El 3 de enero de 1889, Friedrich Nietzsche se abrazó a un caballo para impedir que un cochero continuara castigándolo con su látigo. Habiendo evitado el sufrimiento del animal, que se negaba a emprender el camino, el pensador cayó desmayado en el suelo. A partir de aquel episodio la demencia se apoderaría de él hasta el fin de sus días. La última elección consciente del filósofo −un simple abrazo− formaliza la imagen inmortalizada de quien, a partir de entonces, solo sería un cuerpo. Un espacio baldío devastándose. El escenario de un tiempo muerto.
En Caminos de la escultura contemporánea (Ediciones Universidad de Salamanca, 2012), Javier Maderuelo explica que, a lo largo de la historia, la escultura se ha entendido desde el antropomorfismo. «Tras este tipo de representación se descubre una complacencia del hombre por dar forma y, por lo tanto, vida a unos materiales amorfos e inertes inconfundibles en virtud de la formalización». Las manos del escultor inventan otras manos; su mirada investiga otra forma de mirar. Pero no basta. Además, concluye Maderuelo, «se pretende que esa vida, aunque sea simbólicamente, atraviese el tiempo y se haga inmortal» (p.16). Se persigue, en términos del autor, su «indeformabilidad». El escenario de un tiempo muerto.
El 31 de marzo de 2011, el cineasta húngaro Béla Tarr presenta la que según sus palabras sería su última película. Su argumento se escribe a partir de aquel abrazo que inmovilizó a Nietzsche, pero que determinó que el caballo retomara el paso. En la secuencia inicial de El caballo de Turín, un travelling de más de cuatro minutos muestra al animal haciendo el camino frente a las inclemencias de un vendaval que hará que, al final, sea el cochero quien llegue a casa tirando del caballo. La historia se desarrolla en seis días; el discurso, unos treinta planos secuencia en dos horas y media de metraje. Los personajes protagonistas, el cochero y su hija, apenas hablan. La acción en lugar de la palabra. La hija viste al padre, el padre no consigue que el caballo se mueva, la hija va al pozo para recoger el agua, el padre bebe, la hija cocina, el padre come las patatas que cocina la hija, la hija desviste al padre. Se acuestan.
Amanece. El espectador –como los protagonistas sentados frente a una ventana mirando el incansable temporal− asiste a esta rutina incesante. Continúa repitiéndose incluso cuando la hija del cochero advierte que el pozo no tiene agua. Su intento de huida no es posible. Si el viento no amaina, el caballo continuará sin moverse. Se acogen a lo rutinario de nuevo, retoman su coreografía diaria mientras las reservas se agotan. La lámpara no se enciende, se hace la oscuridad. La última jornada, sentados a la mesa, la hija se niega a ingerir alimento alguno. El padre la secunda. Ambos saben que dicha elección, quizá la última consciente, supone el paso previo a la muerte. El «meganarrador» fílmico, término acuñado por André Gaudreault en 1988, lo ratifica. El último fotograma de la película muestra a los personajes atrapados en una suerte de tableu vivant. Ningún lugar es seguro para ellos; acaso, su cuerpo. El escenario de un tiempo muerto.
La escultura del siglo XX se caracteriza por el uso generalizado de nuevos materiales y nuevas técnicas, muchas de ellas heredadas de procedimientos industriales. Javier Maderuelo sostiene que dicha revolución formal es debida, fundamentalmente, al rechazo del antropomorfismo. La vindicación de la abstracción en las obras no supone una ruptura con la narrativa que emana de ellas. Todo lo contrario. Esta nueva forma de «construir» –el investigador apuesta por la utilización de este verbo− demanda asimismo una nueva pragmática. Frente a las esculturas clásicas, la mirada del espectador queda atrapada por «virtuales rayos que tejen una invisible trama unifocal que, como tela de araña, se extiende en abanico desde el centro de la obra». Ahora, la escultura moderna niega esa centralidad, «empieza por dirigir la mirada del espectador hacia los bordes, a los límites de la obra escultórica, para reclamar la atención sobre el espacio que la circunda al cual pretende ordenar y dotar de significación» (p. 30). La espacialidad global, entonces, comprende el espacio virtual de la recepción que se origina, a su vez, en el seno del espacio real de la obra. En dicho espacio compartido tiene lugar un proceso hermenéutico en el que el observador se construye al mismo tiempo que la pieza que tiene ante sí. Puede que en estos años se haya producido un distanciamiento del antropomorfismo, pero solo en beneficio de la emergencia de la subjetividad. Ahora bien, ¿acaso no es el cuerpo el espacio narrativo por excelencia? Recordemos a los protagonistas del filme de Béla Tarr. El inmovilismo es su última alternativa. La acción frente al acontecimiento. En su determinación de abandonarse – como harían con el alimento− se reafirman como sujetos. Queda el cuerpo. El último espacio más allá de la vida. El escenario de un tiempo muerto.
