Somos un país que prefiere los cuentos a las cuentas. Y el cuento de nuestra generación suele estar dedicado a la crisis, la burbuja inmobiliaria, la corrupción, la casta o la mala suerte. En definitiva, hacemos de la crisis financiera el chivo expiatorio de todos nuestros males.

Pero aceptar que somos el producto inevitable de la crisis es empezar a jugar el partido dándolo por perdido. Hay que dejar de lamentarse por haber desaprovechado una realidad que nunca existió (una en el que los jóvenes tenían empleos fijos, ajustados a su educación y ganaban un buen salario) y empezar a repensar nuestra historia.

No hay duda de que la crisis ha golpeado las oportunidades laborales de los más jóvenes. Nunca antes había sido tan difícil encontrar trabajo para este segmento de la población: entre 2006 y 2013, se destruyeron 2,5 millones de los empleos netos de los jóvenes de veintitantos, lo que equivale al 50 % de los que teníamos a mediados de la década. Si se suman los que jamás se integraron a la población activa (porque estudian o porque no buscan un empleo activamente) la mitad de los jóvenes españoles menores de 30 años no está ganando un salario. Como muestra la figura 1, esta destrucción de empleo neto juvenil equivale al 90 % del empleo total neto perdido por toda la economía entre 2006 y el final del 2013.

¿Qué hemos hecho —o qué no hemos hecho o, incluso, qué nos han hecho— para merecer esto?

La respuesta es doble: teníamos los contratos más fáciles (o baratos) de rescindir y, aunque duela, la empresa podía seguir sin nuestros conocimientos. Éramos prescindibles.

Una explicación ante este problema suele centrarse en la rigidez del mercado laboral. En España, el 42 % de los jóvenes entre 20 y 30 años tenía un trabajo temporal en 2013. La razón de esta concentración desproporcionada de contratos temporales es una consecuencia de la estructura de nuestro mercado. España tiene un mercado laboral dual formado por un grupo de trabajadores con puestos protegidos y regulados (los denominados insiders) y por aquellos que poseen puestos de trabajo precarios y con menos prestaciones (los outsiders). Por ello, el precio de sobreproteger a unos exige precarizar a otros (los jóvenes y los nuevos entrantes).

Entender este fenómeno va mucho más allá del objetivo de este artículo (más detalle sobre el paro en España en Las raíces del paro más allá de la crisis). Sin embargo, es importante preguntarnos por qué los que padecemos este impuesto somos los que nunca hemos sido capaces de influenciar el discurso garantista de legisladores, partidos políticos o sindicatos. ¿Es esto un ejemplo de que quien calla, otorga?

La otra cara de la moneda trata sobre la educación y la calidad de nuestro sistema. Nos hemos contado a nosotros mismos tantas veces que somos la generación mejor preparada de la historia que, a veces, tengo la impresión de que creíamos ser la única generación preparada del país. Y eso no es verdad.

La mejora de la educación en España es un proceso incompleto, pero no es algo nuevo. Según Barro y Lee, en la década de los 80, el país ya tenía seis años de escolaridad promedio, un 20 % más de lo que tenían los que nacieron diez años antes. Por otro lado, como muestra la tabla 2, los ocupados en 2013 por nivel de formación y tramos de edad, aunque presentan alguna diferencia (la suma de jóvenes con bachillerato o estudios técnicos está ligeramente por encima de las otras generaciones) no son determinantes.

Asimismo, si comparamos el nivel de formación de la población adulta para diversos países, observamos que España es uno de los seis países de la OCDE donde menos del 60 % de la población entre los 25 y 64 años tienen un nivel de estudios superior a la ESO (Educación Secundaria Obligatoria). A su vez, esto implica que hay un menor porcentaje de población con nivel de segunda etapa de Secundaria (22 %), una cifra muy baja si se compara con el promedio de la OCDE (44 %).

