«Pero, a ver, tampoco es para tanto. En el fondo pasas todo ese tiempo con amigos…». En un café londinense, Boyoung intenta descongelar la expresión de espanto que me deja al decirme que estudiaba dieciséis horas diarias en el instituto. En su barrio, Gangnam, de dinero nuevo y estilo mundialmente conocido, las dobles jornadas completas no son excepcionales entre adolescentes. A las ocho horas de clase obligatorias le siguen dos de estudio colectivo en la escuela, cuatro en el hakwon —el centro privado donde imparten clases de ciencias y lengua— y después de cenar, otras dos horas de postre para terminar los deberes. En consecuencia, el 96 por ciento de los estudiantes coreanos de instituto no duerme lo suficiente y el 87,9 por ciento admite haber sentido estrés en la semana anterior a ser encuestados, mientras que la cifra no rebasa el cincuenta por ciento en Estados Unidos, Japón o China.
La extraordinaria presión académica que sufren sus jóvenes es uno de los síntomas que hacen de Corea del Sur un paciente anómalo entre los países emergentes. A pesar del milagro económico que la ha llevado de la ruina a la OCDE, Corea encabeza, entre los países desarrollados, ránquines lúgubres como los de suicidio adolescente, estrés o depresión mientras lidera por la cola los de satisfacción vital o tiempo de ocio. Por supuesto, la sociedad coreana, como cualquier otra, está lejos de ser monolítica y ofrece también demostraciones de vitalidad y alegría. Una nación completamente gris sería incapaz de atraer al grupo de valencianas que encuentro en un hostal de Seúl, devotas del K-Pop y de la cultura coreana, ni mantendría iluminado el bullicioso barrio de Hongdae hasta el amanecer. Tampoco llenaría cada domingo los jjimjilbang, un improbable cruce entre hotel y spa en el que las parejas, uniformadas todas con el mismo pijama, alternan entre la sauna y el cuarto helado o dormitan en el suelo de mármol. Sin embargo, conviene reflexionar sobre sus tendencias más oscuras pues llevan al extremo males en absoluto exclusivos de la República de Corea.
Corea encabeza, entre los países desarrollados, ránquines lúgubres como los de suicidio adolescente, estrés o depresión
La educación, siempre un buen punto de partida, es de una importancia enorme en la sociedad coreana. En el periodo Joseon, anterior a la ocupación japonesa, la clase privilegiada, los yangban, se distinguían por haber superado con éxito una exigente oposición para el servicio civil. Tras la guerra con su vecino del norte, la República de Corea era casi uniformemente mísera. La educación suponía la única vía de escape de la pobreza tanto para el individuo como para la nación. Los dirigentes del país, desde Sygman Rhee, siempre han apostado por ella, consiguiendo que la tasa de alfabetización adulta aumentase de 22 a 87,5 por ciento entre 1945 y 1970. Pocas cosas consiguen colmar de orgullo a unos padres coreanos como la admisión de un hijo suyo en la Universidad Nacional de Seúl. Invierten sin freno en academias, tutores privados y actividades extraescolares que puedan dar un pequeño margen de ventaja a su descendencia. Esta competencia ha elevado el coste de criar un hijo en Corea hasta los 10.000 dólares anuales, contribuyendo a reducir su bajísima tasa de fertilidad.
Paradójicamente, esta fiebre educativa puede resultar contraproducente para la formación del capital humano de los jóvenes coreanos. Boyoung, ahora estudiante de Economía en Londres, no recuerda haber hecho una presentación oral en la escuela y apenas discutía con sus profesores. El examen de entrada a la universidad es tan determinante que los conocimientos y competencias que no abarca acaban por ignorarse. Según la Asociación Internacional para la Evaluación de la Educación, los niños coreanos están entre los peor valorados en capacidad para la interacción social. Entre las consecuencias tardías de este sistema, podría estar la sorprendentemente baja productividad del país, una de las menores dentro de la OCDE.
Entre 1945 y 1970, la tasa de alfabetización adulta aumentó de 22 a 87,5 por ciento
La competencia y la presión de la escuela no se desvanecen en la oficina. Los coreanos trabajan 2.193 horas de media al año, más que ningún otro país de la OCDE, sin contar con el saco de horas extras no declaradas. Según una encuesta de Samsung, el 74,4 por ciento de los trabajadores afirma que su trabajo le ha llevado a sentir depresión en algún momento. En las últimas décadas, los sucesivos gobiernos han intentado mejorar las condiciones de la vida laboral, llegando a prohibir en ciertos casos el uso de ordenadores por la noche. En 2004, la administración de Roh Moo-hyun impone un límite (no muy respetado) de 40 horas semanales más un máximo de 12 horas extras en las empresas de más de mil empleados. Al mismo tiempo, la burbuja educativa no deja de recrudecer el mercado laboral. El antiguo corresponsal de The Economist en Corea, Daniel Tudor, estima que, aunque cada año se gradúen medio millón de universitarios, las grandes corporaciones y el Estado solo ofrecen 100.000 nuevos puestos al año que requieran sus calificaciones. En 2011, solo el 51 por ciento de los graduados declaraba tener un trabajo estable.
El frenesí competitivo también permea la vida amorosa. Pocas acciones en la bolsa de Seúl emulan el alza del valor de la belleza. Entre 1987 y 1996, el gasto en cosméticos se cuadruplicó, mientras que en 2010 Corea absorbía el 18 por ciento del mercado mundial de cremas dermatológicas para hombres. Según la BBC, al menos el cincuenta por ciento de la mujeres coreanas de entre 20 y 30 años se ha sometido a algún tipo de cirugía estética. El mercado marital es conocidamente exigente. En el pasado, un hombre deseable debía tener cierto gyeongjaengryeok, es decir, una capacidad suficiente para ganar dinero y asegurar la estabilidad de la familia. Hoy en día, cada vez resulta más difícil ser un isanghyung (tipo ideal) sin un diploma reluciente y una sonrisa telegénica.
Todas estas tendencias problemáticas tienen una raíz común. Reflejan una competencia, probablemente excesiva, por conseguir un bien eminentemente posicional: el prestigio, la admiración y la aprobación de los demás. En cada caso descrito —educación, trabajo y relaciones, encontramos la clásica configuración del Dilema del prisionero a gran escala. En este juego imaginario, la Policía arresta a dos atracadores cómplices. En habitaciones separadas, la Policía les propone el siguiente trato: si uno confiesa y el cómplice no lo hace, el primero será liberado mientras que el cómplice será condenado a una pena total de cinco años. Si uno calla y el cómplice confiesa, el primero será condenado a cinco años mientras que el cómplice saldrá libre. Si ambos confiesan, ambos serán condenados a tres años. Si ambos callan, ambos serán condenados a un año de prisión. Independientemente de lo que haga su cómplice, si los atracadores solo valoran la duración de la pena, confesar es siempre la estrategia dominante. Por desgracia para los atracadores esto conduce a un resultado ineficiente, puesto que ambos decidirán confesar y recibirán condenas más largas. Del mismo modo, los adolescentes coreanos probablemente preferirían coordinarse para evitar ir a academias nocturnas entre semana, pero no hay manera efectiva ni creíble de hacerlo. La moraleja, dentro y fuera de la tierra de la calma mañanera, es que la suma de acciones racionales a nivel individual no siempre produce situaciones racionales a nivel agregado.