Parece una obviedad. Lo es. Tanto que habría de pasar inadvertida, resultar irrelevante, darse por hecho: las feministas son capaces de amar e, incluso, en ciertas ocasiones, de amar a un varón e, incluso, para solaz de la mojigatería, de amarlo folclóricamente, con entrega y descaro, desbordadas, sin recato ni contención alguna. Sin más. Aquí habría de quedar la frívola celebración de esta evidencia: a las feministas, en tanto que seres humanos, les ha sido también concedida la capacidad de amar y, además, de hacerlo bajo las mismas insospechadas tonalidades que cualquier otro humano. Como todo hijo de vecino, las feministas también aman con inclinación ciega, con desmedida pasión, con mal gusto o con desgana. Con ironía, con timidez, con torpeza, cursilería o remordimiento. Por convención, por despecho, por soledad, vulgarmente, en secreto. Por aburrimiento, por sexo, por ensoñación, porque nos da la gana.

Sin embargo, hoy en día una ligereza como la mentada sigue siendo noticia y es objeto de prensa amarillista que se disimula bajo el docto epígrafe «noticias de cultura». El documentalista de Shoah, Claude Lanzmann, ha vendido a la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale las 112 cartas de amor que una cuarentona Simone de Beauvoir le escribió a lo largo de siete años de relación. Lanzmann, por entonces doncel de 27 años, justifica este mercadeo epistolar amparándose en la buena intención de que «el comprador pueda, si no publicarlos, al menos conservarlos y permitir su acceso a historiadores e investigadores»; y lo hace saltándose la ley francesa, «escandalosa» según Lanzmann, que dice que los derechos de las misivas no pertenecen al destinatario, sino a quien las escribe (y a sus herederos). De no haberlas vendido, esta prolija correspondencia hubiese sido heredada por la hija adoptiva de Beauvoir, Sylvie Le Bon, con quien mantiene una pésima relación desde hace años y quien no desea que tales cartas sean publicadas.

Asimismo, un ofendido Lanzmann legitima esta traición a la intimidad amatoria que mantuvieron ambos autores entre 1952 y 1959, aludiendo a un ególatra anhelo de posteridad que Sylvie Le Bon trataría de arrebatarle: «Sylvie Le Bon no desea solamente oponerse a la publicación de mi correspondencia con Simone de Beauvoir. Ella desea, pura y sencillamente, eliminarme de la existencia de Simone de Beauvoir. Es la única manera, piensa ella, de hacerme inofensivo». Tremendo caballero: va a exponer a la opinión pública las entrañas amatorias de quien fue su concubina para encumbrarse en la historia como el primer gran amor de esta filósofa. Admirado Lanzmann, ¿no bastaba su ducho currículo profesional para pasar a la historia?, ¿en qué momento pensó que necesitaba aún más credenciales?

Los desmanes de un intelectual enamorado, más aún si es mujer, amén de feminista, generan una enorme curiosidad

La prensa se ha recreado estos días con las inclinaciones noveleras y, perdónenme por la crudeza, variopintas horteradas que, sexos aparte, todo enamorado escribe, Simone de Beauvoir incluida. «Chéri, mi amor absoluto, mi niño adorado, no hay palabras para describirte mi amor», «Sí, mi querido niño, tú eres mi primer amor absoluto, ese que solo se conoce una vez, o jamás» le escribía una hechizada Beauvoir a Lanzmann. Los desmanes de un intelectual enamorado, más aún si es mujer, amén de feminista, generan una enorme curiosidad. Y más allá del morbo son, incluso, objeto de recriminación y crítica: no se entiende que una mujer emancipada pueda disfrutar y entregarse (con tal cursilería) a la experiencia amorosa, sentimiento que acaba por ser considerado como un pecado intolerable para quien se dedica a la tarea intelectual y la lucha política. Así se lo recrimina, por mentar un ejemplo, el periodista y vigilante de la moral beauvoiriana Juan Losa: «Cuesta creer, viniendo de una mujer que tildó el matrimonio de institución “obscena” y que siempre trató de preservar su independencia por encima de todo, un ardor como el que sigue». Con ello, aparece la idea de que el acto de amar es una debilidad intolerable para las mujeres independientes, amén de una experiencia incompatible con la lucha feminista. Debe de ser que, herederos de una ontología cartesiana que separa cuerpo y alma, consideramos aun las pasiones como una inclinación servil, burguesa y contraria a etéreos vuelos intelectuales y heroicas aspiraciones políticas. Qué mal hemos debido de amar para acabar renegando de esta dimensión fundamental humana.

