El sector financiero no es como cualquier otro sector económico. Una de sus excentricidades es la baja tributación relativa a la que está sometido, a pesar de lo parasitaria que su creciente actividad ha demostrado ser para el resto de la economía.
El impuesto sobre las transacciones financieras, bautizado por sus más entusiastas defensores con el nombre de Robin Hood, es uno de los instrumentos de política pública que puede contribuir a paliar esta anomalía. No es una idea muy innovadora: el stamp duty británico data de 1694 y todavía está en vigor. Muchos otros países del G20 también aplican un impuesto sobre las transacciones financieras, incluyendo China, India, Indonesia, Corea del Sur y Sudáfrica. Francia e Italia lo han introducido de manera reciente, anticipándose a la entrada en vigor del impuesto coordinado para diez países de la Unión Europea, prevista para enero de 2017. En el Congreso de Estados Unidos se han presentado dos proyectos para introducir un impuesto de estas características, uno de ellos patrocinado por el senador independiente de Vermont, Bernie Sanders, que está disputando a Hillary Clinton la nominación demócrata para las elecciones presidenciales de noviembre de este año.
En un entorno en el que los ingresos públicos muestran en muchos países una insuficiencia estructural para financiar el gasto público doméstico, hay quien vislumbra el impuesto sobre las transacciones financieras como un maná. Y es cierto que las bases imponibles potenciales son muy elevadas; Burman y otros (2016)[1] estiman para el caso de Estados Unidos que la base imponible podría oscilar entre 49 billones de dólares, si se limita a acciones y opciones, y 659 billones de dólares si se incluyen también bonos, divisas y derivados. No sorprende por tanto que la sociedad civil haya lanzado una intensa campaña para que el impuesto sobre las transacciones financieras ayude a abordar los desafíos globales del desarrollo y del cambio climático.
La dificultad de gestión administrativa del impuesto ha dejado de considerarse un obstáculo real
Conviene no embriagarse con los números porque, como sabe cualquier ministro de Hacienda, una cosa es gravar y otra recaudar. Si el diseño y la aplicación del impuesto no se piensan lo suficiente, se puede acabar recaudando poco dinero, además de generar costes de eficiencia significativos. Son varias las objeciones que se han puesto a la introducción del impuesto sobre las transacciones financieras. Una de ellas, la dificultad de gestión administrativa, ha dejado de considerarse un obstáculo real, incluso por parte de sus detractores. La forma en la que funcionan los mercados financieros y la tendencia regulatoria a fomentar la negociación centralizada y la utilización de entidades de contrapartida central facilitan la gestión de este impuesto a un coste razonable. Los ejemplos nacionales ya existentes así lo corroboran.
Las dos objeciones de más peso al impuesto sobre las transacciones financieras son su efecto sobre la eficiencia y la posibilidad de elusión. El aumento de los costes de transacción que ocasionaría el impuesto reduciría el volumen de negociación, como corrobora la evidencia empírica sobre los impuestos ya existentes. Habría operaciones que dejarían de ser rentables y además, como en todo impuesto, se produciría cierta sustitución de operaciones gravadas por operaciones no gravadas. La liquidez de los mercados, medida por las diferencias entre los precios de oferta y de demanda, tendería a reducirse, aunque es más dudoso que afectara a la profundidad, es decir, a la posibilidad de realizar operaciones sin provocar variaciones sensibles en el precio. Los mercados de deuda, cuya fragilidad ha estado en gran medida en el origen y propagación de la crisis financiera, podrían acusar particularmente este efecto.
Para el FMI, que elaboró en 2010 un informe para el G20 sobre cómo conseguir una contribución justa y suficiente del sistema financiero a la Hacienda Pública, la fuente más clara de ineficiencia del impuesto sobre las transacciones financieras sería el denominado efecto cascada. Gravar un factor de producción como el capital es siempre menos eficiente que gravar la producción o el consumo finales, sobre todo si no es posible evitar la acumulación del impuesto (como se hace en el IVA, en el que solo soporta el impuesto el consumidor al final de la cadena de producción). Además, la carga impositiva sería distinta según la frecuencia de negociación del activo, de manera que el aumento en el coste de utilización del capital no sería uniforme y generaría distorsiones.
Un análisis completo del posible impacto sobre la eficiencia del impuesto sobre las transacciones financieras requiere ir más allá del paradigma que prevalecía antes de la crisis. Según esta aproximación, los mercados financieros serían como un coche con GPS: seguirían casi siempre la ruta correcta; incluso cuando el GPS se hace un lío momentáneo, les acabaría devolviendo al camino adecuado. Existe un mapa del territorio y todos los participantes en el mercado tienen el incentivo a acabar conociéndolo. Estaríamos en el país de los mercados financieros eficientes. Afortunadamente, muy pocos economistas y ningún mortal creen ya en la existencia de dicho país después de la experiencia de la crisis.
Los mercados financieros son en realidad como tanquetas veloces con varios conductores con mapas distintos y cambiantes. Si tienen la suerte de rodar en llano, pueden no salirse del camino. Pero la mayor parte del tiempo se desvían, trepan, se despeñan e incluso se acercan a los acantilados (momento en el que los bancos centrales suelen lanzar bengalas para devolverles a la ruta). En ocasiones acaban atropellando a los transeúntes. Su eficiencia es pues adaptativa en el mejor de los casos y su búsqueda está jalonada de episodios de inestabilidad, burbujas y cracs que generan efectos externos negativos sobre el resto de la economía.
