Lo he intentado pero me resisto a empezar esta crónica sin el íncipit del Decamerón:

Humana cosa es tener compasión de los afligidos, y aunque a todos conviene sentirla, más propio es que la sientan aquellos que ya han tenido menester de consuelo y lo han encontrado en otros: entre los cuales, si hubo alguien de él necesitado o le fue querido o ya de él recibió el contento, me cuento yo.

No fueron estas palabras las elegidas por Vargas Llosa para romper el pasado miércoles 28 el silencio del Teatro Español; y es que, cuando se inspiró en la obra de Boccaccio al escribir Los cuentos de la peste (Alfaguara, 2015), tenía claro que la suya sería una adaptación muy libre del Decamerón. También sabía que iba a ser él mismo quien interpretara a uno de los  protagonistas, el duque Ugolino. Sin embargo, no es esta la primera vez que el escritor se sube a un escenario: ha participado en la dramatización de otras tres obras siempre, como en esta ocasión, junto a Aitana Sánchez-Gijón como actriz y bajo la dirección de Joan Ollé. Esta pieza, hasta ahora inédita, es además la última de un ciclo teatral nacido de la propuesta de Natalio Grueso, anterior responsable de los teatros del Ayuntamiento de Madrid y que fue precisamente quien propuso a Vargas Llosa resucitar su obra teatral al completo en el Español.

Manuscrito original de la edición de 1460 de El Decamerón de Boccaccio. Foto: Wikipedia Commons.

Manuscrito original de la edición de 1460 de El Decamerón de Boccaccio. Foto: Wikipedia Commons.

El Decamerón es una compilación de cien cuentos escrita por Boccaccio a mediados del siglo XIV, en cuyo proemio se presenta a diez jóvenes que deciden recluirse en una villa a las afueras de Florencia para huir de la epidemia de peste que asola la ciudad. Con la intención de esquivar el horror de la pestilencia, todos habrán de contar una historia por cada una de las diez noches que pasan encerrados en Villa Palmieri; el tema alrededor del cual girarán esas historias no es otro que el deseo y la búsqueda del placer. De esta forma, los jóvenes consiguen trasladarse a otra realidad y encontrar en esa huida un antídoto contra la peste. La genialidad de Boccaccio no reside únicamente en que esta compilación de cuentos fuese precursora de los valores renacentistas, sino en haber plasmado con tanta claridad el origen mismo de la literatura: la necesidad, muchas veces inconsciente, que tiene el ser humano de contar historias que le aparten de una realidad hostil. Y es que Boccaccio estaba en Florencia cuando la peste negra invade la ciudad y esta experiencia marcó su obra hasta tal punto que, de no haberla vivido, jamás habría llegado a ser el escritor que conocemos.

Son 130 minutos sin descanso que, a pesar del excelente movimiento escénico a manos de Regina Ferrando, dan la impresión de transcurrir a cámara lenta

La enfermedad desembarcó de los navíos portadores de especias que viajaban desde Oriente hasta el sur de Italia. Fueron las ratas las encargadas de llevarla a la Toscana en el año 1348. Giovanni Boccaccio, un erudito perteneciente a la élite social que hasta ese momento solo había escrito en latín, es testigo directo de cómo la peste acaba con dos tercios de los florentinos. El hecho de haber experimentado esa realidad apocalíptica en la que se convierte Florencia supuso el descubrimiento de las posibilidades de una vida dionisíaca, dedicada a los placeres del cuerpo; y, en general, un profundo cambio en su forma de ver el mundo.

Ilustración erótica del siglo XIV de El Decamerón. Foto: Wikipedia Commons.

Ilustración erótica del siglo XIV de El Decamerón. Foto: Wikipedia Commons.

Porque no hay nada como una sociedad corrompida por la enfermedad, sea esta real o figurada, para promover cambios en la escala de valores del individuo. Esta horrible situación empuja a Boccaccio a recurrir por primera vez en su vida a la lengua vernácula y emprender esta obra cumbre de la narrativa universal, dirigida no ya a una minoría de estudiosos sino al popolo minuto. De esta forma, el escritor florentino, se convierte con tan solo cuarenta años, junto a Dante y Petrarca, en uno de los padres de la literatura en italiano. El Decamerón —cargado de críticas a la institución más poderosa del momento, la Iglesia, y con constantes referencias al sexo— pronto fue incluida entre los libros prohibidos por la Inquisición. Esto, naturalmente, solo logró acrecentar su popularidad.

Días antes del estreno, en la entrevista que difundió Onda Cero Vargas Llosa justificaba la osadía de subirse al escenario como «una forma de desafiar el sentido del ridículo» y apelaba a su firme intención de envejecer sintiéndose vivo y haciendo cosas nuevas. No por ello ha dejado de reconocer que el miedo que le atormenta estos días es mayor que el que ha sentido en toda su vida —mayor incluso a aquel que pudo sentir entre las paredes de la ya famosa Academia Leoncio Prado, retratada de forma magistral en una de sus primeras novelas La ciudad y los perros—.

Sin restarle un ápice del mérito que supone embarcarse a los 78 años en esta empresa de tintes casi suicidas, y el haber hecho oídos sordos a los consejos de su mujer, reacia a esta iniciativa; la obra no acaba de funcionar. Son 130 minutos sin descanso que, a pesar del excelente movimiento escénico a manos de Regina Ferrando, dan la impresión de transcurrir a cámara lenta. El respeto reverencial que tengo hacia Vargas Llosa me impide explicar qué es lo que sentí al verle en escena; sin embargo Antonio Castro lo refleja muy bien en su crítica para Madrid Diario: «De Mario Vargas Llosa como actor diré, siendo justo, que es un magnífico novelista». Yo, por mi parte, solo me atrevo a comentar que puedo comprender a Patricia, su mujer, quien decidió poner 10.000 kilómetros de por medio volando a Lima días antes del estreno. La de Castro es por cierto una de las pocas voces que se han atrevido a hacer una verdadera crítica de la obra: la mayoría ha hecho gala de tal benevolencia que invita a pensar, casi sin querer, en el interés de algunos medios por no molestar al escritor. Estos se han limitado a elogiar su figura como literato, pasando de puntillas por la calidad de la obra y evitando calificar la interpretación del nobel.

