Nunca antes había coincidido en tantas ocasiones con Mafalda cuando dijo: «¡Qué paren el mundo que me quiero bajar!». Después del varapalo del Brexit parecía que ya nos habíamos  curado de espanto, pero tras los últimos acontecimientos se confirma que el ser humano es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. Y tres y cuatro, si me apuras.

La población colombiana, al igual que ocurrió en junio en Reino Unido, dijo no. Contra todo pronóstico, otra vez. Decir no a la Unión Europea nos puede parecer audaz; decir no a la paz es, a los ojos de la comunidad internacional, una auténtica locura. Sin embargo, es muy fácil juzgar la solución que parece más obvia a un conflicto que no hemos padecido ni sufrido. La realidad de un país sólo se puede entender si se ha vivido en él. Es entonces cuando se pueden empezar a atisbar los grises y uno se da cuenta de que no todo es blanco o negro.

Los colombianos, el pasado domingo día 2 de octubre, fueron llamados a las urnas para responder a la pregunta: «¿Apoya usted el Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?». Las posibles respuestas eran dos: o No. Blanco o Negro. No obstante, a la vista de los resultados, donde el No ganó con un 50,2 % de los votos, parece que los gobernantes deberían revisar la formulación de este tipo de preguntas si no quieren obtener respuestas inesperadas. Parémonos a pensar un segundo, ¿quién en sus cabales va a decir no a la paz? ¿Quién va a querer que un conflicto que lleva más de medio siglo en activo continúe cobrándose vidas, extorsionando a la población y siendo una lacra para Colombia? Nadie. Ni uno solo de los colombianos quiere continuar con esta guerra; los colombianos quieren la paz, pero no esta paz. Claramente en la papeleta de voto debería haber habido un Depende o, en definitiva, un gris.

Las encuestas daban hasta veinte puntos de ventaja a la opción del al proceso de paz en el que, durante cuatro años, habían trabajado los equipos negociadores del gobierno y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Si nosotros nos quedamos perplejos con el resultado, imagínense ellos. El Acuerdo Final, al que habían llegado a finales de agosto, se ratificó un mes después (el 26 de septiembre) en una ceremonia oficial en Cartagena de Indias entre los que se encontraban multitud de representantes de Estado e instituciones internacionales. Todos ellos ataviados con sus guayaberas, presenciando un momento histórico: el fin del conflicto armado más antiguo de América Latina. Cinco aviones, uno por cada una de las cinco décadas de guerrilla, sobrevolaron el acto, y se utilizaron bolígrafos en forma de bala para rubricar el acuerdo, todo muy simbólico. No obstante, en el Acuerdo que habían firmado las partes el presidente colombiano Juan Manuel Santos había insistido en incluir como condición indispensable la consulta popular para que éste se hiciese realmente efectivo. La paz, después de tantos años, era para los colombianos y, por tanto, debía ser ratificada por ellos.

Los colombianos quieren la paz, pero no esta paz

Quizá los líderes políticos se anticiparon y vendieron el pescado antes de pescarlo, o como dicen en Colombia ensillaron el caballo antes de tenerlo. Lo cierto es que nadie podía prever este resultado. El proceso de paz contaba con todos los ingredientes necesarios para que fuese un éxito. Por un lado el apoyo de la comunidad internacional había sido esencial: Noruega y Cuba fueron los países elegidos como garantes del proceso, ya que el país nórdico aportaba legitimidad institucional a la vez que la isla dotaba a los negociadores de las FARC de un marco revolucionario clave. Venezuela y Chile, países antagónicos en cuanto a políticas públicas, actuaron como estados observadores, simbolizando de esta forma el apoyo de la totalidad de los países latinoamericanos en el proceso de paz. A medida que avanzaban las negociaciones, tanto Estados Unidos como la Unión Europea enviaron sus propias representaciones, mientras la ONU acordaba el nombramiento de una misión de verificación del alto el fuego y desarme.

Además, a diferencia de los procesos de paz anteriores (Acuerdos de la Uribe 1984, Diálogos de Tlaxcala 1992 y las Conversaciones de Caguán 1998-2002) que fracasaron por la vinculación de altos cargos del ejército con grupos paramilitares por el incumplimiento de los acuerdos de desmovilización de los guerrilleros y por el uso de la violencia y extorsión durante las negociaciones, en esta ocasión existía una clara voluntad política por ambas partes. Las FARC, lideradas por Rodrigo Londoño, alias Timochenko, al comienzo de los diálogos se encontraban muy debilitadas como consecuencia de la política de Seguridad Democrática llevada a cabo por el ejecutivo de Álvaro Uribe (2002-2010). La guerrilla, que a finales de los años 90 llegó a tener 20.000 miembros, apenas alcanzaba los 8.000 cuando terminó su legislatura. Este factor fue, sin duda, determinante para iniciar el acercamiento de posturas. No obstante, los guerrilleros han reiterado esa voluntad a lo largo de todo el proceso de paz, ya que éste se ha desarrollado sin un alto al fuego bilateral y los ataques entre guerrilla y ejército han obstaculizado el proceso de paz en distintas ocasiones. La estrategia seguida por Santos ha sido la de combatir en Colombia con independencia de lo que ocurriese en la isla y de dialogar en La Habana sin tener en cuenta los enfrentamientos en Colombia. De esta forma, conseguía subsanar en parte el deterioro de su imagen política al estar negociando con terroristas, algo muy condenado por la opinión pública en el país latinoamericano.