Los mercados financieros son como tanquetas veloces
Keynes propuso utilizar este impuesto en uno de los capítulos más jugosos de la Teoría general para tratar de que la especulación no dominara a la empresa. Tobin retomó la idea cuarenta años más tarde para atenuar las perturbaciones de la volatilidad excesiva de los tipos de cambio. En las condiciones actuales, es dudoso que el impuesto cumpliera estos objetivos tan maximalistas. La especulación es inherente a los mercados financieros. Y los mercados de divisas, al menos en los cruces de las principales monedas, son quizá lo más parecido al modelo del coche con GPS que hemos visto en la realidad.
Aun así, el impuesto sobre las transacciones financieras puede tener al menos dos efectos positivos sobre la eficiencia. El primero es reducir el peso en los mercados de las estrategias con horizontes de muy corto plazo. En los últimos años, la negociación de alta frecuencia (high frequency trading), aquella que utiliza algoritmos computerizados para ejecutar transacciones en intervalos muy cortos, ha llegado a superar en algunos mercados de acciones el 50 % del volumen de negociación. Aunque se trata de un fenómeno complejo cuyas implicaciones aún no se conocen bien, muchas de estas operaciones de cortísimo plazo, que dejarían de realizarse con el impuesto, no contribuyen al buen funcionamiento de los mercados y pueden exacerbar la volatilidad.
Un 75 % de la carga impositiva recaería sobre el 20 % más rico
El segundo efecto positivo sobre la eficiencia vendría por la reducción en la excesiva rotación de las carteras que realizan en algunas ocasiones los gestores de los inversores institucionales como los fondos de inversión o de pensiones. A pesar de que la evidencia empírica tiende a señalar que la estrategia preferible para el medio y largo plazo es pasiva, muchas carteras de inversores institucionales tienen altas tasas de rotación, que en algunos casos benefician a los gestores o a entidades de su grupo.
Fricke y Lux (2013)[2] analizan estos efectos de signo contrario con un modelo basado en el agente, donde interactúan participantes que aplican estrategias de inversión distintas. Simulan la introducción de un impuesto sobre las transacciones financieras en un mercado artificial y concluyen que si se establece un tipo bajo, los precios se ajustan más a los fundamentales al encarecer las estrategias de los agentes chartistas (aquellos que negocian basándose en el análisis técnico de las cotizaciones históricas).
El caso de Suecia, que introdujo el impuesto en 1984 y lo suprimió en 1991, ilustra la otra gran objeción. Si la elusión es fácil, la negociación caerá mucho, la recaudación será limitada y los costes en términos de eficiencia pueden ser significativos.
Un aspecto positivo del gravamen a las transacciones financieras que ha recibido poca atención es su impacto distributivo. ¿Firmaría a favor el arquero del bosque de Sherwood? El análisis de incidencia para determinar quién soporta la carga del impuesto no es sencillo. Aunque sean los bancos y otras entidades financieras quienes soporten la carga formal de pagar, al final lo acabarán soportando las personas. Burman y otros estiman la incidencia asimilando el impuesto a un aumento del impuesto sobre sociedades, que recaería en un 80 % sobre los propietarios del capital (siguiendo la metodología del Tax Policy Center). El resultado que obtienen es que el impuesto sobre las transacciones financieras es bastante progresivo: un 75 % de la carga recae en los individuos del quintil más alto de renta y un 40 % recae en el 1 % que más gana.
La Comisión Europea ha tomado buena nota de todo lo anterior. Su propuesta para crear un impuesto coordinado mediante cooperación reforzada, propone tipos mínimos relativamente bajos (0,1 % para acciones y bonos, 0,01 % para derivados) y un ámbito de aplicación amplio para reducir las posibilidades de elusión. Con un diseño bien fundamentado como este, el impuesto sobre las transacciones financieras puede ser una fuente de ingresos públicos atractiva respecto a las existentes: base imponible amplia, costes de administración bajos y con un impacto sobre la eficiencia que dependerá de la magnitud relativa de los efectos positivos y negativos.
Que la propuesta europea entre en vigor finalmente tiene trascendencia por otra razón. Se trataría del primer impuesto coordinado entre varios países sobre el capital. En el mundo de desigualdad creciente en el que vivimos, donde el 10 % más rico posee en general más de la mitad de la riqueza de cada país y tiende a llevarse una parte cada vez mayor de la tarta, avanzar hacia la imposición coordinada del capital a nivel internacional debe ser una prioridad de primer orden. El Reino Unido, cuyo Gobierno se está desviviendo para hacer descarrilar la propuesta europea, no participará; al menos hasta que regrese el rey Ricardo.
[1] ^Burman, L., Gale, W.G., Gault, S., Kim, B., Nunns, J. y Rosenthal, S. (2016) Financial Transactions in Theory and Practice National Tax Journal March 2016, 69(1), 171-216.
[2] ^Fricke, D. y Lux T. (2013) The Effects of a Financial Transaction Tax in an Artificial Financial Market Kiel Working Papers nº 1868 Kiel Institute for the World Economy.