La obra escultórica de Daniel Schweitzer (1987) explora los límites del antropomorfismo mediante la «incorporación» −en sentido estricto− de unos recursos expresivos que a priori dilatan su agonía. El escultor presenta seres deformados, encerrados, mutilados e incluso atrapados por el hierro, el bronce o la resina; todos ellos, tal y como sostenía Maderuelo, materiales inertes que, a su vez, paradójicamente, «vivifican» estos cuerpos. En su Antropología de la vida cotidiana 2/1 (Ediciones Trotta, 2005), Lluís Duch y Joan-Carles Mèlich relacionan identidad y cuerpo porque este «constituye el instrumento para alcanzar la instalación [del ser humano] en su espacio y en su tiempo» (p.13). Para los autores, la cuestión del cuerpo es una «premisa ineludible». Son concluyentes: «el ser humano no sólo tiene un cuerpo, sino que, propiamente, es cuerpo». Un cuerpo que en el recorrido vital de cada cual, «tendrá que expresarse simbólicamente. A partir de aquí el cuerpo humano se revela (se va “metamorfoseando” en) corporeidad» (p. 22). Schweitzer explica el punto álgido de dicho proceso metamórfico. Las extremidades de una de sus figuras son largas en exceso, la suerte de brazos y piernas que sostienen el tronco también lo atraviesan. Su cabeza, cabizbaja, nos avisa de su derrota. Sin embargo, en el lugar de los pies, se enraízan los materiales que, a modo de pedestal, determinan su estatismo. Pero también, su resistencia. Un dato. La pieza se titula Origen II (2013).
Quizá solo el abatimiento inaugure la consciencia propia. De la base de piedra de Estructura Incorporada (2014) germinan barrotes de hierro que apresan la talla que, asimismo, nace del mismo soporte. No hay posibilidad para el escapismo. A diferencia de la anterior, esta figura carece de extremidades. Sin embargo, el tronco y la cabeza, esta vez erguida, atesoran las marcas de los barrotes. El cuerpo no puede conquistar el medio, desplegarse en él. Llegados a este extremo, solo entra en juego lo que los autores denominan «la mise-en-scéne del cuerpo humano que es, de hecho, la misma corporeidad, el escenario privilegiado del hombre» (p.22). Duch y Mèlich no nos ocultan que la existencia de este espacio se construye al mismo tiempo que el personaje que lo contiene. Fijémonos en Contención (2015), Schweitzer propone múltiples ejes de hierro con diversas trayectorias que desfiguran y, al mismo tiempo, refiguran al protagonista de la escena. Pensemos en este momento en la hija del cochero emprendiendo cada día los mismos caminos −de la casa al pozo, del pozo a la casa, de la casa al establo, del establo a la casa− que han marcado los límites de su espacio vital. Dicen los investigadores que «tomando como punto de partida las mil historias que conforman la trama de su trayecto biográfico, la mujer y el hombre concretos intentarán dar respuesta a la interrogante antropológica fundamental –que siempre es una interrogante formulada y respondida en términos de representación− “aquí y ahora, ¿quién soy yo?”» (p.22).
A veces basta una simple acción en lugar de la palabra. El personaje de Schweitzer está detenido. También los protagonistas de Tarr. Así, inmóviles –como los espectadores frente a una obra− se construyen. A pesar de todo, aún son un cuerpo. El escenario (vivo) de un tiempo muerto. No olvidemos que a todos los seres del escultor no se les ha negado la verticalidad. «Las obras escultóricas actuales –concluye Maderuelo– desmienten la idea según la cual la escultura es “forma dormida por el paso del tiempo”. Las mutaciones que durante el siglo XX ha experimentado esta disciplina ponen en evidencia que el arte, que ya no pretende la eternidad, se mueve, y nosotros debemos movernos con él» (p. 32). O quizá debiéramos quedarnos quietos como aquel caballo. Mientras habitemos nuestro cuerpo, estamos en condiciones de decidir.
- Daniel Schweitzer es miembro de La Colmena, un proyecto de La Grieta cuyo objetivo es fomentar la creación artística joven a través de exposiciones, talleres y encuentros.