Los estragos de la piel eternamente joven
el vino que alimenta al viejo torcido por el cordón umbilical
el vino que sale de los pechos de la madre lactante
para un recién nacido adicto a la embriaguez de la imagen rápida
repetitiva en concepto
que explora sólo los límites de la figuración
sin fondo, con muchas formas.
Todo en su sitio correcto el día de nuestro funeral.
con una semiesfera de naranja dentro de nuestra boca que hace de parapeto de las palabras, filtro de los estragos que podamos hacer en estos pequeñuelos. Pero permite sonreír.
¿Qué intentas decir?
Despertar ayer chupando un limón, porque no había naranja esta temporada de lluvia ácida.
Y gritar tanto a través de la fruta madura, que el zumo de naranja con saliva se filtre entre los poros de la piel y vuele como esputo, y alimente la obesidad mórbida de las espigas de trigo que sirven de combustible para la máquina que mueve al hombre, la ordeñadora del vino de la mente mantenida con vida de forma artificial. Y esto solo es el lunes de la historia.
El miedo a tomar el camino que uno sabe propio y a la vez perdición. Un camino único, flanqueado de muros que son asíntotas que se juntan en el infinito vertical, en un vértice que, de hecho, existe, y se llama Babel. Siempre con una cáscara de naranja que rompe los frenillos de los labios y corroe con su ácido cítrico los muros y las encías. Pero es ese ácido el único alimento del que uno dispone entre los muros de función (y = mi propio PH).
Seguir alimentándote del fruto que no está prohibido porque nadie lo podía desear.
El miedo del que pierde el botón de la camisa de tela de eutanasia.
El miedo a la aliteración en un poema del que escribe con el fin de ser poeta.
El miedo a ser lo que uno es y no lo que quiere ser.
El miedo del que pensó ser valiente.
El miedo del que creyó ser un héroe en las prominencias de sus latitudes medias.
El miedo de las carabelas que surcan los mares de las bañeras de agua caliente.
El miedo a tener miedo.
El miedo a causar miedo.
El miedo que genera la madre que delira.
El miedo a perder la fuente de la vida, en la muerte o en una vida que escribieron por encargo.
El miedo a uno mismo como se teme a las asíntotas que se salen del papel cuadriculado.
El miedo que concibe a los malos que no existían.
El miedo del que no ha visto nada fuera de un soporte de tierra procesada.
El miedo al dolor en el costado de los días en los que uno está solo, rodeado de mil extraños a los que aprecia solo en las noches de cámara lenta.
El miedo al compromiso del que sabe que huirá.
El miedo al compromiso del que firma después de haber huido.
El miedo porque es la hora y no hay que tener miedo.
El miedo atenaza a los pobres corderos con piel de lobo que tratan de asustar a sus propias manadas, malogrados por culpa de miedos que no eran los miedos de los padres, que no eran sus padres porque no los concibieron con miedo, sino como derecho, como quien manda esculpir una escultura de su propio busto, sin cordón umbilical. Sin ácido cítrico.
El miedo que yo mismo inventé para poder pensar que tenía valor.
Pero no,
No conozco el valor, porque no conozco el miedo.
Von Sohn
el miedo a no ser escuchado