en las artes visuales, aunque estén desmaterializadas, se sigue trabajando con objetos y/o personas, requieren un espacio físico. En las artes visuales hay un vínculo muy fuerte con el espacio de trabajo, la exhibición, la convivencia y la autogestión. Pero me refería en general a los individuos o colectivos que se autogestionan.
Yo tuve una experiencia de unos 15 años, y en esa experiencia acabamos imponiéndonos una serie de requisitos. Porque era una revista y había que cumplir con la edición, asegurar que todo estaba bien, las revisiones, juntar el dinero para llevarla a la imprenta. Había tiempos que cumplir porque salía cuatro veces al año. Quién la iba a llevar a la imprenta, quién iba a venderla. Sin tener al gobierno encima de ti, los autogestores se autoimponen algún tipo de condiciones para poder cumplir.
Van interiorizando una gobernanza.
Sí. Bueno, por lo menos se interna.
El MACBA es una institución con grandes pretensiones de democratización en el sentido de promover movimientos sociales y trabajar con ellos, pero ignora una parte de la realidad en la que está enclavada [El Raval]
Volviendo al tema del Nuevo Institucionalismo, sobre el que hubo una serie de debates que empezaron en el norte de Europa, y que en España podemos ver por ejemplo en el MACBA, sobre el que tú has escrito. ¿Crees que estos experimentos han contribuido a una democratización de las instituciones culturales?
Yo soy un poco escéptico. Pero todo depende de qué quiere decir democratización. Volvamos al caso del MACBA, o del Van Abbemuseum en Eindhoven, que creo que eligen muy bien con quién quieren ser democráticos. No con todo el mundo. Claro, eso tal vez sea imposible. Tomemos el caso del MACBA, que está muy relacionado con movimientos sociales, y cuya idea de democracia tiene que ver con esos movimientos sociales, como cuando generaron el grupo de Las Agencias, y la cuestión de cómo queremos gobernarnos que mencioné antes. El MACBA está en un contexto particular en el Raval. Y resulta que los vecinos que viven ahí, una parte de los vecinos, que son paquistaníes, bangladesíes, filipinos, marroquíes… y los skaters que están fuera del museo, jamás lo pisan. Entonces tienes una institución con grandes pretensiones de democratización en el sentido de promover movimientos sociales y trabajar con ellos, pero ignora una parte de la realidad en la que está enclavada. Ésta es una pregunta que me hice acerca del MACBA, porque estuve allí un mes y lo que vi era totalmente contrario a mi idea de tener alguna responsabilidad sobre el lugar donde está uno.
Una forma de entender la democratización sería una mayor participación de los artistas en la gestión del museo. La simple formulación de esta idea provocaría la risa de directores y patronatos. ¿Por qué?
Creo que hay que ir más allá de que los artistas participen en la gestión del museo; creo que todos los involucrados, inclusive y sobre todo los que visitan el museo, deben participar en la gestión. Las instituciones culturales no son dominio privilegiado de los artistas; estos son sólo un actor más de los que deben velar por esas instituciones.
Yo he seguido muy de cerca todo este tema (Nuevo Institucionalismo, prácticas instituyentes…) desde que empezó, y al final tengo la percepción de que se está buscando en la política la trascendencia que ha perdida el arte.
Eso, exactamente. Hay ciertas tendencias del arte que se agarran de una energía política, o del movimiento social, y es como si eso les resolviera el problema del compromiso artístico. No se agarran de todo movimiento, de toda energía, sino tan sólo de algunos. De los que son muy anarco-progresistas, por decirlo de alguna manera, que son los preferidos. Y de los migrantes sí, pero no necesariamente de los migrantes en carne y hueso en su museo.
De joven, si yo estaba vestido para jugar al fútbol no entraba en el museo. (…) Una idea de museo ya me requería un comportamiento
El otro día una amiga, hablando de esto, usó una expresión que está muy bien para entender este debate, que está muy presente ahora mismo en Madrid: que el Reina Sofía está intentando encarnar el antagonismo desde la hegemonía. Y ahí hay un momento de contradicción en la institución.
Lo que era también el MACBA, porque Borja-Villel estaba allí antes.
Entonces, para retomar el tema principal: ¿Es el museo una institución disciplinaria?
Yo siempre lo he creído. Por lo menos en el libro de Tony Bennet, El Nacimiento del Museo, un título clonado de Foucault, o en mi propia experiencia. Es posible que haya museos, no sé si antimuseos, que sean antidisciplinarios. Pero desde mi propia experiencia como chico que iba a museos, sólo entrar en un museo me cambiaba el comportamiento. Y si yo estaba vestido para jugar al fútbol o algo así, no entraba en el museo. Una idea de museo ya me requería un comportamiento. Y el museo mismo, el espacio del museo, el aura que tiene, yo sentía que me hacía comportar de cierta manera, y no por una vía coercitiva, porque nadie me dijo «no entres en shorts, no entres en sandalias, no grites, no vayas comiendo ante los cuadros, no fumes»… Nadie me dijo eso. Uno lo asimila por ósmosis.
Hubo un proyecto en Madrid hace unos años [Ludotek], creo que eran profesores de colegios, en el que llevaron a niños de comunidades muy marginales a museos, pero les dejaban hacer lo que quisieran. Entonces los niños hacían pelotas con los programas y jugaban al fútbol. Si había un suelo de mármol pulido se tiraban a patinar. Veías a los guardas con cara de circunstancias, pensando: «¿Qué hacemos con estos salvajes?»
Eso es interesante. Quizás yo ya estaba disciplinado antes de entrar en un museo. Que también puede ser la cuestión.
Sí, pero yo creo que en el caso de España si no es alguien que viene de una comunidad muy marginada, todo el mundo tiene unos patrones culturales muy similares. Estamos imbuidos desde que nacemos.
