El mundo occidental está a las puertas de una convulsión política profunda y prolongada. El factor que vincula hechos aparentemente aislados como el Brexit, la victoria de Donald Trump en EE UU y el ascenso del Frente Nacional en Francia es la ruptura general de la confianza en el orden liberal y las élites que lo representan. Esa pérdida de confianza ha dado poder a los populistas de derechas y de izquierdas y es una reacción directa a un cambio estructural en la forma de generar y distribuir riqueza en nuestras sociedades. Si no afrontamos de una vez por todas esa brecha estructural, se verán sacudidos los cimientos de nuestro orden político. Lo que va a ser necesario en las próximas décadas, por consiguiente, es la construcción de un nuevo contrato social, en el que la mayoría de los ciudadanos sientan que se les da una parte apropiada de las oportunidades y la prosperidad creadas en nuestras sociedades.

El orden liberal, constituido por el libre mercado, el libre comercio, unas fronteras porosas y el Estado de derecho, es un tremendo generador de riqueza. Si se examina cualquier parámetro para medir la riqueza material, los datos no pueden ser más convincentes: nunca hemos sido tan ricos como ahora. Esto es indiscutible a escala mundial, con un PIB que ha pasado de 1,1 billones de dólares en 1900 a 77,9 billones de dólares en 2016 (ambas cifras, en dólares estadounidenses de 1990). Y es también cierto en el plano nacional. Estados Unidos, por ejemplo, recuperó los niveles anteriores a la crisis en 2012, y hoy es, por consiguiente, más próspero que nunca. Su PIB per cápita actual es 53.000 dólares, más de 10 veces el de 1960. Se ven cifras de crecimiento similares en Reino Unido, España y otros países occidentales; sin embargo, todos ellos están viviendo una inmensa agitación política. La conclusión es que el hecho de que la marea de populismo cuestione el sistema liberal es un problema de inteligencia o, para decirlo de otra forma, una manifestación de nuestra incapacidad de gobernar la prosperidad.

El mundo occidental está a las puertas de una convulsión política profunda y prolongada

Detrás de la explosión de riqueza mencionada se encuentran el desarrollo tecnológico y el aumento de la productividad resultante. Pero estos dos factores también están contribuyendo a alimentar nuestros problemas actuales. La primera vez que el cambio tecnológico produjo la sustitución de la fuerza física de humanos y animales por máquinas fue durante la primera revolución industrial. Ahora bien, desde la aparición de los ordenadores avanzados, lo que ha empezado a sustituirse en el lugar de trabajo físico es la capacidad de procesamiento de información; estamos reemplazando el cerebro humano por robots avanzados y algoritmos. Un informe reciente de Oxford Martin School calculaba que casi el 50 % de todos los trabajos actuales corren el riesgo de estar automatizados en las dos próximas décadas. Muchos de esos empleos pertenecen al sector servicios: por ejemplo, en la profesión legal, en la contabilidad, en el transporte y otros. Los vehículos autónomos, que sabemos que serán una realidad en la década de 2020, ponen en peligro tres millones de puestos de trabajo sólo en Estados Unidos. Además desde principios de los años 70 hasta hoy, la productividad de bienes y servicios se ha incrementado casi un 250 %, mientras que los salarios se han estancado. Este es un hecho muy importante: nuestra principal herramienta de redistribución, que la prosperidad se trasladara (o como se diría en EE UU trickled down) de productividad a salarios, ha dejado de funcionar.

Más productividad, ingresos más bajos

La divergencia de productividad y salarios es lo que explica el estancamiento estructural de los sueldos de la clase media y el aumento de las desigualdades en nuestras sociedades. La riqueza está concentrándose en las manos de los que financian y poseen los robots y los algoritmos, mientras la mayoría de los que viven de su salario pasa dificultades. El McKinsey Global Institute informó recientemente de que los ingresos de más del 80 % de los hogares estadounidenses se habían estancado o habían disminuido en el periodo 2009-2016. Lo mismo ocurrió con el 90 % de los hogares en Italia y el 70 % en Reino Unido. La paralización de los ingresos, unida a un rápido crecimiento económico, produce desigualdad. Estados Unidos tiene hoy la mayor desigualdad económica de los últimos 100 años, y en Reino Unido, habría que remontarse a mediados del siglo XIX para encontrar menos equidad en la distribución de riqueza.

