«No nos representan, no nos representan», repetían una y otra vez los acampados del 15M en la Puerta del Sol, escenificando así su rechazo a la clase política española. Hoy, más de tres años y medio después, frases como esta han dejado de oírse únicamente en las protestas de indignados para convertirse en la coletilla de muchas conversaciones de barra de bar.

De acuerdo con el barómetro de diciembre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), el 84,2 % de los ciudadanos cree que la situación política es mala o muy mala. Y la corrupción y los propios políticos son percibidos ya como dos de los mayores problemas del país, al preocupar al 60 % y al  21,8 % de los encuestados, respectivamente, y situarse casi al nivel del paro (75,5 %) y los problemas de índole económica (24,9 %).

Hoy más que nunca, parece que una parte importante de la sociedad española pone en cuestión la labor y la legitimidad de los representantes políticos e incluso llega a considerarlos un problema en sí mismos, planteando de esta forma dudas acerca del funcionamiento de la democracia española que se concibió, precisamente, como una democracia representativa y como tal aparece regulada en la Constitución de 1978. A fin de dar respuesta a estas dudas, en este artículo veremos cómo planteó el Constituyente la representación, para después analizar si la realidad se adecúa a la teoría.

En el Preámbulo de nuestra Carta Magna se incide ya en que el propio texto nace del deseo de la nación española de «establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran» en uso de su soberanía, mientras que en el artículo 1.2 se establece que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». Con esta redacción algo confusa, que consagra la soberanía nacional pero mantiene ciertas reminiscencias de la soberanía popular, el Constituyente recordó la existencia de una sola nación y la indivisibilidad de su soberanía entre regiones; al tiempo que dejó entrever que cada ciudadano posee «una parcela semejante» de dicha soberanía e «igual derecho al voto», como señalan los profesores De Esteban y González-Trevijano [1].

El problema es que, aunque la Nación es una «realidad cierta», no resulta «continuamente operativa», en palabras del ex letrado mayor de las Cortes Generales Alba Navarro. Por ello, tradicionalmente la soberanía nacional se ha asociado a la democracia representativa y, en línea con los textos constitucionales de nuestro entorno, en la Constitución se optó por esta fórmula.

En el artículo 66.1 se determina que son las Cortes españolas las que «representan al pueblo español» y a continuación, en el artículo 67.2, se opta por el mandato representativo a contrario sensu, al incidir en que «los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo». Este tipo de mandato, tradicionalmente asociado a la soberanía popular, se basa en un vínculo similar al que surge en los contratos de derecho privado, aunque en este caso surge un vínculo entre el votante (mandante) y el político al que elige (mandatario), que solo puede hacer aquello que el primero le ordene o autorice.

En teoría, el parlamentario es representante de toda la Nación y no posee vinculación directa con los votantes, por lo que puede votar libremente sin estar sometido a instrucciones

En contraste, al menos en teoría, cuando se consagra el mandato representativo, el parlamentario es representante de toda la Nación y no posee vinculación directa con los votantes concretos, como sí ocurriría en caso de haber mandato imperativo. Por ello, puede votar libremente sin estar sometido a instrucciones de los representados, su mandato no puede ser revocado por estos y no tiene que rendir cuentas al final de la legislatura, quedando únicamente expuesto al veredicto de las urnas.

Estas previsiones se aplican de manera indirecta a los partidos políticos a través del artículo 23.2 de la Constitución, en el que se determina que los ciudadanos «tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes». De acuerdo con el Tribunal Constitucional, este precepto «garantiza, no sólo [sic] el acceso igualitario a las funciones y cargos públicos, sino también que los que hayan accedido a los mismos se mantengan en ellos sin perturbaciones ilegítimas» y, en este sentido, se entiende que el partido no puede dar instrucciones a sus cargos electos.