Dan la réplica a Vargas Llosa, además de Aitana Sánchez Gijón (Aminta), los actores Marta Poveda (Filomena), Óscar de la Fuente (Pánfilo) y Pedro Casablanc (Boccaccio). Sin llegar a la hipérbole de Luis María Ansón en su columna de El Mundo hay que reconocer que Aitana Sánchez Gijón está a la altura en su interpretación de la condesa de la Santa Croce; pero sin duda son Óscar de la Fuente y Pedro Casablanc los que destacan sobre el resto del reparto ofreciendo una actuación magistral de sus personajes. Este último, además, encarna al mismo Boccaccio; la novedosa inclusión del autor del Decamerón como un personaje más de la adaptación es un acierto tanto por la originalidad que supone como por las posibilidades argumentales que otorga. Marta Poveda, sin embargo, se ve arrastrada por un tono infantiloide en su encarnación de Alibech, la joven encargada de “Meter al diablo en el infierno”, tal vez necesario pero que resulta impostado. Y es que los intentos fallidos de sainete en varios de los cuentos no consiguen dar agilidad a una obra que parece funcionar mejor como proyecto puramente literario. La deficiencia del sonido tampoco ayuda a que las dos horas largas que dura la obra pasen más deprisa. Se ha intentado amplificar la voz de Aitana y Vargas Llosa para darle cierto tono espectral y resaltar así el carácter imaginario de esa relación pero lo que se consigue es que el espectador tenga que hacer un esfuerzo, muchas veces infructuoso, por entender lo que dicen.

No acaba de dar resultado el vestuario a cargo de Miriam Compte, que parece estar más inspirado en la serie Juego de tronos que en esa última etapa medieval que debería de recrear. En cambio, sí convence la escenografía de Sebastià Brosa quien se ha atrevido a arrasar el patio de butacas de uno de los teatros más antiguos del mundo, con nada menos que 431 años de historia, convirtiéndolo en un anfiteatro y recreando con maestría ese ambiente atávico de contar historias alrededor del fuego. Lo que antes era el patio de butacas es ahora el patio de una villa a las afueras de Florencia.

Esperanza Aguirre y Mario Vargas Llosa en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Foto del Partido Popular bajo Licencia CC.

Esperanza Aguirre y Mario Vargas Llosa en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Foto del Partido Popular bajo Licencia CC.

El resultado es minimalista y funcional. Lo preside una pequeña fuente en medio del escenario que al cubrirse se convierte en una plataforma sobre la que los actores giran en círculos, facilitando así el contacto visual con los espectadores. Rodean la fuente unos sencillos bancos de madera que sirven además para guardar la utilería. Abandonado a un lado del escenario está el omnipresente cadáver de un caballo cuyo papel es recordar la razón de la permanencia en la villa: la temible epidemia de peste que asola la ciudad de Florencia.

En su selección de ocho de los cien cuentos del Decamerón para hacerlos suyos, Vargas Llosa coincide en varios con la llevada a cabo por Pier Paolo Pasolini en su película El Decamerón. El polémico director echó un pulso a la Italia más conservadora estrenando en 1971 esta cinta. El Decamerón, con una cuidada composición formal inspirada en la pintura del Renacimiento, constituye la primera parte de su famosa Trilogía de la vida, que daría paso al estreno el año siguiente de Los cuentos de Canterbury y solo dos años más tarde al de Las mil y una noches. Aunque parte de su fama se debe a su exagerada irreverencia y al hecho de ser la primera película en la historia del cine italiano en la que aparecen desnudos integrales masculinos, la maestría de Pasolini es innegable. Al contrario que Llosa, el italiano narra los cuentos directamente, prescindiendo de personajes que sirvan de enlace entre unos y otros relatos; a pesar de lo cual logra dar coherencia al conjunto. Rodada con un estilo muy personal, sin ninguna floritura y protagonizada en su mayoría por actores no profesionales El Decamerón fue un éxito que puso de acuerdo a crítica y público. Por cierto, Pasolini, de forma similar a lo que ha hecho Vargas Llosa ahora, quiso actuar en su película, reservándose un pequeño papel como discípulo del maestro Giotto.

Como cuenta Jesús Ruiz Mantilla en su crónica para El País al finalizar la primera representación hubo «flores, bravos y algún pitido que se coló a codazos entre los aplausos». En la segunda, a la que asistí yo, unos aplausos desganados convirtieron en error la vuelta de los actores al escenario cuando ya la gente se había levantado de sus asientos con intención de salir pitando. Solo Aitana Sánchez-Gijón pareció advertir el fallo que rápidamente corrigió arrastrando al elenco hacia bambalinas.

Mario Vargas Llosa y Los cuentos de la peste van a estar en el Teatro Español hasta el 1 de marzo;  sin embargo, si lo que se pretende es aquello que ofrecía Boccaccio, para alejarse de la epidemia en forma de crisis que domina nuestra realidad, yo, en vez de pasarme por el Español, optaría por ver (o volver a ver) la adaptación de Pasolini, que a pesar de haberse estrenado en 1971 alcanza un nivel de contemporaneidad que la obra de Vargas Llosa, estrenada el miércoles pasado, no puede ni soñar con llegar a alcanzar.