En Estados Unidos es igual. Todos los estratos, hasta los más bajos, creo que tienen la idea del museo.
Otro tema relacionado con la renovación de los museos y con el debate de dónde acaba el arte y dónde empieza la creatividad natural del ser humano, es que las políticas culturales tienen cierta tendencia a priorizar la cultura como una actividad de ocio. Que todo el mundo es artista, como decía Beuys en su momento. Si todo el mundo es artista, ¿por qué vamos a priorizar determinada forma de arte que puede ser elitista, o que está inscrita en un circuito de mercado, o tiende a eso?
Las políticas públicas que promueven la creatividad tienen que ver con una idea particular, que ahora está completamente interiorizada, de desarrollo y de participación: que el arte sirve para eso. Y entonces lo que hay que hacer es promover el arte en todos, o la creatividad, y de ahí obtendremos ese resultado democratizador. El problema es que hay ciertos aspectos… no sé si me gusta la palabra profesionalización, pero de desarrollo o refinamiento de competencias. Cambiemos las artes visuales por la música. Si fuera música y uno exigiera lo mismo, eso querría decir que uno podría transigir, desde esa idea de que todo el mundo tiene creatividad, con un montón de gente tocando mal la trompeta o la guitarra. Entonces hay una gran diferencia dependiendo de qué arte estamos hablando. Lo que ha pasado en las artes visuales es que es mucho más fácil pensar que no se necesita refinar capacidades, capacidades de hacer. Mientras que en música, que es otro arte, no se puede hacer eso.
Claro, pasaría algo parecido con la música que es más próxima al arte contemporáneo, el arte sonoro, la música experimental. La gente puede pensar que ese señor simplemente está haciendo un ruido.
Pero ahí la diferencia es que si se tratara de música conceptual, muy bien. Eso es para el público que va a escuchar a John Cage. Pero a quien le gusta la música, sea reggaeton, o sea la quinta sinfonía de Beethoven, quiere que se toque bien. Eso es algo interesante.
Sí, a mí me interesa mucho, porque entiendo que en las artes visuales, al generar un mercado tan voraz, se producen muchas cosas insustanciales. Todos los que nos dedicamos al arte sabemos que el 99 % de las cosas que vemos en las exposiciones, no va a tener permanencia. Pero hay una demanda de obra de arte que es monstruosa, que es algo que no pasa con la poesía o la música experimentales.
El problema es que sujeto común y los políticos, los que desarrollan las políticas públicas, no disciernen muy bien qué quiere decir haber refinado sus capacidades para alguien que hace una performance, o cualquier persona que hace cualquier cosa. Eso se ve más claramente cuando alguien tiene que tocar un instrumento (risas).
Para terminar: ¿Nos puedes hablar de tu nuevo libro?
Es un libro sobre prácticas colaborativas, que logran una interacción de gente con competencias muy diversas y de status muy diverso con el objetivo de descubrir nuevas maneras de hacer. No tengo título todavía pero el subtítulo es «interacción de saberes». Se trata de un libro que frisa en el muy controvertido tema del arte participativo, pero que no se limita al arte, y, por cierto, no es el arte el que tira del carro de la creatividad. El artista es uno de otros varios participantes. Por lo tanto, no es un libro sobre arte, si bien tiene repercusiones para el arte. Tendrá un capítulo teórico extenso sobre la interacción de saberes y la heurística, que si bien tiene como antecedentes importantes los escritos de Jacques Rancière y Claire Bishop, también se distancia de ellos, pues no da el mismo privilegio al arte. Y menos a la creatividad tal como se viene promoviendo en las políticas de industrias creativas. Trata tres casos: el MediaLab Prado en Madrid, inSite/Casa Gallina en Ciudad de México, y una serie de iniciativas relacionadas con prácticas de proximidad en Río de Janeiro. Todas tienen en común la interacción de saberes, si bien toman formas organizativas distintas. Parte de la reflexión tendrá que ver con esas formas organizativas.
Cada vez se habla menos de arte e incluso de cultura, palabras muy cargadas, prefiriendo referirse a los modos de hacer que se practican en sus ámbitos
Quisiera agregar, a manera de conclusión, que este libro toca uno de los temas que te han ocupado. En Qué espacios de arte necesita Madrid, escribes que las autoridades municipales «deben apoyar la apertura y el desarrollo de espacios gestionados por la sociedad civil, recuperar el trabajo que tantas personas hemos realizado a contracorriente desde finales de los 80 y apoyarse en él para impulsar una nueva política cultural que no se base más en el modelo del parque temático gigante, sino en una estructura dispersa, guerrillera, heterogénea en sus posicionamientos y contenidos». A mi modo de ver, las iniciativas que trato en el libro tienen esa motivación, que se manifiesta de distintas maneras dada la ecología sociopolítica de cada ciudad. Y los que promueven estas iniciativas —no siempre son administradores institucionales— buscan diálogo con diversos sectores de la sociedad, tanto para aprender de e incorporar modos de hacer a sus agendas como para diseminar una ética de colaboración y aprendizaje mutuo —que no quiere decir necesariamente consenso— en otros espacios de la ciudad. Aspiran a ser espacios en que lo disperso entra en contacto. Lo que noto es que cada vez se habla menos de arte e incluso de cultura, palabras muy cargadas, prefiriendo referirse a los modos de hacer que se practican en sus ámbitos.
Estaremos esperándolo. Sólo con esta breve introducción se me ocurren miles de preguntas, de manera que ojalá podamos continuar esta conversación en el futuro.
[1] ^ Acha, Juan. Los conceptos esenciales de las artes plásticas. Ediciones Coyoacán. Ciudad de México 1997. Pp 7 y 34