Los que más sufren las consecuencias negativas de estas tendencias son los abandonados de nuestra época, los ignorados, que están empezando a formar una nueva clase política. La personificación de esa clase nueva son los desempleados, pero también los subempleados y los trabajadores pobres, la gente que ha visto cómo se le escapaban las oportunidades económicas durante las últimas décadas. Su reacción ante una situación que consideran una injusticia constante es votar por opciones cada vez más radicales. Y no sólo eso: en nuestras sociedades, muchos ciudadanos están empezando a poner en tela de juicio la democracia como sistema de gobierno. Los datos recogidos por el World Values Survey durante decenios muestran que nunca, en la historia reciente, ha habido tan pocos estadounidenses que digan que vivir en una democracia es “esencial” para ellos; y más de un tercio está dispuesto a apoyar a un gobierno autoritario.

Estamos reemplazando el cerebro humano por robots avanzados y algoritmos

Para comprender lo que estamos viviendo hoy quizá sea útil establecer una comparación con los primeros años del siglo XX y el periodo posterior a la primera Revolución Industrial. El mundo también experimentó entonces una conmoción importante que afectó a su economía y a la forma de generar y distribuir la riqueza. El punto de contacto de la perturbación fue, como hoy, el mercado de trabajo, con la destrucción de casi la totalidad de los puestos en el sector de la agricultura. Da la impresión de que el empleo y las rentas del trabajo son la línea de choque. Hace poco más de un siglo, las alteraciones económicas provocaron la aparición de una nueva clase, el proletariado, que acabó por manifestarse políticamente y exigió un nuevo contrato social. Después de grandes convulsiones, entre ellas el ascenso del fascismo y el comunismo y dos guerras mundiales, se logró un nuevo equilibrio: la extensión del sufragio y el nacimiento del Estado del bienestar.

Esa conmoción fue necesaria a principios del siglo pasado por la rigidez de nuestros sistemas políticos. En 1900, muy pocos estaban dispuestos a aceptar que el Estado iba a tener que aumentar sus ingresos y mejorar la redistribución, pero eso fue precisamente lo que se acordó unas décadas después, con la instauración de los sistemas de sanidad pública y educación, así como otros programas de asistencia social. Este nuevo consenso exigió un sufrimiento político y económico considerable y, hasta cierto punto, el allanamiento de las instituciones a través de conflictos.

La revisión del Estado

El aspecto y el diseño del nuevo contrato social que necesitamos están empezando a ser objeto de discusión. Pero está claro que el Estado tendrá que cambiar la forma de obtener ingresos, quizá mediante una política industrial revitalizada, grandes inversiones públicas en capital riesgo y otros. En pocas palabras, si la riqueza se concentra en el capital, habrá que democratizar de alguna forma la participación en ese capital. En cuanto al gasto, también habrá que hacer cambios. Quizá impuestos negativos sobre la renta, el establecimiento de una renta básica universal o la puesta en marcha de programas de empleo público.

En el sector privado, tendremos que ampliar el concepto de sostenibilidad para valorar hasta qué punto son favorables los entornos políticos en los que operan las empresas. La idea estricta de maximizar el beneficio se considera cada vez más insuficiente en un mundo en el que las empresas pueden tener un crecimiento exponencial sin generar empleo. Si las empresas no adoptan un concepto de responsabilidad social mucho más amplio, se encontrarán inevitablemente en un entorno político cada vez más hostil, con más regulación, aranceles comerciales, mayores impuestos y tal vez conflictos nacionales e interestatales.

La verdad es que no sabemos cuál es la alternativa que mejor va a funcionar ni todos los beneficios e inconvenientes que tienen las opciones políticas expuestas. Lo que sí estamos empezando a entender es que la tendencia actual es insostenible y va a ser necesario establecer nuevas formas de redistribución pública y privada de la riqueza. Es evidente que hace falta un nuevo contrato social. La duración y la amplitud de la convulsión política que estamos viviendo dependerán de nuestra agilidad y nuestra inteligencia colectiva a la hora de dar con una solución.

 

Este artículo fue originalmente publicado en esglobal.org bajo el título: «El populismo y la necesidad de un nuevo contrato social».