El proceso de paz contaba con todos los ingredientes necesarios para que fuese un éxito

En Colombia, el país que más gasta en defensa de toda América Latina y que cuenta con el ejército más numeroso, una de las claves del programa electoral de los políticos es la seguridad, la actitud que va a tomar el ejecutivo frente al conflicto con la guerrilla. Es, probablemente, más importante que la política de educación o de sanidad y determina millones de votos. A lo largo de los cincuenta y dos años de conflicto, los distintos presidentes colombianos han alternado dicha política entre diálogos infructuosos o cruentos combates librados entre la guerrilla y el Estado. El presidente Santos, al inicio de su primera legislatura, sorprendió a todos cuando se decantó por el diálogo, ya que había sido Ministro de Defensa de Uribe (además de su hijo político), quien, en un intento de vengar la muerte de su padre y la de miles de colombianos, había declarado una guerra sin cuartel a las FARC que se había saldado con la muerte de 16.000 guerrilleros y 30.000 capturados de grupos armados militares; por este motivo se esperaba que Santos continuase esta línea de actuación. Sin embargo, el actual presidente ha puesto todos sus esfuerzos políticos en la consecución de la paz y ha vinculado totalmente su mandato a ello haciendo de este proceso su principal apuesta política.

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Uribe y Santos, los que un día fueron aliados y compañeros, se han convertido en la actualidad en adversarios políticos, ya que el primero, que en 2013 fundó su partido Centro Democrático, ha liderado el sector más crítico con el Acuerdo firmado por el presidente Santos y ha resultado ser el máximo beneficiario del resultado del plebiscito. Está claro que el presidente, además de gozar de un enorme apoyo popular, se ha encargado de recoger, agrupar y azuzar las opiniones de los sectores más inconformistas con el Acuerdo, principalmente en lo referente a la participación política de los miembros de las FARC y a la impunidad de los crímenes que habían cometido los guerrilleros, al considerar insuficientes las penas que el texto recogía.

Las fuerzas políticas partidarias del   (todas excepto el Centro Democrático) no han sabido vender bien a la población qué es lo que se había acordado y qué implicaciones iban a tener esas medidas para Colombia. En lo referente a la participación política de las FARC, Uribe denunciaba que si la guerrilla, de ideología marxista, entraba a formar parte del gobierno del país, Colombia tendría un sistema castrochavista y se convertiría en la nueva Venezuela. Sin embargo, en el acuerdo a las FARC se les aseguraba un mínimo de cinco asientos en el Senado y otros cinco en el Congreso durante un período máximo de dos legislaturas, a partir de las cuales obtendrían la participación en las cámaras de representación correspondiente a los votos conseguidos. Dado el rechazo que los miembros de la guerrilla causan entre la mayor parte de la sociedad colombiana, se asumía que no iban a obtener apenas apoyo popular, pero esta era una forma de darles la oportunidad de abandonar las armas y utilizar la vía política.  

En cuanto a las penas establecidas, el acuerdo contemplaba la creación de veintitrés Zonas Veredales de Normalización para que los guerrilleros que hubiesen admitido cometer los crímenes más graves cumpliesen penas de cinco a ocho años; aquellos que no reconociesen la culpabilidad de sus delitos podrían ser condenados hasta a 20 años de cárcel. Además, se formarían ocho campamentos para facilitar la integración a la vida civil de los ex-guerrilleros, donde podrían permanecer un plazo máximo de dos años. Casualidad o no, muchas de las regiones que iban a recibir una o más zonas y campamentos han votado mayoritariamente que no. Antioquía por ejemplo, en la zona central del país y cuna del Uribismo, iba a recibir tres de estas zonas, hecho que pudo decantar muchos de los votos del plebiscito.

