Ingestiones de cicuta aparte, el heroísmo no es cosa de filósofos. Se asocia con guerreros intrépidos de mirada lacónica y brazos de mármol, oradores mesiánicos guiando a sus pueblos o veinteañeros con peinados exuberantes y magia en los pies. Pero hay excepciones. En la redacción y publicación de La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper alcanzó la dimensión épica de la volea escocesa de Zidane. En 1937, huyendo del antisemitismo nazi, Popper abandonó Viena para enseñar en el vetusto y remoto Canterbury University College, en Nueva Zelanda. Allí compaginó su trabajo universitario con clases nocturnas en la Asociación Educacional de Trabajadores para llegar a fin de mes. Bajo el martirio de su jefe de departamento, que le hacía pagar por el papel en el que escribía, sin apenas recursos bibliográficos, horas de sueño, ni filósofos con quienes discutir en 200 kilómetros a la redonda, pero con la excepcional ayuda de su mujer, Popper se zambulló en la filosofía política. Tras siete años en el exilio, el resultado sería una crítica incendiaria del historicismo y los totalitarismos a través de un ataque frontal a «tres falsos profetas»: Platón, Hegel y Marx.

La sociedad abierta es una obra apasionada y apasionante. Entre sus ideas vigentes, que son muchas, su ofensiva contra el utopismo merece mención especial. En el capítulo IX del volumen dedicado a Platón, el autor distingue dos concepciones rivales de la ingeniería social: la utópica y la fragmentada (piecemeal). La primera empieza definiendo el fin último o sociedad ideal hacia la que avanzar, determinando después los fines intermedios —o medios— y finalmente decidiendo el curso de acción política para alcanzarlos. La ingeniería social fragmentada, por el contrario, ni necesita ni prohíbe la existencia de un estado social ideal. Se centra en combatir los males más urgentes de la sociedad mediante reformas graduales, siguiendo la lógica experimental de  prueba y error. Popper defiende que solo la ingeniería fragmentada puede tener base científica y ser empleada para mejorar el mundo.

El utopismo, cuya obra magna es La República de Platón, ha tenido un éxito incontestable en el último siglo. Esto no podría explicarse si no fuese un enfoque tan atractivo y convincente, capaz de seducir a tantos pensadores y políticos modernos. El defensor de la ingeniería social utópica podrá argumentar que una acción no puede ser racional sin una meta definida. Y será racional en la medida en que persiga esta meta de forma consistente. En política, esto le llevará a concluir que, antes de actuar, hará falta concebir un estado ideal al que acercarnos, corriendo el riesgo de caminar en círculos de no hacerlo. El utopista se pregunta: ¿cómo vamos a escoger la ruta del viaje si desconocemos el destino? Mejor, le responde Popper, la escogeremos mejor.

El utopismo requiere de tres premisas improbables o imposibles para ser aplicado: (i) existe un ideal atemporal de sociedad, (ii) contamos con métodos racionales para determinar ese estado ideal, (iii) existen métodos racionales para descubrir los medios adecuados para alcanzarlo. De no cumplirse la primera condición, cada gobernante u oleada revolucionaria conduciría a la sociedad hacia estados ideales diferentes. La segunda exigencia es irrealizable: la construcción de un estado ideal es un ejercicio normativo que necesita de juicios de valor. Por lo tanto, cualquier desacuerdo entre ingenieros utópicos solo puede solucionarse por medio de la violencia. La crítica se convierte en ataque, y como tal no puede ser tolerada. La tercera premisa —que podemos diseñar políticas para realizar el estado ideal— tampoco es admisible. Las ciencias sociales, todavía balbucientes, no ofrecen base científica alguna para la reconstrucción radical de la sociedad. De haber una ley aplicable a la organización humana, esa es la ley de las consecuencias inesperadas. De ahí que la elección de los medios para lograr la sociedad utópica nunca dejará de ser un acto de fe. En resumen, el pensamiento utópico es incompatible con la racionalidad.

La praxis es aún más inmisericorde con la ingeniería utópica. El nazismo, duro contendiente por el título de mayor aberración humana, tuvo una ideología eminente utópica, con su aspiración de pureza étnica, imperio milenario y espacio natural. A su competidor natural, el estalinismo, no le bastó con aspirar a remodelar la estructura productiva de la URSS, pudiendo refundar la mismísima naturaleza humana. La transición china de Mao Zedong a Deng Xiaoping, con Hua Guofeng de por medio, quizás supuso el mayor el triunfo del gradualismo pragmático del siglo XX. El economista Yingyi Qian describe cómo la progresiva descentralización económica, junto con un sistema político todavía centralizado, favoreció la experimentación a nivel local. Antes del milagro chino, los proyectos megalómanos de Mao se cobraron decenas de millones de vidas, sobresaliendo el Gran salto adelante y la infame Revolución Cultural. En la última década, John Gray ha denunciado el utopismo mesiánico de los neoconservadores americanos detrás de las invasiones en Oriente Medio. La utopía esta vez era un mundo sin otro sistema que la democracia representativa con mercados libres e integrados. De nuevo, el fin justificaba los medios; juzguen ustedes el resultado.

En contrapartida, la ingeniería social fragmentada se concentra en arrancar los males más apremiantes de la sociedad, a través de la experimentación y el empirismo. Su primera ventaja es que el mal genera mucho más consenso que el bien: nadie defiende el hambre, el analfabetismo o la violencia de género. En cambio todos tenemos concepciones distintas de la buena vida en sociedad. Su segunda ventaja es que permite aprender de los fallos y, en palabras de Popper, «el secreto del método científico es la disposición a aprender de los errores». Los críticos de la ingeniería fragmentada podrán mencionar problemas sistémicos que cortocircuiten cualquier intento de mejorar la sociedad. No siempre estarán equivocados, pero si estudiamos cualquier país o institución funcional hallaremos que llegaron a serlo por medio de la experimentación y el gradualismo.

A pesar de la devastadora crítica del filósofo vienés y su paupérrimo historial, el utopismo se resiste a claudicar. Parte de la culpa tal vez la tenga su ejército de literatos e iconos populares. El difunto Eduardo Galeano escribió:

La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar

No podría estar más en desacuerdo, pero vaya si es un párrafo bonito. Los reformistas no tenemos estetas así. De la misma forma, Albert O. Hirschman nunca aparecerá sacando la lengua en camisetas de Zara, ni pegatinas de Willy Brandt remplazarán a las del Che para tapar la manzanita del MacBook Pro. Pero quien pretenda mejorar el mundo a su alrededor aumentará su probabilidad de éxito renunciando al utopismo.