Sin embargo, en su afán por controlar a todo aquel que se auspicia bajo sus siglas, las formaciones políticas españolas han introducido diversas prácticas que rompen este esquema y, de facto, suponen modalidades de mandato imperativo. Si bien los parlamentarios detentan la titularidad de sus escaños y los mantienen incluso si rompen con sus partidos, como ocurre en los casos de transfuguismo, en el día a día están sometidos a lo que determinan sus propias formaciones por la identificación existente entre estas y los grupos parlamentarios, en cuyo seno hay disciplina de voto.

O si lo prefieren, durante la tramitación parlamentaria de una ley, la actual secretaria general del Partido Popular, María Dolores de Cospedal, no podría —o al menos, no debería— exigir públicamente a los diputados que concurrieron a las elecciones con su partido que votaran en un determinado sentido. En cambio, el portavoz del Grupo Popular en el Congreso, Rafael Hernando, no solo podría exigirlo, sino que incluso podría sancionar al que se saltara esa disciplina.

Fotografía de Zarateman - Trabajo propio [CC0] | La Grieta Online

Fotografía de Zarateman – Trabajo propio [CC0]

No hay que bucear mucho en la hemeroteca para encontrar sanciones de todos los colores, que muchas veces darían pie a otros debates como qué validez tiene un programa electoral o si un diputado puede apelar a su conciencia frente a la ideología de su partido. Sin entrar en estas cuestiones, encontramos, por ejemplo, que la exministra de Sanidad Celia Villalobos y el exministro de Defensa Federico Trillo, entre otros diputados, fueron multados por el Grupo Popular en el Congreso en abril de 2005 por haber roto la disciplina de voto en el debate de los proyectos de ley sobre matrimonio entre homosexuales y la reforma del divorcio.

Además, en la actual legislatura, fue sonada la multa de 600 euros que el Grupo Socialista impuso a cada uno de los trece diputados del PSC que no siguieron la consigna de oponerse al derecho a decidir y votaron a favor de las mociones de IU-ICV y de CiU en apoyo de la consulta soberanista catalana, así como a la exministra Carme Chacón, que optó por no votar.

Con este caso observamos también que romper la disciplina de grupo puede trastocar la carrera política del diputado o senador que lo haga, puesto que José Zaragoza se vio obligado a dimitir como secretario general adjunto del Grupo Socialista. Y en otras ocasiones incluso puede convertirse en una condena al ostracismo porque, en el momento de elaborar las listas electorales cerradas, los partidos no suelen pagar a díscolos.

Las sanciones —que a veces no dejan de ser poco más o menos que simbólicas— y, sobre todo, el miedo a esa suerte de destierro llevan a muchos parlamentarios a votar sistemáticamente lo que ordena su grupo y, por tanto, su partido. De este modo, el mandato representativo «ha sido sustituido a todos los efectos, menos los mera, típica y tópicamente formales, por el mandato imperativo de los partidos políticos», como acertadamente señala José Miguel Ortí Bordás en su obra Oligarquía y sumisión [2].

Al final, tal y como apunta el que fuera mano derecha de Torcuato Fernández-Miranda, parece que nuestros representantes políticos actúan por cuenta de un agente tercero, en este caso sus partidos, y no por nuestra cuenta, por cuenta de los representados. Y no debería sorprendernos, por tanto, que muchos constitucionalistas y politólogos afirmen ya abiertamente que nuestra democracia representativa ha muerto ni que cada vez más españoles acaben haciendo suyas ciertas coletillas.

La solución no es fácil y puede pasar por replantear abiertamente la regulación del mandato o incluso, simplemente, por fijar listas electorales abiertas para facilitar que el mandato funcione de forma algo más parecida a la que previó el Constituyente. Este sería un buen primer paso pero, si me lo permiten, lo dejamos para otro artículo.

[1] ^DE ESTEBAN, Jorge y GONZÁLEZ-TREVIJANO, Pedro (1992): Curso de Derecho Constitucional I, Servicio de Publicaciones de Derecho de la Universidad Complutense, Madrid. pp. 148-150.

[2] ^ORTÍ BORDÁS, José Miguel (2013): Oligarquía y sumisión, Ediciones Encuentro, Madrid. pp. 17-18.