Si analizamos entre generaciones, el nivel medio de estudios es superior en gente joven que en los adultos (el 45 % de los adultos no ha superado la ESO frente al 36 % en jóvenes y el 32 % de los adultos tienen estudios universitarios frente a 40 % de jóvenes). Y aunque la mejora en cantidad es importante, esta no implica una mejora en la calidad de la educación. De hecho, si nos centramos en pruebas estandarizadas como el informe PISA (que mide la evaluación de conocimientos y destrezas de los alumnos de 15 años en las áreas de Matemáticas, Lectura y Ciencias), España se encuentra por debajo de la media de la  OCDE de manera consecutiva desde 2000 (a pesar de haber incrementado en un 35 % el gasto en educación desde 2003). En el Programa Internacional para la Evaluación de las Competencias de la Población Activa (PIACC, pos sus siglas en inglés), nuestros  resultados se encuentran lejos de la media de la OCDE, siendo muy pocos los individuos que alcanzan los niveles de rendimiento más altos. En otras palabras, aún queda mucho recorrido por delante.

Los títulos académicos están bien, pero ya deberíamos haber aprendido que un título solo es condición necesaria y no suficiente para encontrar empleo, lo relevante es si lo que hemos aprendido es lo que buscan las empresas. Si entre ambos hay una brecha, tenemos un problema.

Y esa brecha existe: a pesar de tener el mismo nivel de cualificación, los jóvenes de hoy en día encontramos trabajo con más dificultad (el desempleo juvenil duplica el desempleo nacional), tenemos los salarios de entrada más bajos desde los años 90 y somos los más prescindibles, ya que  el 90 % de los empleos perdidos entre 2006 y 2013 eran contratos acumulados entre los jóvenes.

Existen tres razones que pueden explicar este fenómeno. La primera es que los empresarios no confíen en la calidad del sistema educativo (ya sea porque no está a la altura o por otras razones) y como resultado, ajustan a la baja el salario y la duración del contrato para minimizar los riesgos de equivocarse. La segunda razón es que, probablemente, los empresarios valoren por encima del título académico otras habilidades, como la experiencia, la puntualidad, trabajar en equipo o saber hablar en público, que no cultiva el sistema educativo. La tercera es que, aunque estemos cualificados, incluso en ocasiones sobre-cualificados, poco les importa a unas empresas que son demasiado pequeñas o improductivas (un problema que va más allá del sistema educativo).

Todas las opciones son malas pero todas se pueden arreglar. Es decir, las crisis son inevitables, pero las leyes, la cultura, las instituciones y los comportamientos sí que podemos cambiarlos, y cuanto antes lo hagamos, mayores serán las probabilidades de crear alternativas profesionales que no sean la emigración. ¿Cómo? Ligando educación y mercado de trabajo. Es decir, educando para trabajar, y no por negocio, por rutina o para salir bien en la foto. Nuestro sistema educativo debe reforzar la confianza y responsabilidad de todos. Se necesitan resultados precisos, transparentes y consensuados, con planes de estudio que ayuden a pensar (y no a memorizar) y que fortalezcan las habilidades necesarias para promover una transición al mercado laboral eficiente.

Uno puede pensar que la regulación del mercado de trabajo o el rediseño del sistema educativo son cosas de políticos y de catedráticos, pero quedarnos al margen tiene graves consecuencias para nosotros. Si seguimos dejando que los arreglos institucionales se sigan haciendo para impedir la competencia, no debería extrañarnos que acabemos siendo el segmento de la población más prescindible o vulnerable.

A poca gente le gusta asumir riesgos y competir. En España existe el miedo al fracaso, ya lo dice el refranero español: más vale malo conocido que bueno por conocer. Este modelo era el que teníamos cuando éramos una economía cerrada sin libertades políticas. Hoy ese modelo es inviable, y lo va a ser mucho más en el futuro. Aquí el que se conforma pierde. Por joven. Y por resignado.