Simone de Beauvoir y Claude Lanzmann, París ca. 1975. Colección particular

Simone de Beauvoir y Claude Lanzmann, París ca. 1975. Colección particular

No es la primera vez que a Beauvoir le llueven las críticas y se escudriña con ojo severo su correspondencia personal. En misivas posteriores con otro de sus amantes, el escritor norteamericano Nelson Algren, correspondencia que fue publicada en 1999 con la editorial Lumen, aparece una cita muy controvertida que, según algunos, pone en entredicho la privilegiada cabeza que fue capaz de escribir en 1949 el evangelio feminista El segundo sexo. «Mi amado marido… tómeme en sus brazos y hágame mujer… lo amo tanto que seré buena, lavaré los platos y barreré y no tocaré sus cabellos si no me autoriza» escribía Beauvoir en una misiva dirigida a Algren. A mí, por el contrario, lejos de la sumisión, tal sentencia me parece una vacilada sin parangón que nos descubre la insolencia, atrevimiento e ironía de una feminista sin igual que, lejos de encorsetamientos de conducta, fue capaz de reírse de sus propias contradicciones. La policía del género llega a ser inmisericorde con la multitud de aristas que, en mi opinión, perfilan y enriquecen la complejidad humana, en numerosas ocasiones incongruente.  

Con las cartas de amor a Lanzmann, Beauvoir ha quedado de nuevo desacreditada. Sin embargo, sus versos amorosos no son menos sonrojantes que los que han escrito otros filósofos también serios y destacados, cuya obra, no exenta de contradicciones biográficas, sí ha sido encumbrada y ha quedado (parcialmente) libre de condena amarillista. «Lo demoníaco ha dado en mí», «Vivo en un arrebato de trabajo y en la alegría por tu pronta llegada. Por doquier, estás cerca de mí», «Sólo hay sombras donde brilla el sol. Y ése es el fondo de tu alma», «Nunca podré poseerla, pero usted permanecerá a partir de ahora en mi vida» ―le espetaba un inspirado, casado y posteriormente nazi Heidegger a su amante y joven alumna judía Hannah Arendt en 1925―. Del hombre intelectual, creador, se tiende a resaltar la obra; por el contrario, en la mujer intelectual la creación suele pasar a un segundo plano y se rescata el personaje, produciéndose una fascinación por su peculiaridad biográfica que anula el valor de su obra. Así, Simone de Beauvoir, más que la autora de textos clave para el feminismo ―El segundo sexo, La ceremonia del adiós o Memorias de una joven formal― y de otras tantas lecturas fundamentales para la historia de la filosofía ―acúdase a ¿Hay que quemar a Sade? o El existencialismo y la sabiduría de los pueblos―, queda reducida al personaje de la polémica intelectual poliamorosa que acompañó a Sartre en vida. ¿Acaso ayuda la publicación de estas nuevas misivas amorosas de Beauvoir a tomar en serio y entender mejor su obra ―como debería hacer una universidad como Yale al comprarlas― o, por el contrario, no son más que una estrategia comercial que alimenta el morbo del icono?

En breve podremos ser partícipes de los detalles textuales del primer «amor loco» de esta escritora. Hasta entonces, por suerte y por sentido del pudor, nos quedaremos con la incertidumbre de saber cómo Beauvoir amó a Lanzmann. Lo que sí sabemos ya es cómo Lanzmann ha amado a Simone de Beauvoir: como lo que es, un caballero…