Distribución de las Zonas Veredales y los Campamentos de las FARC
Fuente: El País (Colombia) a partir de información del Ministerio de Defensa Colombiano

Fuente: El País (Colombia) a partir de información del Ministerio de Defensa Colombiano

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cuando uno observa los resultados del plebiscito, cercano al 63 % de abstención, es inevitable pensar en el poco interés que tenían realmente los colombianos en conseguir que el proceso de paz saliese adelante. Sin embargo, si se hace una lectura un poco más profunda, se observa que existen distintos factores que explican esta elevada abstención. En primer lugar, en Colombia la tasa de abstención en unas elecciones “normales” ronda el 50 %. Las autoridades, conociendo las características propias del país, habían tomado medidas y habían establecido que la votación se realizaría a través de un plebiscito con un umbral mínimo de aprobación, es decir, al menos el 13 % del censo (equivalente a 4,5 millones de personas) debía responder ; de otra manera, el resultado quedaría automáticamente invalidado. De esta forma, se fomentaba la participación popular y se anulaba la penalización por la abstención, es decir, decidirían sobre el futuro del país los que votasen y no los que no lo hicieran. Lo que ocurrió fue que donde se esperaba que la población avalase el acuerdo, esta decidió no votar, mientras que quienes tenían claro que no querían ese pacto acudieron a las urnas a pesar del viento o la lluvia.  

Y es que las inclemencias climáticas pudieron ser una de las causas por las cuales el resultado final fuese el No. El pasado domingo el huracán Matthew se encontraba azotando el Caribe con especial incidencia en la costa caribeña colombiana. Esta zona, donde la abstención ha sido de media un 10 % superior al resto del país (incluso ha llegado al 81 % en la región de la Guajira), es uno de los principales bastiones de votos del presidente Santos, por lo que se creía que la población apoyaría el acuerdo que el gobierno había firmado. De hecho, en muchos colegios electorales se solicitó ampliar dos horas la apertura de las urnas al ver la baja tasa de participación (aunque finalmente no llegó a suceder). ¿Hubiese sido distinto el resultado de haber habido autorización para ello? Nunca se sabe, pero cabe la posibilidad habida cuenta de la mínima diferencia de votos con la que se ha resuelto la consulta.

La firma de la paz en Colombia podría suponer un aumento del 2 % de su PIB

Lo cierto es que, a la vista de los resultados, la campaña que hicieron las fuerzas políticas partidarias del por dar a conocer el Acuerdo a la población no ha estado bien enfocada. No han sabido explicar bien a la población lo que la paz realmente significaba para Colombia, y que con el final del conflicto el país se asomaría a las grandes ligas de la economía mundial. De hecho, se calcula que la firma de la paz en Colombia podría suponer un aumento del 2 % de su PIB.

En cambio, la gente utilizó el plebiscito para valorar la gestión de Santos, que en la actualidad goza de un porcentaje de aceptación del 20 %. Si se comparan los mapas de aceptación del acuerdo con los resultados de la segunda vuelta de las últimas elecciones presidenciales, se evidencia que las regiones en las que ganó el candidato del partido de Centro Democrático, Iván Zuluaga, coinciden con aquéllas donde la votación resultó negativa. El plebiscito se convirtió en un enfrentamiento político entre Santos y Uribe, y ha quedado demostrado el gran poder que sigue ostentando el ex presidente. No es de extrañar, por otro lado, pues la gente asocia sus ocho años de mandato (2002-2010) a la recuperación económica de Colombia (ya que la tasa de crecimiento medio en ese período rondó el 4 %); a la mejora de la confianza de los inversores internacionales (puesto que los flujos de IDE aumentaron en un 50 % por encima de la media de la región); también a una mayor seguridad democrática y, en definitiva, a una mejora de la calidad de vida de la mayor parte de la población.

Fuente: El País (Colombia)

Fuente: El País (Colombia)

Colombia, tal y como quedó patente con los resultados del plebiscito, es ahora mismo un país totalmente dividido. Mientras que la población urbana, que hace tiempo que no presencia atentados y secuestros, decidió decantarse por el No al acuerdo, la rural, que ha padecido los efectos de la guerrilla y donde los muertos y desplazados son más numerosos, votó . Este hecho no es más que el fiel reflejo de la desigualdad del país. Existe una enorme brecha social y económica entre las zonas rurales, donde la pobreza afecta al 40,3 % de la población, y las ciudades, donde la incidencia de la pobreza es del 24,1 %.

Es en la Colombia rural donde las FARC aprovecharon la ausencia del Estado para controlar y administrar pueblos, donde los campesinos pagaban sus impuestos o “gramajes”, donde la población era extorsionada o amenazada y obligada a abandonar sus tierras y sus medios de vida. Es en la Colombia rural donde la guerrilla captaba a los menores de edad para que pasasen a formar parte de sus filas y donde la población tenía que decidirse entre pertenecer a los grupos paramilitares, a los de guerrilla o marcharse. No obstante, es también en la Colombia rural donde han decidido perdonar todos los crímenes que la guerrilla ha cometido. Existen dos Colombias: la rural y la urbana, y el pasado domingo, una de ellas votó paz y la otra votó plomo.